Joan Fontcuberta
La furia de las imágenes: notas sobre la postfotografía
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017
272 páginas, 19.50€ (ebook 12.99€)
POR CARMEN ITAMAD

Hace ya varios años, vagabundeando por la red, me topé con un conjunto de vídeos grabados ­–aventuro­– con la única intención de bromear. Bajo aquellas imágenes, capturadas con la cámara de un teléfono móvil, parece que no subyacían mayores ambiciones técnicas, estéticas ni intelectuales. Sin embargo, su contenido se me antojó entonces, y aún se me antoja, revelador.

El presumiblemente joven autor de los vídeos había hecho creer a sus protagonistas ­–amigos en diversos lugares y situaciones de ocio nocturno: bares, establecimientos de comida rápida, salas de conciertos, etcétera­– que serían fotografiados cuando, en realidad, los grababa. En todos los clips se desplegaba un proceso análogo: los modelos-víctima adoptaban una determinada pose y permanecían congelados a la espera de un fogonazo del flash que nunca se producía; la ausencia del destello, llegado cierto punto, comenzaba a despertar inquietud y suspicacias, lo que invariablemente desembocaba en preguntas a quien se encontraba al otro lado de la cámara («¿Qué pasa?»; «¿Hay algún problema?»; «¿Estás grabando?»); a continuación, los protagonistas de la grabación tomaban conciencia de la jugarreta –bien porque lo deducían de modo autónomo, bien porque el falso fotógrafo les confesaba lo sucedido­­– y experimentaban una sensación de ridículo que amparaba un abanico de reacciones que iba de las carcajadas a las reprimendas al bromista.

Las víctimas de este experimento lúdico actuaban convencidas de que su imagen se condesaría en instantáneas que –empujados por la convención, un pacto tácito, la costumbre…– tendemos a interpretar como fotografías espontáneas, no actuadas. Cuando nos prestamos a ser retratados en el tipo de situación descrita, por lo común asumimos que todo nuestro trabajo se limita a interrumpir la acción para detenernos ante la lente y esbozar una sonrisa. Esos vídeos con los que tropecé años atrás ponen de manifiesto que la realidad resulta bastante más compleja: la actitud de los fotografiados experimentaba una rica transformación, bajo cuyo cobijo se producía el paso de la acción desenvuelta a la interpretación medida de los sujetos en aras de representarse a sí mismos.

El último ensayo de Joan Fontcuberta, La furia de las imágenes, se cimenta en la idea de que hoy en día «habitamos la imagen y la imagen nos habita» y explora desde una  «perspectiva sociológica y antropológica» cómo dicho fenómeno repercute sobre nuestras vidas. Si asumimos la premisa como cierta, lo que esos vídeos hallados por casualidad nos enseñan rebasaría lo anecdótico para erigirse en emblema de la «realidad cristalizada en imágenes» donde moramos y a través de cuyo análisis Fontcuberta nos guía con genial habilidad.

El fuerte grado de cohesión que caracteriza el trabajo de este polifacético autor («Creador, docente, crítico, comisario de exposiciones e historiador en el ámbito de la fotografía», se lee en la solapa de Galaxia Gutenberg) auspicia que el lector familiarizado con su obra reciba La furia de las imágenes como un ensayo necesario y una consecuencia lógica de la senda recorrida hasta el momento por Fontcuberta. Los textos reunidos en El beso de Judas –la primera edición de este libro data de 1997– ya cuestionaban la fe depositada en el estrecho vínculo entre fotografía y verdad que de forma generalizada, social, presuponemos y exploraban de manera incipiente cómo los desarrollos tecnológicos y el salto de lo analógico a lo digital convertían en urgente reflexionar sobre la materia. La cámara de Pandora, Premio Nacional de Ensayo en 2011, afrontaba en profundidad la cuestión de en qué se había transformado la fotografía dentro de un mundo eminentemente digitalizado. Por último, La furia de las imágenes desplaza el foco hacia la repercusión cultural y social de dicha transformación, a la vez que pone de manifiesto el apego de la reflexión de Fontcuberta al presente, su permanente actualización fruto de un interés apasionado por el ámbito fotográfico.

