Tomás González
Primero estaba el mar
Sexto Piso
176 páginas
¿Qué fue primero? ¿La selva? ¿El mar? En realidad, lo primero fue la fantasía. La idea de que uno puede ser distinto con solo mudarse a un paisaje idílico. A eso aspiran J. y Elena cuando deciden cambiar las comodidades de la vida urbana por una destartalada finca de unas doscientas hectáreas, enclavada entre el Mar Caribe y la selva exhuberante. Con esta premisa comienza Primero estaba el mar, la novela con que Tomás González debutó en el panorama literario de Colombia en 1983, la cual Editorial Sexto Piso rescata este año para los lectores españoles.
J. y Elena lo tienen todo para lograr su propósito: cien hectáreas de potreros; tierra fértil para las semillas, cuando el tiempo es bueno; abundante pesca bajo la lluvia; madera para explotar cuando llega la sequía; más tarde tienen una bodega para estirar el dinero de los préstamos —o intentarlo, al menos—. Y tienen también los préstamos, claro, que renuevan y renuevan—o eso intentan, al menos—. J. tiene el proyecto de un libro y Elena, una máquina de coser. Sin embargo, antes del término del año el tedio y los problemas los llevan al aislamiento y la desgracia.
Es Elena la que primero experimenta la enorme soledad del individuo frente a la naturaleza. «La visión del mar oscurecido le oprimía el corazón; la multitud de arroyitos embarrados que bajaban de la montaña y enfangaban los alrededores le daban ganas de llorar», escribe el autor colombiano, entremezclando la descripción del ambiente con la dramatización del personaje, que se entrega al hastío y a la melancolía cuando llega la temporada de lluvias —que en el Caribe llamamos invierno—. «El inmenso mango en el patio, que en verano se levantaba como un rey, se veía ahora apabullado y empequeñecido por el agua», continúa: «Todas las cosas que miraba, los perros, las vacas quietas, las palmeras vencidas, el agua misma del mar, tenían expresión sombría». En el fraseo de pasajes como este demuestra su rica capacidad de expresión, a través de escasas palabras.
Lo anterior apunta hacia un rasgo consciente de su estilo narrativo que apela a lo lírico, como apunta el mismo autor en las escasas entrevistas que ha concedido. González publicó en 1997 un poemario titulado Manglares, al cual fue añadiendo poemas durante veinte años, y reeditó en cuatro ocasiones, la más reciente en 2018. En verso o prosa, su lenguaje sintético, hermoso en su sencillez y cargado de significado, como en la cita de donde sale el título de la novela: «Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El mar era la madre. La madre no era le gente ni cosa alguna».
Aunado lo poético, que es la marca de toda la obra de González, un atino específico en Primero estaba el mar es el uso del punto de vista en tercera persona limitada, que alterna las perspectivas de J. o de Elena. Ocasionalmente, el narrador da el salto al omnisciente para adelantar detalles del argumento; por eso, los lectores sabemos temprano en la novela que terminará en tragedia..
Volver íntimo lo criollo.
La caracterización melancólica del entorno no solo se cuela en la presentación del personaje de Elena, a quien la intensa sensación de aislamiento rodeada de la naturaleza indómita le causa una honda impresión, como demuestra el pasaje antes citado. También hace mella en ella la hostilidad latente de las personas a su alrededor: los trabajadores de la finca, los habitantes del cacerío cercano y, en general, los naturales del lugar a donde acaba de mudarse. Por eso debe refugiarse en J., un hombre que ni la comprende ni hace el esfuerzo. «Él podía siempre mostrarse aparentemente cariñoso y tolerante, pero —y esto Elena lo sentía muy bien— se mantenía en realidad lejano, indiferente», reflexiona el personaje: «Esa actitud la sulfuraba, por su puesto, pero tal como estaban las cosas no tenía más remedio que aguantarse. Al menos eso intentó mientras pudo».
