Annette Wieviorka
1945. Cómo el mundo descubrió el horror
Traducción de Núria Petit
Taurus Historia, Madrid, 2016
222 páginas, 19.90 €
POR ISABEL DE ARMAS

Ohrdruf, Buchenwald i, Buchenwald ii, Dachau, Bergen‑Belsen, Terezin… Este libro reconstruye el descubrimiento de los campos de concentración nazis a medida que avanzaban las tropas aliadas en abril y mayo de 1945. Annette Wieviorka, directora de investigación emérita en el Centre National de la Recherche Scientifique francés y especialista de prestigio mundial en la memoria del Holocausto, retoma este trillado tema del hallazgo de los campos con su personal estilo –breve, conciso y sensible–, adoptando un enfoque original que consiste en seguir los pasos del recorrido que en su día hicieron dos corresponsales de guerra: Meyer Levin, escritor y periodista estadounidense, y Éric Schwab, fotógrafo francés de la agencia France Presse.

Nacido en 1905, en Chicago, de padres judíos emigrados de la región de Vilma a finales del siglo xix, Meyer Levin está profundamente anclado en su tiempo. Toda su vida y obra pueden leerse como un deseo de comprender lo que es ser judío, «un deseo de asumir –afirma Wieviorka– valientemente este facto de nacimiento en todas sus dimensiones». En París, en septiembre de 1944, entra de lleno en la concreta tarea que se ha propuesto: seguir día a día la crónica de la supervivencia judía, la búsqueda de los «restos de Israel». La autora destaca que Meyer Levin se interesa especialmente por la resistencia judía en Francia bajo la ocupación, «muy poco celebrada por el conjunto del país –escribe–, que globalmente la ignora». También se reafirma en que es a partir de abril de 1945, con el impacto del descubrimiento de los campos del oeste, cuando el mundo tomará conciencia de la amplitud inaudita y del horror de los crímenes del nazismo: las fosas, los agonizantes y el aspecto esquelético de los supervivientes, entre ellos, muchos judíos. Todavía faltarán varias décadas para conocer a fondo Auschwitz y la distinción entre campos de concentración y «centros de exterminio», donde los judíos en masa fueron asesinados.

Éric Schwab nace en 1910 de un padre francés y una madre alemana y judía. La autora apunta que se sabe poco de su vida en el París ocupado y de cómo subsistió. Está en París los días de la liberación y se une a la agencia France‑Presse, que acaba de crearse. En octubre de 1944, se le acredita ante el Ejército estadounidense y empieza su trabajo como reportero de guerra. Desde finales de febrero hasta mayo de 1945, su vida se confunde con la de Meyer Levin y con la de su inseparable jeep, fundamental para el trabajo. «Ambos son judíos –matiza Annette Wieviorka– pero de forma distinta. Éric está menos torturado que Meyer por la cuestión de la condición judía. Se siente totalmente francés. Pero su odio hacia la Alemania nazi es total, casi rabioso». Guiada por las palabras de Levin y por la mirada de Schwab, empapada de los escritos de uno y de las fotografías del otro, la autora del trabajo que comentamos parece que se hubiera subido al jeep que transportó a sus personajes para seguir paso a paso la revelación de los campos entre el 5 de abril y finales del mes de mayo de 1945. «Este descubrimiento se produce –escribe– cuando unos rumores y unas visiones confusas lo presentían sin conocer su alcance y cuando el Tercer Reich se desmorona en medio del furor y la excitación de los últimos combates». También cuando millones de hombres, mujeres y niños son arrojados a las carreteras en un éxodo caótico.

Al primer campo que este libro dedica especial atención es Ohrdruf porque allí Levin y Schwab descubren los primeros «cadáveres vivientes». El espectáculo es para ellos inédito: unos esqueletos con el cráneo rapado y los ojos febriles hundidos en las órbitas, numerosa gente enterrada en un gran agujero. Al abrir la puerta de un hangar, dentro encuentran una pila de cuerpos desnudos y tiesos, amontonados como leños. Y el descubrimiento aún no es completo. En una colina cercana han excavado una fosa, del tamaño de una piscina, en la que se ha construido una especie de parrilla que permite quemar cadáveres con el fin de hacer desaparecer las pruebas del crimen. Meyer Levin escribe: «Ahora hemos penetrado en el corazón tenebroso de Alemania. Hemos alcanzado la zona de los campos de la carnicería humana que los nazis, en su terror culpable, querían ocultarnos».

A los primeros campos encontrados con anterioridad a Ohrdruf, los dos periodistas no les prestan demasiada atención por estar vacíos. Los hombres que han sufrido ya no están allí, y el lugar vacío no suscita horror. Los barracones no son más impresionantes que los de un cuartel, de un campo de refugiados o de un campo de tránsito. Se estima que en Ohrdruf, en 1944, llegó a haber 25.000 presos trabajando en condiciones terribles, lo que causó una escalofriante mortandad. Los reconocidos testimonios de estas páginas aseguran que «el trabajo era tan cansado que un hombre que llegaba en buen estado de salud estaba agotado y moría de caquexia al cabo de un mes». Los judíos de Europa central y oriental conformaron la mayoría de los presos de este campo. Un informe alemán del 25 de marzo de 1945 hace constar que había entonces 9.943 prisioneros, de los cuales 6.000 eran judíos, es decir, unos dos tercios. El hallazgo de los campos fue casi siempre fortuito, como lo fue el de Auschwitz, y más tarde el de Buchenwald, el de Dachau o el de Bergen-Belsen. El 11 de abril, la División Timberwolf encuentra, en Nord-hausen, el Dora-Mittelbau, otro campo satélite de Buchenwald. Ese mismo día los estadounidenses entran en Buchenwald. En los tres el horror se repite. En el transcurso de la visita –cuenta Levin– «Eisenhower palidece y permanece en silencio, pero insiste en ver el campo en su totalidad. El general Patton tiene que retirarse discretamente detrás de un barracón para vomitar». Seguidamente, los norteamericanos deciden dar máxima publicidad a tan espantoso tema. Wieviorka pone especial empeño en mostrar que esta operación es fundadora de una imagen unificada de los campos nazis: «Todos idénticos –escribe–, todos lugares de muerte en masa para el conjunto de los internos, todos lugares de tortura donde se ejercía el sadismo, lo cual no es falso, pero borra las diferencias entre los distintos campos y los propios internos»; e insiste en que esta representación se instala hasta la década de 1980, cuando el auge de la memoria del genocidio judío la hace pasar a un segundo plano. Y como en su día intentaron Levin y Schwab, Wieviorka no cesa en su obstinación de hacer tomar conciencia de lo que supuso el exterminio. Podemos decir que este es el objetivo fundamental de su trabajo.

