Circe Maia
Múltiples paseos a un lugar desconocido
Edición de Jordi Doce
Pretextos, Valencia, 2018
256 páginas, 26.00 €
Cabría pensar con cierta candidez que la reciente concesión del Premio Cervantes a Ida Vitale permita volver la mirada a una tradición poética tan rica como la uruguaya, más allá de los nombres más difundidos como Idea Vilariño o Eduardo Milán… o Mario Benedetti, curioso fenómeno de una obra convertida años atrás en best seller poético, no precisamente por su calidad literaria. Pero dejando de lado fenómenos como el último, hay que reconocer que se trata de una tradición lírica tan notable como diversa, con voces ciertamente muy distintas (ahí están para demostrarlo Enrique Fierro, Rafael Courtoisie, Roberto Echavarren, Eduardo Espina, Cristina Peri Rossi…). Desde luego, no hace falta insistir en que la lírica de Uruguay no necesita de homenajes ni de premios para despertar el interés del lector de poesía. Sin embargo, la comunicación entre las distintas tradiciones líricas en español lamentablemente no resulta tan fluida como debiera, lo que no sorprende dadas las escasas tiradas de muchos poemarios y su precaria distribución. Por otra parte —y de eso algo sabemos en España—, esa incomunicación a menudo se da en el seno de un mismo país, por lo que cualquier excusa es buena, si sirve para arrojar cierta luz sobre esa escritura en la sombra, que suele ser la poesía. Claro que toda literatura nacional tiene algo de espejismo y la lírica uruguaya no iba a ser una excepción: de ahí que, a la postre, sean las singularidades las que verdaderamente importen. Es ese el caso de Circe Maia, quien se muestra alejada de ciertos juegos experimentales que se sugiere en propuestas (por otra parte, de tanto interés), como las de Fierro, Echavarren o Milán, y que pareciera tender a una dicción de corte casi clásico, con cierta tendencia a la brevedad, muy diferente a la torrencialidad de los últimos dos nombres citados. Con todo, ese aparente clasicismo debe ser matizado, como hace Jordi Doce, responsable de esta antología, en un prólogo, que lleva la marca de la inteligencia crítica y la complicidad. Así apunta Doce «Solemos asociar la modernidad a sus movimientos más lenguaraces o excesivos, pero olvidamos que una de las vetas más productivas del movimiento moderno es justamente su reivindicación de una nueva “objetividad”, una mirada nueva o limpia sobre el mundo, despojada de prejuicios y retóricas fosilizadas: ahí entran tanto la pulsión geométrica o constructiva como la influencia del arte y la poesía orientales, el deseo de brevedad y condensación, la búsqueda de líneas claras y formas tangibles, la lectura depurada de los signos de la naturaleza. Circe Maia representa, en la poesía en la lengua española, la vigencia de ese ideario, cercano, por un lado, a Michaux, Francis Ponge, William Carlos Williams y el Pound imagista, y, por otro, a poetas griegos como Yannis Ritsos o Yorgos Seferis, a los que ha traducido y comentado […]» (págs. 11 y 12). Y, en efecto, ese deseo de despojarse de retóricas, de conquistar para la visión como para el lenguaje una transparencia, tiene que ver con un empeño por mirar mejor. De ahí, esa precisión de pulidor de lentes que, como una suerte de discípula de Spinoza, esconde Maia. No parecen así casuales las referencias a Vermeer en los poemas de la autora: si el artista de Delft es un maestro a la hora de crear atmósferas, en hacer de la luz una suerte de alquimia de lo cotidiano, algo semejante encontramos en ese empeño de visión que atraviesa la obra de la antologada. Es un mundo (el de Vermeer, el de Maia) en el que está «Todo al mismo nivel de vida intensa. / No hay prioridades. No hay jerarquía» (pág. 87), como se apunta en el poema que lleva como título el nombre del pintor. Así como en otro texto, «Discreción en Delft», se insiste en «la transparencia del vidrio» (pág. 184), transparencia que parece ser perseguida con especial tenacidad por la poeta.