Porque también J. tiene problemas con el entorno; en su caso, el humano. Sus relaciones con los trabajadores de la finca son esquivas, más allá del recelo comprensible entre empleadores y asalariados. Con frecuencia no sabe cómo comportarse. A veces se acerca demasiado, como cuando sale de juerga con el lanchero Julito o toma como amante a la mujer de Juan, el tendero; otras lejana, como cuando el mayordomo Octavio decide, sin consultarlo con nadie, quitar una cerca que Elena había puesto en la playa y él casi ni se inmuta. Un caso especial es el de los trabajadores del aserradero. «A pesar de su buena voluntad, a pesar de que trató siempre de no despreciarlos, la verdad es que a J. nunca terminó de gustarle esa gente», escribe González, a mitad de la novela, cuando el rumbo de la utopía ha comenzado a torcerse: «Cierto cinismo ingenuo, cierta marrulla torpe en sus relaciones con el patrón, lo exasperaban. Además, era un hecho que robaban cuando podían, buscaban enredar las cuentas —con él y entre ellos mismos— y hacían del desacato sistemático una cuestión no de defensa, sino de principio».
El gran valor de la novela se asocia al estilo elegante de González para establecer situaciones con lo mínimo. En lugar de perder tiempo describiendo complejas tragedias internas de una tempestuosa relación de pareja, a riesgo de caer en el melodrama, el autor prefiere apelar a un tema universal: el ser humano frente a la inmensidad del entorno, proyectar la tempestad íntima en el paisaje.
Los personajes de Elena y J. tienen las mimbres de héroes clásicos. La novela retoma el arquetipo narrativo del ser humano enfrentado al ambiente, que es común en las novelas de aventuras de todas las tradiciones literarias, desde los tiempos del mito de Jasón y los argonautas. Por eso, Primero el mar es una historia entrañable desde las primeras páginas: la conocemos muy bien. La diferencia fundamental es que el viaje de los protagonistas aquí comienza a finales del siglo pasado en Envigado, la ciudad al sur de Medellín donde hasta ese momento la pareja había llevado una vida «desordenada e intensa» y encuentra sus principales desafíos después de un viaje a casi cuatrocientos kilómetros al norte, en la costa del Mar Caribe. Pero esos desafíos, aunque la peripecia del argumento los presente como la necesidad de remontar dificultades externas, en realidad, se trata de dificultades internas. Por más asfixiantes que sean las circunstancias, no son los potreros, la siembra, la pesca, la explotación maderera, la bodega ni la preocupación de cómo pagar los préstamos; ni siquiera el libro interminable de J. o la máquina de coser rota, lo que vence a los protagonistas son ellos mismos, sus expectativas infladas y la falta de interés real del uno por el otro.
Al terminar de leer Primero estaba el mar, recordé la imagen del tremedal con que Rómulo Gallegos cierra Doña Bárbara. Antes de salir para siempre de la vida del protagonista, el personaje que da nombre a la novela se detiene a observar qué pasa en el casi siempre tranquilo terreno pantanoso medio cubierto de césped donde abundan patos, cotúas y garzas. De pronto, las aves acuáticas alternan momentos de frenética actividad con pausas de silencio angustioso, lo que interesa a Doña Bárbara. Al borde del tremedal, una joven res se debate con una culebra, de la que apenas se nota su cabeza sobresaliente. El esfuerzo desesperado de la res, que al final se entrega a su infausto destino, emula el de tantos personajes trágicos en la historia de la literatura sudamericana, desde que el movimiento criollista se convirtiera en un asunto narrativo fundamental el choque y frecuente fracaso entre los impulsos «civilizatorios» de la humanidad y la indómita naturaleza, a principios del siglo pasado. Aunque la mezcla de realismo y simbolismo de González me hiciera recordar al principio las obras de Horacio Quiroga —que ha entrado al canon como representante del modernismo, demostrando lo arbitrarias que las etiquetas literarias pueden ser—, creo que sería un interesante ejercicio pensar en Primero estaba el mar como una actualización desde lo íntimo y lo psicológico de los héroes trágicos sacrificados al tremedal.
Una sincronía maravillosa ha hecho que después de cuarentiún años de publicada por primera vez en Colombia, Primero estaba el mar se reedite en España justo cuando se conmemora el centenario de la publicación de La vorágine, del también colombiano José Eustasio Rivera. A la odisea de Arturo Cova a través de la selva amazónica se la lee como antecedente de la literatura ecológica tan importante ahora, debido a su denuncia contra la violencia, el racismo y las desigualdades sociales. Sin embargo, La vorágine es, principalmente, la lucha de una pareja contra las circunstancias hostiles: las personas que les rodean y la selva dentro de la cual deciden huír. Visto de esa manera, se puede decir que Tomás González actualiza el legado del criollismo sin los trazos grandilocuentes de los autores del pasado, concentrándose en cómo esta lucha con el exterior configura lo interior.