Al referirse a las masacres, Annette Wieviorka destaca la de Thekla. Aquí y allá, los nazis en su huida asesinaron a concentracionarios por diversos medios, que podían ser balas o fuego. Hace una mención especial a un espantoso descubrimiento, poco antes de entrar en Dachau, cuando los soldados aliados, horrorizados y estupefactos, encontraron allí un tren de unos cuarenta vagones abiertos donde yacían unos dos mil cadáveres en fase de descomposición. En cuanto a la apertura de los campos por parte de los aliados occidentales, nos recuerda que fue desigual. En Buchenwald, no hubo epidemias, y la repatriación se pudo hacer con rapidez y eficacia. En Bergen-Belsen, en Dachau y en Mauthausen, siguió muriendo mucha gente tras la liberación, debido a las epidemias de tifus y de gripe española.

La autora dedica un apartado especial a la liberación de «ese Who’s Who encerrado en el castillo de Itter». No es que Itter fuera un caso único, hubo otros personajes en otros castillos, pero este ejemplo le sirve para indicarnos cómo funcionaban todos estos lugares acondicionados para los presos de élite, que poco tenían que ver con los campos del horror. «No compartieron –escribe– la suerte común de los que fueron trasladados desde Francia y otros países para ser, como la mayoría de los judíos, asesinados nada más llegar o para incorporarse a los campos del universo concentracionario: ni el transporte en vagones, ni la extremada brutalidad a la llegada que hace caer a los presos en otro mundo». Efectivamente, a aquellos presos no se les forzó a hacer ningún trabajo, no fueron ni martirizados, ni humillados ni vejados.

El último capítulo de este breve pero intenso libro está dedicado a Terezin. Theresienstadt, nombre alemán para el checo Terezin, es un campo o un gueto o un campo-gueto, «las denominaciones son erráticas –afirma la autora– para ese lugar de internamiento tan particular». Fue creado por Adolf Eichmann para internar, a partir de 1941, a ciertas categorías de judíos del «Gran Reich» (Alemania, Austria, protectorado de Bohemia-Moravia): los que habían combatido en los ejércitos de Guillermo ii durante la Gran Guerra; los que habían servido al Estado. También se internaron en este lugar los que habían demostrado un mérito excepcional: grandes médicos, investigadores, artistas… Los responsables de las comunidades judías de Berlín, Viena o Praga conservaban allí, en cierto modo, su papel dirigente, siempre bajo el control estricto de las SS. Pero no todos los que estaban internados en Terezin estaban destinados a quedarse. A partir de 1942, este lugar fue utilizado como campo de tránsito hacia lugares de asesinato en masa: el bosque de Rumbula, cerca de Riga; Treblinka, Majdanek; Auschwitz-Birkenau, etcétera. O hacia guetos como los de Minsk y Varsovia. Este libro recoge que de los 140.000 judíos que pasaron en este campo-gueto un tiempo variable, 90.000 fueron deportados más al este, hacia la muerte; 33.000 murieron en el campo de enfermedad o de hambre, y unos 30.000 sobrevivieron. Y añade que en el mismo Terezin también había barracones donde se confinaba a los evacuados. Meyer Levin lo vio con sus propios ojos, y define el panorama como «las entrañas del infierno». «Es como caminar de nuevo por Buchenwald –escribe–: los supervivientes yacían, desnudos, en el suelo o cojeaban medio muertos por los pasillos encharcados y repugnantes. El contraste es impresionante con el hospital, limpio, tranquilo y bien equipado, donde trabajaban médicos famosos de Praga, Viena o Berlín».

A principios de la década de 1970, las voces que se alzan a favor de la tesis de Meyer Levin son cada vez más numerosas. Sobre todo porque la percepción del genocidio de los judíos como un acontecimiento distinto de los demás aspectos de la criminalidad nazi tiende a generalizarse. Primero es el proceso de Adolf Eichmann en 1961; luego la difusión por televisión del serial Holocausto. Para Annette Wieviorka, el final de esta década de 1970 marca definitivamente un irreversible punto de inflexión. En Estados Unidos, el presidente Carter encargó en 1978 a Elie Wiesel la dirección de una comisión presidencial sobre la Shoah que debía diseñar un futuro memorial. El Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington fue inaugurado en 1993. «En la década de 1990 –finaliza la autora–, el combate de Meyer Levin consistente en lograr que se reconociera la identidad judía de las víctimas de Hitler se ganó. Él ya no vivió para verlo».

Éste es un ensayo divulgativo, breve y conciso, que no hace ningún tipo de rebaja a lo que fue una realidad de auténtica pesadilla.