Barry López
Sueños árticos
Capitán Swing, Madrid, 2017
536 páginas, 25.00 €
POR JULIO SERRANO

 

Hay muchos modos de definir y entender el Ártico. Este extenso océano cubierto de hielo rebosa vida y tanto los animales como las poblaciones oriundas de la región se han adaptado a las condiciones extremas. Pero para el viajero que se adentra en esta área única los desafíos son una constante. Desde las primeras exploraciones que hicieran los antepasados de los celtas del norte de Europa y de los normandos al descubrimiento de Groenlandia, atribuido popularmente a Erik el Rojo en el siglo x; de las expediciones del navegante de la época isabelina John Davis a las de Rasmussen y poco después la de Roald Amundsen, sin olvidar los múltiples relatos y diarios de exploradores, científicos, comerciantes a bordo de balleneros que buscaban nuevos lugares para la caza de grandes cetáceos, mineros o ingenieros, el paisaje ártico se despliega inabarcable y sus viajeros, vulnerables a lo desconocido como en pocas regiones del planeta. No hay una historia. El paisaje preexiste en la imaginación tejiendo la nueva relación que se establece con la tierra. El deseo, las complejidades de la pasión y de la codicia humana, y las circunstancias, cuentan un cuento nuevo cada vez. Sueños árticos (1986), del escritor y ensayista Barry López, es una reverencia al Ártico que combina la ciencia natural, la antropología, la historia, la filosofía, el periodismo, la narración de aventuras y lo poético. Es un ejercicio de observación profunda y un agradecimiento.

Barry López (1945, Port Chester, Estados Unidos) ha sido descrito como uno de los grandes escritores de la naturaleza norteamericanos, comparable al naturalista escocés John Muir o incluso a Emerson o a Thoreau. Viajero infatigable —ha recorrido cerca de ochenta países— y gran narrador. Su prosa a veces nos trae a la memoria al Melville de Moby Dick —coinciden ambos en una sed de lo inusitado, en el compendio enciclopédico de información o en la observación individualizada del animal— o a la inmersión en el paisaje de algunos de los cuentos de Stevenson, como el capítulo acerca de la complejidad de los ecosistemas árticos, de gran rigor y belleza, que comienza así: «Una tarde de invierno —de un día sin amanecer, bajo una luna que no se había puesto en seis días— me encontraba…».

Previa escritura de su obra más célebre —galardonada con el National Book Award—, López viajó durante casi cinco años como biólogo de campo por el norte de Canadá, solo y en compañía de científicos de diversa índole: arqueólogos, geólogos, ornitólogos, biólogos, etcétera. «Es preciso disponer de tiempo para alejarse del avión que a diario entra y sale del Ártico como un proyectil». Atravesó las inmensas extensiones de nieve y hielo desde el estrecho de Bering, en el oeste, hasta el estrecho de Davis, en el este. Se adentró en las sorprendentes variaciones paisajísticas que aguardan a los viajeros tenaces: los páramos desérticos de la isla de Melville; los profundos cañones del río Hood con su bronco rugido; las sombrías tinieblas por las que discurre el río Ruggles durante sesenta kilómetros de noche oscura; el glaciar de Humboldt «de gargantuesca e implacable fuerza»; o la depauperada isla de Pigok, en el mar de Beaufort. Sabía que viajar por el Ártico significa esperar y por eso lo hizo «al ritmo de los bueyes almizcleros», sin minusvalorar la importancia de una prolongada asociación con la tierra cediendo, por poner un ejemplo, a dedicar toda una tarde a desmembrar un montículo de hierbas. El explorador George de Long describió el Ártico como un lugar idóneo «para aprender a ser paciente». Todas las criaturas están allí hermanadas por el sereno —aunque atento— asistir al trascurso de largas horas sin incidencias. Los esquimales tienen una palabra para designar este tipo de paciencia profunda en estado de alerta: quinuituq.

Establecer un diálogo fructífero con algunos de estos paisajes tiene dificultades que abarcan, por ejemplo, el vencer los prejuicios que los define como primitivos, duros y paganos. En López predomina una mirada que se esfuerza por no interpretar erróneamente lo que encuentra a su paso. Prudente y dueño de cierta moderación —la del que ha dado un paso atrás en el convencimiento de la primacía del hombre sobre el mundo animal—, atiende con curioso entusiasmo a las singularidades de los organismos árticos a los que respeta. Enemigo de la síntesis y de la generalización —coincide con la cultura nunamiut, o «gentes de la tierra», en la tendencia a huir de afirmaciones abstractas—, prefiere atender a lo concreto. López busca diferenciar, sabe la importancia del matiz, habilidad nada desdeñable para una buena narración y de vital importancia para la supervivencia en según qué latitudes. En un paisaje que prefiere a las gentes curtidas y prácticas, el temperamento de López tiene cabida. No obstante, nos cuenta su experiencia de biólogo sin renunciar a configurar una narración en la que los sueños y la imaginación tienen algo que decir. Especialmente atento a las distorsiones del imaginario sobre las observaciones realizadas sobre el terreno, el hombre de ciencia que es incluye las impresiones metafóricas que explican el paisaje ártico de un modo más amplio que el reflejado exclusivamente en términos científicos.

