Este año la Real Academia de España en Roma celebra su ciento cincuenta cumpleaños. Hablemos, pues, de eso: de historia. De números. 1873. En efecto, ciento cincuenta años. Dos repúblicas, cuatro reyes, un dictador, una guerra civil, y en ese tiempo más de un millar de becarios. Cuarenta y cinco escritores. Entre ellos, estoy yo. En 2016 tuve el privilegio de habitar las cuatro paredes de la habitación 20 -he aquí más números-. Pero para contar lo que vi o sentí en la Academia es mejor no hablar de esa epidermis de la realidad que son los años y las fechas, que poco o nada nos dicen de la experiencia. Los escritores tendemos a creer que la realidad está hecha de otra cosa: no de cifras, sino de historias
Hablemos, pues, de historias. Estoy pensando en una en particular, que escuché en la Academia muchas veces, contada de muchas formas distintas. Supongo que eso significa que la historia es falsa, o mejor aún, que es verdadera del modo oblicuo en que pueden ser verdaderas las leyendas. Ni siquiera estoy seguro de cuándo ocurrió. Pongamos que a principios de siglo XX. Había entonces, cuenta la leyenda, un becario -un pensionado, como los llamaban por aquella época- que se resistía a marcharse aunque hacía mucho tiempo que había expirado su plazo de beca. El director de la Academia le tuvo paciencia y le dejó quedarse todavía otro año más, pero el año pasó y el tipo -digamos que era pintor-, el pintor, no se marchaba. Al fin hubo que echarle por la fuerza, y ponerle con sus cuadros y sus pinceles en un tren rumbo a España. Y cuenta la leyenda que el pintor, viendo quedar atrás los muros de la que había sido su casa, prefirió arrojarse del tren en marcha. Murió, claro -los trenes no circulaban muy rápido entonces, pero supongo que para las intenciones del suicida era una velocidad más que suficiente-. La moraleja de la historia que los becarios nos contábamos unos a otros era precisamente ésta: aquí se está tan bien que es preferible morir a volver a casa.
¿Exagerábamos? Exagerábamos, claro. A todos mis compañeros, a los veintiséis residentes de la promoción de 2016-2017, nos tocaría abandonar Roma antes o después, y hasta donde sé todos seguimos felizmente vivos. Pero precisamente porque hemos disfrutado de la misma experiencia podemos valorar la magnitud del regalo que la Academia hace cada año, y también sabemos lo traumático que puede ser regresar a nuestra vida donde la dejamos. Para un creador es algo parecido a un sueño habitar un lugar en el que no tienes que preocuparte de nada que no sea tu arte; un tiempo que no está gobernado por la rutina o por la logística y que por tanto te pertenece por completo. Durante un año los becarios pasamos a formar parte de una familia provisional de fotógrafos, de pintores, de músicos, de investigadores, de cineastas; profesiones en cierto modo extrañas pero al mismo tiempo secretamente emparentadas. Es imposible vivir un año en un entorno semejante y que esa influencia no te penetre de algún modo; que tu obra no se contagie de ese virus benéfico que es la obra y la mirada de los otros. Pero todo eso acaba en algún momento. Un día esa familia que has construido, con sus pequeñas manías, con sus intimidades y su memoria compartida, tiene que disolverse para dejar espacio a otra generación de becarios. Conozco, conocemos bien esa sensación: el vacío que queda después de descolgar la última percha, cerrar la maleta y escuchar el rumor de sus ruedines sobre las baldosas del claustro. Por eso estoy seguro de que no soy el único que años después todavía recuerda la historia del becario que no quería marcharse, y al recordarla no puede evitar pensar en su propia experiencia romana.
¿Qué puedo contar sobre eso, sobre mi experiencia romana? Lo más sincero que puedo decir es esto: por lo que a mí respecta, no fue un buen año. Y conste que eso no fue culpa de la Academia. A veces las becas no nos llegan en el momento adecuado. A veces conseguimos las mejores condiciones para escribir precisamente el año en que no sabemos qué escribir; o por las razones más estúpidas y más humanas cometemos el sacrilegio de ser infelices en un lugar que estaba hecho para nosotros. Ése fue mi caso. Y sin embargo ahora, seis años más tarde, mi año romano se convierte en una pieza fundamental y luminosa de los progresos que vendrían después. Apenas escribí nada que mereciera la pena, pero fue paseando por el claustro y por los jardines de la Academia cuando me visitaron por primera vez las ideas de las que serían mis siguientes novelas, Ni siquiera los muertos y Lo demás es aire. Todo lo que escribiría en los años siguientes, todo lo que he llegado a saber sobre el mundo, se fraguó de alguna manera ahí, en lo alto del Gianicolo. No me recuerdo sociable, y sin embargo quedan los buenos amigos, y con ellos los proyectos comunes de los que estoy tan orgulloso, como el libro de artista La Natividad que escribí con el pintor Santiago Ydáñez o el libro de fotografía Tiempo cero, con el fotógrafo David Jiménez. No fui feliz, decía, y sin embargo cuántos recuerdos de felicidad y plenitud: días bebiendo aperol spritz o contemplando las pinturas de mis compañeros en sus estudios o visitando el Panteón o tomando el sol en la playa de Ostia; noches leyendo en la biblioteca de la Academia y más tarde fumándome un último cigarrillo desde la altura contemplativa de la azotea.
A veces cometemos el error de juzgar las residencias artísticas por sus resultados inmediatos: por ese libro o esa película que llevará el logotipo de la institución. Pero el valor de una beca no está ahí, me parece, o al menos no sólo ahí. Una beca es ante todo un generador de experiencias; un parteluz que aspira a transformar la vida y la obra del artista para siempre. Eso hizo la Academia de España conmigo, y por eso sólo tengo palabras de gratitud. Puede que no fuera el mejor año de mi vida, pero en Roma se pusieron los cimientos para que lo fueran los siguientes.