La pasión de Joan Fontcuberta y la validez de su discurso, capaz de ayudarnos a comprender mejor el mundo que nos rodea y no sólo valioso por funcionar desde una óptica inmanente, repercuten sobre un plano estilístico en la escritura tanto de La furia de las imágenes como de los

ensayos precedentes. En Fontcuberta no hay alarde de erudición sino un generoso interés por compartir con los lectores los vastos conocimientos atesorados sobre fotografía. Ese afán por hacernos partícipes de descubrimientos vividos desde el entusiasmo explica que el autor se aleje del corsé y los tics del academicismo. Frente a la tendencia al neologismo gratuito, el enrevesamiento terminológico o la complejidad forzada que exhiben ciertos estudios sobre cultura visual y teoría de la imagen proclives a naufragar en la autorreferencialidad, en Fontcuberta imperan la claridad expositiva y un particular talento para la écfrasis. Los abundantes ejemplos de proyectos artísticos, procedentes del ámbito periodístico o incluso pertenecientes al ámbito de la fotografía doméstica que jalonan, ilustran y apoyan el tejido argumentativo que se despliega en La furia de las imágenes se distinguen por la autosuficiencia y la voluntad de generar sentido. No importa que uno desconozca ese proyecto o imagen sobre el que está leyendo, su descripción y el pretexto por el cual se ha traído a colación colman la ausencia al tiempo que estimulan la curiosidad. En suma, acercarse a La furia de las imágenes constituye un ejercicio ameno y placentero porque su autor, sin renunciar al rigor, rehúye la gravedad impostada.

El itinerario planteado por el ensayo se abre indagando el contexto cultural e ideológico en cuyo seno se habría producido la evolución tecnológica que espoleó el nacimiento de la postfotografía, noción definida por Joan Fontcuberta como «la fotografía adaptada a nuestra vida online». Las pesquisas conducen a la identificación de una «cultura de lo superlativo» donde reinan el individualismo y la fugacidad, la confianza en el futuro se halla en crisis y la creación de sentido se descuida. Dentro de este marco tendría lugar una sobreabundancia de imágenes tan importante como para desembocar en la actual saturación visual. Un agudo Fontcuberta repara aquí en que el interrogante clave no atañe a la realidad representada y sobrerrepresentada sino a las imágenes ausentes.

Más adelante, el ensayo se explaya en la noción de postfotografía y pone de relieve cómo ese post- que abre el término ha ido parejo a cierta obsesión teórica por lo que se dejaba atrás, mientras lo que estaba por venir se descuidaba. Para el autor, el nuevo mundo en conformación se definiría por que la imagen constituye su «fibra principal», dejando así de ejercer como forma de mediación para erigirse en materia prima del presente e impulsar una revolución de magnitud semejante a la industrial, de cuyo alcance aún seríamos poco conscientes.

Tras sentar las bases referidas, Fontcuberta se entrega al análisis de la secularización definitiva de la imagen, operada por los actuales «ciudadanos-fotógrafos», y explora las consecuencias de este proceso dentro del terreno artístico en la «época de la apropiabilidad digital». Aquí el autor se demora en múltiples facetas del problema: el amateurismo y la estética de la imperfección, la maleabilidad de las identidades y la disolución de las fronteras público-privado en la red, la pérdida de potencial conmemorativo de las fotografías para devenir «puros gestos de comunicación», la primacía en el artista de las habilidades selectivas que le capacitan para rescatar y resignificar imágenes en detrimento de la pericia técnica, etcétera.

La furia de las imágenes se cierra con un excurso sobre el potencial político de la secularización de la fotografía y un colofón alusivo a la situación de sobreabundancia y saturación visual que rezuma sentido común: «Lo que está claro es que hemos perdido la soberanía sobre las imágenes, y queremos recuperarla». Ni apocalíptico ni celebratorio, ante todo este ensayo de Joan Fontcuberta se antoja sensato. Y, lo más importante, incide en nuestra capacidad de operar sobre el presente, de la que el deseo expreso en las palabras finales («queremos»), junto a la reflexión, conformaría un detonante.