Barry López es un erudito consciente de cuánto se le escapa —lamenta no conocer la lengua indígena, indispensable para desvincular el paisaje de su anonimato, o no ser capaz de diferenciar en suficiente medida—, pero su esfuerzo por desigualar es un empeño por aguzar los sentidos. Su escritura atenta, detenida, precisa, supone un esfuerzo por captar las variaciones de un paisaje aparentemente monocorde, un lugar en el que a veces pareciese que se «desfonda el mundo». Frente a una primera impresión de paisaje yermo y desolado, la abundancia y precisión de detalles biológicos que aporta es sorprendente. Su rango de intereses comprende la biología, la historia, las manifestaciones artísticas —con especial atención a la cultura dorset, cuyas tallas están asociadas a la magia chamánica, y Thule—, las sucesivas expediciones árticas, la geografía, el modo de vida y los distintos procesos mentales que observó en los esquimales, los fenómenos del cielo ártico y los espejismos que aparecen sobre el mar, así como los diarios, biografías de exploradores o los problemas más alarmantes que amenazan al Ártico a día de hoy. Su amplitud de conocimientos, que incluye una inusitada capacidad para evitar la tendencia a ver en los animales seres estandarizados de comportamiento predecible, hace de Sueños árticos un libro perdurable, valioso. Una mente precisa y poliédrica que escribe desde la conciencia y la prudencia de saber «que nadie puede contar la totalidad de la historia».

En sano equilibrio entre el saber y el saber que se ignora, Barry López se interroga constantemente: sobre las muestras de paisaje que recoge en sus incursiones y luego estudia en su cabaña, sobre la deuda que como especie tenemos contraída con la capacidad de nuestra inteligencia, sobre las similitudes entre un animal y otro, sobre dónde termina uno y dónde empieza el otro —pues el vínculo, el de depredación, por ejemplo, los entrelaza— o sobre la analogía entre animal y paisaje y la indisociabilidad entre ambos. Preguntas complejas que lo llevan a consideraciones no tan distantes a las que han atendido, en el mundo subatómico, personas como Heisenberg, Schrödinger o Paul Dirac. ¿Dónde comienza uno y dónde termina el otro? Preguntarse por un narval acaba conduciendo a preguntarse por las complejidades de la vida —recuerden Moby Dick—, y tanto la filosofía natural como la física subatómica conducen a interrogantes emparentados de los cuales no es fácil salir airoso.

«Aquí el tiempo, igual que la luz, es un animal de paso». Leer Sueños árticos invita a caminar hacia atrás, si no hacia la semilla, al menos hasta cierta inocencia propia de la infancia con respecto al mundo. Nos sitúa en un estado previo al de las certezas. ¿Que el sol sale por el este y se pone por el oeste? Es un sinsentido en el Ártico. ¿Que el día tiene un amanecer, una tarde y un ocaso? Otra convención. La luz, un animal de paso. Las vastas cordilleras que resultan reales al espectador más sensato, fatas morganas. Mirar de nuevo. Los esquimales —a los que no idealiza, pero a los que presta una atenta escucha— nos llaman «el pueblo que cambia la naturaleza». Más prudentes en las definiciones que han hecho de sí mismos, no se consideran totalmente diferenciados del mundo animal y piensan de nosotros que hemos roto en demasía nuestra intimidad con la tierra. Observando las grandes ciudades no hay duda de esta separación, que, en opinión de López, está vinculada a la sensación de aislamiento y soledad característica de nuestra cultura. Por otra parte, los esquimales, a diferencia de nosotros, sienten más temor. Su plena aceptación «de la violencia y la tragedia que encierra la naturaleza» los lleva a integrar los sucesos inesperados, cataclísmicos, con el devenir de la vida. A la pregunta de Knud Rasmussen, el explorador polar y antropólogo groenlandés, acerca de sus creencias a un chamán esquimal éste le contestó: «Nosotros no creemos. Tememos». Quizá por eso poseen la cualidad de nuannaarpoq, que López define como «una extravagante satisfacción por el hecho de estar vivos».

La última frase, «Me sentía lleno de agradecimiento por cuanto había visto», cierra un libro de sabiduría sin pretensión, digno, valioso.