Andrea Pitzer
Una larga noche. Historia global de los campos de concentración
La Esfera de los Libros, Madrid, 2018
528 páginas, 34.90 €
Hay un personaje en la novela Archipiélagos (Tusquets, 2015), de Abilio Estévez, a la que se le mueren los dos hijos jimaguas, de consunción, secos por dentro, en medio de fiebres, durante la reconcentración de Weyler, en Jaruco, Cuba, a finales del siglo xix. Se llama Filita y vaga como si Dios «le hubiera concedido la recompensa de ser una víctima».
«La viruela y el beriberi liquidan a los reconcentrados con suprema facilidad», apunta Pedro Marqués de Armas en La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016), igualmente enfocado en ese momento en la historia cubana en el que aparecen las alambradas, las barracas, los salvoconductos y el goteo continuo de cadáveres. «Muchos se convertían en momias taciturnas», leemos.
De maneras diferentes, estos dos libros se detienen en una decisión política y militar que, según Andrea Pitzer en Una larga noche. Historia global de los campos de concentración, inaugura la secuencia de estos espacios dedicados a la reducción de civiles que parte de lo ideado por el capitán general español, Arsenio Martínez Campos, y llevado a la práctica por el general Valeriano Weyler.
En efecto, todo comienza con Weyler. Que el desarrollo de estos espacios del horror se deba a un hijo de médico que vivía fascinado por las cirugías y las autopsias, es algo que llamará la atención del lector más inadvertido. «La historia de los campos de concentración —apunta ella— parte de Cuba, se disemina como ondas concéntricas por el mundo y regresa luego a la isla: sus ecos alcanzan a los seis continentes y casi a todos los países del mundo».
Solo que Pitzer no reconoce haber leído esta teoría —que no es la única— en un libro anterior, Le siècle de camps (2000), de Joël Kotek y Pierre Rigoulot. Las cuatro veces que la autora cita este estudio, lo hace para referirse a campos instalados en Siria, Irak, España, Italia y un abanico de naciones comunistas en diferentes momentos del siglo xx.
Sin embargo, Kotek y Rigoulot ya habían señalado a la cubana como «la primera concentración masiva de una categoría de civiles en un espacio limitado y vigilado», por lo que advierten que, cuando años más tarde Europa se indigne contra los campos erigidos por los británicos durante la guerra de los bóeres, muchos recordarán «la referencia cubana» como fuente de inspiración de los británicos y como ejemplo de su inhumanidad.
«Este estudio parte de Cuba y de Sudáfrica, a finales del siglo xix —insiste Andrea Pitzer—, y cruza el planeta para regresar finalmente a las costas de la Bahía de Guantánamo un siglo después […]». Le interesa conducir al lector al relato de sus propios viajes en 2015 a la base naval estadounidense enclavada en el extremo oriental cubano y a las ramificaciones menos transparentes de la política antiterrorista de los gobiernos de Estados Unidos a partir del 11 de septiembre de 2001.
El plan de Weyler, convertido en lo adelante en paradigma del horror, no era otro que aislar a una buena parte de la población para evitar que colaboraran con los insurgentes. Por eso, al llegar a La Habana en febrero de 1896, acusa a los civiles de espiar a los españoles y de alertar a los mambises. Se imponía corregir el escenario mediante una operación quirúrgica. Su arribo respondía a una situación de Ausnahmezustand, al mismo apelativo de «estado de excepción» que dictaduras e incluso democracias han empleado en adelante para reducir, concentrar e incluso aniquilar a los indeseados.
Coincide —Pitzer lo tiene claro— con el final del siglo xix, el auge de la industrialización, el surgimiento de las armas automáticas y el invento del alambre de espino. A estas innovaciones técnicas se les sumarían el perfeccionamiento de la salud pública (en la entrada de algunos de estos primeros campos se habilitaron «puestos de desinfección» para descontaminar a los campesinos) y la eclosión del censo como herramienta de control, así como los automatismos sociales y la eficacia burocrática.
En lo adelante, Una larga noche se detendrá en la implantación de una política de «reconcentración», similar a la de Weyler, por parte de Estados Unidos en Filipinas, supuestamente para proteger a los ciudadanos de las tropelías de los insurgentes. «Es una consecuencia deplorable pero inevitable de la guerra —escribía el general J. Franklin Bell en diciembre de 1901—. Deben pagar justos por pecadores».
La autora también dedicará sus páginas a los más de ciento quince mil setecientos nacionales de raza negra que habían sido retenidos en sesenta y seis campos de concentración levantados por el Imperio británico durante la Segunda Guerra de los Bóer, en Sudáfrica, en la frontera entre el siglo xix y el xx; así como a los campos que Alemania instaló en el África Suroccidental entre 1904 y 1907, durante los levantamientos de los hereros y los nama contra el dominio colonial.
