Vicente Luis Mora
El sujeto boscoso: tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1978-2015)
Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2016
382 páginas, 24.00€
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

Autor de una ya extensa obra como poeta, narrador y ensayista, Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) ha destacado entre los escritores de su generación por la atención a las relaciones entre culturas escritas y visuales y a los nuevos horizontes que ofrece internet, desde su poemario Mester de cibervía (2000) hasta su novela Alba Cromm (2010), y ensayos como Pasadizos: espacios simbólicos entre arte y literatura (2008) o El lectoespectador: deslizamientos entre literatura e imagen (2012). Asimismo, Mora mantiene desde hace años un blog, Diario de lecturas, donde pretende ejercer «una crítica para el siglo 21 en tiempo real». Esta atención a la literatura más actual, especialmente a la poesía, se ha concretado finalmente en la antología poética La cuarta persona del plural (2016) y en el ensayo que nos ocupa, galardonado con el I Premio Internacional de Investigación Literaria Ángel González, y que aspira a señalar los cambios en la poetización de la identidad en la última poesía española.

Apoyado en una amplísima bibliografía, marca de la casa, Vicente Luis Mora comienza por abordar el cuestionamiento del sujeto racionalista ilustrado por parte del Romanticismo y su disolución en autores capitales de la modernidad, como Paul Valéry o Franz Kafka, para delimitar a continuación el paso del yo moderno al posmoderno, que se concretaría en aspectos como la «dispersión psíquica» provocada por los nuevos medios de comunicación de masas, cambios en la experiencia de la «tensión subjetiva inherente» que tendrían su reflejo en modificaciones en la elocución literaria. En este reflejo, para el escritor cordobés, resultaría crucial el símbolo del espejo, que ya vertebraba La literatura egódica: el sujeto narrativo a través del espejo (2013), un ensayo que complementa el actual desde la prosa de ficción. Mora desarrolla las implicaciones psicológicas y antropológicas del espejo en diversas culturas, desde la India antigua a los toltecas, algo coherente (pese a que su objetivo sea la poesía española), pues –como declara el autor– su «punto psicoanalítico de partida es Jung». Esto condicionará, para bien y para mal, su indagación tanto como la centralidad del espejo y del mito de Narciso, que le hacen dar, por ejemplo, gran importancia al motivo de los «cafés con espejos», del cual, como es previsible, todos los ejemplos mencionados pueden imbricarse con la llamada poesía de la experiencia. Mora trata a continuación las variantes del espejo en la obra de Gamoneda como lugar de construcción de la identidad a través de la memoria, como espacio onírico en Javier Vela o Graciela Baquero o como puerta hacia otros mundos –a lo Lewis Carroll– presente en Leopoldo María Panero, Aníbal Núñez o Fernando Merlo en virtud de su dimensión alucinógena, pero también en la poesía neosurrealista de José Luis Rey. El autor se detiene algo más en el motivo del espejo roto como imagen de la disgregación identitaria y, en general, en la visión del rostro reflejado desde García Lorca –que iba «tropezando con mi rostro distinto de cada día», mirándose en los cristales de Manhattan–. También trae a colación «el legado de Pessoa» en el uso de heterónimos por parte de algunos poetas españoles, entre los cuales se echa en falta a Julio César Galán, cuyos heterónimos Luis Yarza, Pablo Gaudet y Jimena Alba tienen una producción poética que supera cuantitativamente la publicada bajo su nombre propio. En cambio, Vicente Luis Mora presta especial atención a la obra de Ángel Cerviño por la «radical autoconciencia» de que hace gala, siendo, de hecho, una poesía que es a la vez autorreseña, glosa continua de lo enunciado, en un autoanálisis que, bajo los preceptos lacanianos compartidos por el autor gallego, tiene un sentido terapéutico. De manera lógica se aborda el tratamiento del mito de Narciso en la lírica contemporánea, desde Valente y Lezama Lima a Carvajal y González Iglesias, aunque, para Mora, en los últimos poetas el espejo de Narciso devuelve «la imagen cóncava de un esperpento» incapaz de suscitar enamoramiento alguno. En su afán de exhaustividad, se incluye también el motivo de la metamorfosis como otra imagen de la crisis identitaria, desde Fonollosa a Fernández Mallo. Con todo, pese a la brillantez mostrada en el análisis de algunas poéticas que aún no han obtenido el reconocimiento merecido, la renuncia de Mora a la no por manida menos orientadora división entre una poesía figurativa, realista y otras poéticas de mayor apertura hacia lo visionario y el cuestionamiento del lenguaje acaba produciendo denominadores comunes tan eclécticos como las diferencias tipológicas que se postulan.