La paradoja fecunda de esta poesía es querer llegar, al modo casi de una iluminación budista, al no-pensamiento y al no-lenguaje, a través del lenguaje y del pensamiento: descubrir, a la postre, que «el azul intensísimo es el objeto puro, / el antipensamiento» (pág. 136). Ese afán de objetividad, señalado por el antólogo, puede remitir también a la visión de un Alberto Caeiro, pero desde la lúcida apreciación que ya hiciera Octavio Paz: el heterónimo de Pessoa es quizá, como apunta el mexicano, el escritor que todo poeta moderno quiere ser, pero no puede ser. O para citar la vieja oposición de Schiller entre poesía ingenua y sentimental, el poeta moderno quiere ser ingenuo y, sin embargo, es el territorio de lo sentimental el que parece que le está reservado. Si recordamos que Schiller afirma que el poeta sentimental, a diferencia del ingenuo, es el que siente como una escisión incurable la separación entre el yo y la naturaleza, entenderemos mejor (creo yo) la difícil línea en la que se mueve Circe Maia y su evidente capacidad de seducción. Si Maia se nos muestra como una poeta admirable, lo es no por una suerte de mirada naive sobre el mundo, sino por una inteligencia que desconfía de sí misma, de un lenguaje extraordinariamente eficaz hasta el punto de cuestionarse a sí mismo, de sugerir una suerte de desaparición para dejar hablar solamente a las cosas. De ahí ese movimiento de ida y vuelta entre un yo que nunca quiere estar excesivamente presente y un mundo que desborda por su simple estar: sobreabundancia de ser. Un ser que, por otra parte, se sabe al borde de la nada: si la levedad es uno de los rasgos más apreciables de la escritura de Maia, es en gran medida porque la voz poética conoce los precarios equilibrios de las cosas. El yo lírico camina en medio de la existencia, fascinado por un exceso de realidad, pero también por la desaparición que acecha detrás de todo lo existente («Afrontemos ahora / la posibilidad de estar ya muertos /—definitivamente, realmente— / un día de verano, como éste» (pág. 74). Podría hablarse así de una suerte de poética de la fragilidad, pero de una fragilidad extraordinariamente terca en su afán por no romperse, por seguir ahí en su íntegra y humilde perfección. El poema así opone una temporalidad al devenir que nos arrastra hacia la muerte, una temporalidad que no es otra que la del instante. Tienen muchos de estos poemas, así, la desnudez del haiku, su prodigiosa capacidad para detener el presente. Captar tras la diacronía de un tiempo que pareciera negarse a sí mismo, la sincronía del ahora. Y precisamente en el poema «Sincronías» se pregunta: «¿Cómo se hará para estirar la mano / y atraer hacia aquí todo el presente / y atarlo?» (pág. 138).
En este sentido, pienso que no hay que apresurarse a la hora de valorar el peso que la formación filosófica alcanza en la poesía de la uruguaya. Ese aprendizaje filosófico está no tanto en las referencias a nombres como Anaxágoras, Campanella o Platón, como en una forma de situarse ante la vida, que aúna lucidez y pasmo: «¿Dónde apoyar el pie que no resbale / hacia pozos-misterios, / incógnitas-arenas movedizas?» (p. 102). El asombro que Aristóteles consideraba el origen de la filosofía es también la raíz de la que brota el caudal poético de Circe Maia. No menos importante es la conciencia de que esa facilidad, que tanto sorprende y fascina en sus poemas, es el fruto de una laboriosa actividad del lenguaje. Lenguaje que no desdeña el trabajo de la imaginación, de una imaginación que se esconde tras la aparente transparencia del decir, pero que está ahí, realizando su tarea en la sombra: «Trabajo en lo visible y lo cercano /—y no los creas fácil—. / No quisiera ir más lejos. Todo esto / que palpo y veo / junto a mí, hora a hora, / es rebelde y resiste. / Para su vivo peso / demasiado livianas se me hacen las palabras» (pág. 47). No resulta así tan sorprendente que, al igual que junto a los textos dedicados a Vermeer, encontremos un poema en torno a un artista tan alejado del realismo como Paul Klee, un texto que, sin embargo, se centra en el peso que lo geométrico y lo cromático tiene en la pintura de este último. Como si a la postre se reconociera que pensar y ver no son acciones tan opuestas como cierta tradición nos ha hecho pensar —y como sugiere Maia en algunos de sus poemas—, sino dos modos de esa natural respiración de la inteligencia de la que hablaba Borges.
Desde esa impresión de facilidad, desde esa (aparente) ingenuidad trabajosamente conquistada, Circe Maia parece una poeta de superficies. La suya es una poesía de quien sabe que no necesariamente la superficie esconde menos verdad que el fondo. «Todo está afuera, / nada queda dentro» (pág. 103), leemos en el poema titulado significativamente «Exterior». Y, con todo, pareciera como si su obra estableciera una sutil dialéctica entre superficie y profundidad, un camino de ida y vuelta, pero sin olvidar nunca que para tocar fondo hay que haber atravesado la superficie, que aquí es menos barrera que una puerta. Hay un antiplatonismo de fondo, una confianza casi nietzscheana en lo que otros llaman apariencias y aquí no son sino el rostro de las cosas, su constante desbordar el lenguaje.
Así, el territorio que parece trazar la voz de Circe Maia es el que sugieren esos «Múltiples paseos a un lugar desconocido», título de un poema del libro Dos voces que Jordi Doce ha elegido con acierto también para su selección. Pues la obra de la autora lleva el signo del retorno, de la fidelidad a lo terrestre: es en lo familiar donde aguarda lo inaudito, es en lo cotidiano donde, como un secreto a voces, se muestra sin disfraz lo extraordinario. Pero el enigma persiste, como en la laguna visitada tantas veces que es evocada en el poema: «Y aún así, aún así, sientes que la laguna escapa / invisible, invisible, desnuda de miradas, / envuelta en sus altos árboles guardianes» (pág. 123). Lo real como complicidad y como resistencia. Así también estos poemas.