«Todos debían llevar etiquetas de metal, marcadas y numeradas; todos se hacinaban en minúsculos refugios», apunta Pitzer ante lo que considera el prolegómeno más ajustado de los Konzentrationslager que el nazismo haría célebres décadas después.
Luego la periodista se detiene en el campo de internamiento de Knockaloe, en la isla de Man, donde veintitrés mil varones extranjeros provenientes de países enemigos del Reino Unido fueron encerrados en plena Primera Guerra Mundial. «Miles de personas que no eran sospechosas de comportamientos delictivos se encontraron de repente sujetos a medidas y disciplinas militares», escribe Pitzer.
Sólo que al finalizar la contienda, no pocos gobiernos mantuvieron la filosofía de detener y recluir a civiles únicamente como un plan de «higiene social». La Primera Guerra Mundial —precisa la autora— implantó un modelo de internamiento «casi benigno» para grupos enteros de ciudadanos, visto por muchos como «un inconveniente necesario al servicio de una causa nacional».
Uno de los momentos más interesantes de este libro se produce cuando Andrea Pitzer sugiere que la creación de los campos nazis se debe a una «fantasía vengativa» que ya se dejaba ver desde la fundación de ese partido, cuando en septiembre de 1920, en la cervecería Münchner-Kindl-Keller, el futuro Führer adelantaba el plan de construir campos para enviar a los enemigos del proyecto nacionalsocialista. «En Sudáfrica, los británicos deportaron a setenta y seis mil mujeres y niños a campos de concentración», habría exclamado el orador.
¿Podría achacarse la decisión de establecer el sistema del Konzentrationslager a la supuesta obsesión de Hitler por la muerte de ciudadanos alemanes en los campos británicos en África, veinte años atrás, así como por el calvario de los suyos en campos de Francia y Reino Unido durante y después de la Primera Guerra Mundial?
El otro punto llamativo del libro está en el cuidado que, en una primera etapa, tenían los líderes nazis de que sus campos no fueran comparados con lo que ya se conocía de sus similares en la URSS. A medida que se hacía evidente la ambición de Heinrich Himmler por mantener un estado permanente de terror, en 1933, poco después de la apertura del campo de Dachau, su comandante arengaba a los prisioneros sobre los rumores que corrían en los pueblos aledaños sobre las malas condiciones del lugar. Entonces a los nazis les preocupaba la opinión pública mundial; luego ya no.
Y el tercer momento, revelador de lo que vendría después, da cuenta de la exposición itinerante titulada «El judío eterno», que a partir de noviembre de 1937 los nazis hicieron circular con imágenes y relatos, muchos de ellos inventados, sobre la supuesta depravación del pueblo judío. Al culpar a esta comunidad tanto de la falta de higiene en las ciudades como de las enfermedades, tanto del bolchevismo como del capitalismo, las largas filas estaban aseguradas y la asistencia al parecer se contó en cifras de cinco ceros.
Lo demás es conocido por muchos: gitanos, judíos, comunistas, testigos de Jehová y homosexuales dieron con sus huesos en una decena de campos que fueron modernizándose, antes de que el más alto nivel del nazismo se reuniera en Wannsee, en 1942, para aprobar la «solución final» y que la teoría de la eugenesia, tan en boga en la época, llegara a su culmen. Según Pitzer, seis millones de judíos, siete millones de civiles soviéticos, casi dos millones de polacos no judíos y cerca de doscientos mil gitanos roma y sinti fueron fusilados, ahorcados o gaseados.
Eso sí, varios de estos centros exhibían la expresión «Arbeit Macht Frei» (El trabajo los hará libres) en sus frontispicios.
Retrocedamos con Andrea Pitzer veinte años atrás, justo cuando en 1923, Lenin, Trotsky y Stalin fundaban el Campo de Interés Especial en las islas Solovetsky, en el mar Blanco. Aquí era cosa de la policía secreta hacer trabajar a los desafectos al comunismo en la agricultura y en la industria maderera, al tiempo que se les reeducaba y se rehabilitaba para regresarlos de vuelta a la sociedad. Si bien la aniquilación física del diferente no estaba en el fundamento de estos campos, el comunismo se hizo experto en la aniquilación civil.