Mora se apoya en la idea de tensión inherente de Žižek para analizar dialógicamente la lucha dentro de la unidad del sujeto que se reflejaría en los poetas considerados. Dicha tensión se concretaría en una clasificación de nada menos que trece tipos derivados de ciertas metáforas axiales, de los que sin ser exhaustivo podrían citarse: el yo líquido, imbricado con las tesis de Bauman sobre nuestra modernidad, paradigma de la falta de solidez del yo actual y que tendría un subtipo, el yo inquilino, presente, por ejemplo, en Ernesto García López con un carácter más político aunque igualmente maleable; el yo histórico, manifiesto cuando el poeta se observa irónicamente a través de la lente del tiempo; el yo sociológico, presente en poetas como Jorge Riechmann, que enfatiza el lugar de pertenencia social desde el que se enuncia el poema; el yo vacío, para el que sigue de cerca el ensayo El sujeto vacío (2000) de Jenaro Talens y dentro del cual diferencia al sujeto-ausente y al más radical sujeto-hueco, en el que, como en El caballero inexistente de Calvino, el poeta sería consciente de que, como expresó Rafael Cadenas, «nuestro centro es una nada a cuyo rededor nos construimos» y que en Chantal Maillard o Jesús Aguado, por su arraigamiento en filosofías orientales, expresaría una constatación ya no desgarrada; el yo dramático, favorecido por la poesía de la experiencia y que constata el distanciamiento de un yo visto como personaje; el yo prisionero de sus límites, que recupera el antiguo dualismo ontológico desde una perspectiva arreligiosa, como en Eduardo Moga; el yo ajeno que se mira a sí mismo en tercera persona y con rechazo, desde el célebre poema «Ajeno» de Claudio Rodríguez a las versiones de Álvaro Valverde o Álvaro Salvador; o el cercano yo intruso que, como en Rubén Martín, se siente dentro de sí saboteando la percepción o el lenguaje o, en Javier Rodríguez Marcos, manipula la memoria.

Vicente Luis Mora aborda también la espinosa cuestión de la existencia de una «subjetividad femenina» diferenciada con afirmaciones tan cuestionables como la de que «para los varones la desintegración subjetiva suele ser filosófica, para las mujeres suele ser existencial» y sosteniendo una percepción más emotiva, a pesar de su intelectualización, en las poetas, de las que escoge especialmente a Concha García y Olvido García Valdés. Pese a que el autor cordobés resalte la ejemplaridad de la autoconciencia en muchas líricas españolas, la compartimentación aparte de este sujeto femenino no puede hacer sino relegarlo a una posición secundaria, que ya quedó patente en el hecho de que su mencionada antología La cuarta persona del plural sólo incluyera a cinco mujeres entre los veintidós autores seleccionados.

El motivo del espejo enlaza con el del doble, que ocupa la parte certera y central del libro y que recoge lo que es, en efecto, un mito existente en prácticamente cada cultura, desde el psicopompo hasta el William Wilson de Edgar Allan Poe, pasando por el ángel de la guarda, que filósofos como Peter Sloterdijk o Thomas Macho, basándose en estudios científicos, relacionan con la memoria prenatal, intrauterina, de nuestra relación con la placenta. Este tema del otro aparece de forma bastante convencional en la llamada poesía de la experiencia, a la cual Vicente Luis Mora dedica un largo excurso destinado a poner en solfa sus endebles bases teóricas y el proceso por el cual derivó en muchos autores hacia una retórica de tópicos previsibles. De modo más interesante aparece en los poetas que tematizan la extrañeza ante el desdoblamiento en el mundo virtual, como en la poesía de Javier Moreno, o en la escisión entre varias representaciones como poeta, en el caso de Joan de la Vega. También se relaciona con el motivo de la sombra, cuya importancia en la poesía actual se atestigua con una enumeración excesiva de citas (casi siete páginas) y del que los desarrollos más extensos aparecen en poemarios como El libro de las sombras (1986), de José María Parreño, y Una sombra que pasa (1996), de Diego Doncel. No se deja de tocar el recurso a la construcción de personajes en poesía, aunque hubiera sido más lógico engarzarlo (para delimitarlo frente a éste) con el tema de los heterónimos.

Pero la actitud más radical sería la de lo que se califica como la notredad, la voluntad de aniquilación del yo, a veces como paso previo a una revitalización –como la crisálida muerta para dar paso a la mariposa–, a veces como atracción del abismo, con Empédocles, Mallarmé y el Ulises que declaró llamarse «Nadie» como manes tutelares. Mora relaciona con la famosa crisis de los cuarenta el quicio en el que ciertos poetas, de Cernuda a Costafreda, rompieron con su identidad lírica anterior y repara en el empeño de poemarios como Carretera, de José Luis Amaro, o Quién, la realidad, de Federico Gallego Ripoll, pero también en poetas como Peyrou y Cerviño, con su aspiración a una «elipsis casi absoluta del sujeto», la culminación de un proceso por el cual la poesía ha dejado de indagar tanto en el lenguaje como tal para centrarse en el análisis del sujeto elocutorio, lo que justificaría la importancia otorgada al espejo.

El libro de Mora, ciertamente valioso, es por otra parte sintomático de la absorción del género del ensayo por la monografía de investigación, colonización o depredación, muy extendida en el panorama literario español, con esa obligación que parecen sentir nuestros escritores de apoyarse a cada párrafo en un arsenal de autoridades para presentar su visión sobre cualquier tema. Desde El poema envenenado (2008) de Alberto Santamaría a El libro tachado (2014) de Patricio Pron hay toda una serie de títulos en los que quizás la posteridad deplorará el excesivo prurito de citar –superado en países de mayor tradición ensayística–, que repercute innecesariamente en el ritmo de lectura y en la originalidad del libro, en este caso despojado, por el excesivo apuntalamiento bibliográfico, de la fuerza imaginativa que muestra el estilo de Vicente Luis Mora en los comentarios y las críticas literarias de su blog. Con todo, El sujeto boscoso aparece como una de las tentativas más ambiciosas de interpretación (si no la que más) del ecosistema poético actual en nuestro país. Siempre atento a que los árboles no le impidan ver el bosque, pero, más importante, a que el bosque de la generalización no difumine la originalidad de cada árbol, de cada obra poética, Vicente Luis Mora nos ofrece un panorama que habrá que tener en cuenta y que sería deseable ensanchar con las distintas perspectivas que, del otro lado del Atlántico, nos ofrecen otras literaturas en español.