En este punto, llama la atención cómo la prensa occidental, persuadida por la labor de propaganda de los cineastas soviéticos, es seducida por el empeño falsario de la edificación de un mundo mejor a base del trabajo abnegado. En 1936, el New York Times le dedicaba un amplísimo reportaje titulado «Domesticando el Ártico: el nuevo imperio de Rusia», al desarrollo industrial en el norte del país, con apenas «unos cuantos renglones a reconocer que eran unos “delincuentes convictos” los responsables de los trabajos ferroviarios y mineros en la nueva frontera», acota Pitzer.
Aquello era el Gulag, la colectivización forzosa, los campos de concentración soviéticos en todo su esplendor, teóricamente en vigor hasta la muerte de Stalin en 1953, allí donde, según Anne Applebaum, hubo prisioneros que hasta optaban por cortarse las manos con tal de ser deshabilitados; un sistema macabro de opresión que redujo a dieciocho millones de personas y que se cobró la vida de entre un millón y medio y tres millones de ellas.
Lo peor, según Pitzer, es que este vicio por los campos contaminó a medio planeta, y en plena Segunda Guerra Mundial no eran pocos los países que habilitaron los suyos para recluir a los extranjeros que consideraran una amenaza para la seguridad nacional. Francia reabrió los que había construido a inicios de siglo, Japón, Gran Bretaña y Canadá hicieron lo mismo junto a otra docena de países beligerantes o vinculados. En varios campos de detención ubicados en Crystal City, Texas, fueron internados ciudadanos japoneses, alemanes o italianos residentes en Estados Unidos o que este gobierno logró que fueran deportados desde América Central y Sudamérica. Pitzer estima que unos ciento veinte mil americano-nipones radicados en la Costa Oeste fueron recluidos en el Norte de California, Wyoming, Idaho, Arkansas y Utah.
Apenas esa guerra concluyó y se fijaron los banderines de la Guerra Fría, en más de una docena de países de una supuesta izquierda los campos de trabajo empezaron a ser empleados como mecanismo de control y represión. El gulag soviético devenía modelo. Así, en Checoslovaquia, dice la autora que veintidós mil personas terminaron por desafectos en la mina de uranio de Jàchymov a partir de 1948; Corea del Norte se convirtió en el gran campo que sigue siendo en la actualidad, y China creyó despegar gracias al concepto maoísta de «reforma personal mediante el trabajo» y a la vinculación de los prisioneros con la producción. Para qué exterminarlos si podían aportar eternamente con su sudor a la patria.
A estos les siguen Vietnam, cuyos detenidos debían leer textos de Marx, Lenin y Ho Chi Minh, y «confesar repetidamente todas sus faltas en público»; Camboya, donde el proyecto de utopía agraria sin clases sociales de los jemeres rojos aniquiló a casi dos millones de personas; o Cuba, un país al que Pitzer le asigna una «tradición prerrevolucionaria de campos» y en el que el naciente estado socialista inauguraba hacia 1965 unos doscientos campos de trabajos forzados bajo el eufemismo de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), por donde pasaron cerca de treinta mil desafectos, homosexuales, inconformistas, católicos, protestantes, testigos de Jehová, hippies, y apáticos a la revolución de los barbudos.
Pero, de esta isla del Caribe, lo que a Andrea Pitzer más le interesa es el uso que los gobiernos de Estados Unidos le dieron a la Base Naval de Guantánamo a partir de 2001: tanto por las condiciones físicas de las celdas «tipo perrera» del X-Ray Camp, como por lo que representa a su criterio la permanencia allí de más de un centenar de presuntos terroristas islamistas a espaldas de los procesos legales normalizados, así como por la «abrumadora» presencia de miles de empleados destinados a mantener una «maquinaria de la detención».
«En el momento en el que el Pentágono renunció al artículo cinco de la Convención de Ginebra y a la audiencia judicial —fustiga ella—, el camino de las detenciones estadounidenses en la guerra contra el terrorismo viró rápidamente y convirtió a Gitmo en un campo de concentración».
Pitzer cree además que el empleo de Guantánamo como «emplazamiento perfecto para las detenciones extrajudiciales» fue recibido por la comunidad internacional con la misma consternación que hacia 1896 generó la reconcentración de Weyler en ese mismo país. Pero sabe que los campos, «como un virus astuto, evolucionan y mutan para sobrevivir». A estos del siglo xxi y a lo que llama «la reinvención de la tortura», la periodista le dedica un buen tercio de su libro, que termina desafortunadamente demasiado escorado de ese lado.
Es de lamentar que el traductor de esta edición haya optado por usar en más de cien ocasiones el gentilicio «americano» («colonialismo americano», «ocupación americana», «ejército americano») para referirse muy erróneamente a lo concerniente a Estados Unidos.
«No debe olvidarse que América es el nombre de todo el continente y son americanos todos los que lo habitan», apunta la RAE.