Emilia Pardo Bazán
El encaje roto. Antología de cuentos de violencia contra las mujeres
Edición y prólogo de Cristina Patiño Eirín
Contraseña editorial, Zaragoza, 2018
288 páginas, 16.00 €
POR SARA MESA

 

En «Apólogo», uno de los cuentos que componen la antología El encaje roto, Laura, una joven cantante de opereta, escapa de una muerte segura a manos de su novio. Él, atormentado por los celos, le ha pedido que tras la boda deje el escenario, porque «a tu marido pertenecerás y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oír tu canto y ver desatada esa cabellera». Ella no accede, transformándose ante los ojos del agraviado en «una enemiga mortal» a quien hay que destruir para preservar el orgullo y honor masculinos. Laura se salva huyendo a San Petersburgo. No es entonces la suya una salvación completa: el exilio, el desarraigo, serán en su caso las consecuencias de la violencia machista, el precio que deberá pagar para mantenerse viva.

«Apólogo» no es el cuento más representativo del volumen, dado que en la mayoría de ellos las mujeres no escapan de la muerte o la violencia física como consigue hacerlo Laura, pero es significativo en tanto que alude al problema de la presencia pública de las mujeres, cuyo cuestionamiento en la época también padeció la misma Emilia Pardo Bazán. Como explica su biógrafa Isabel Burdiel, la escritora gallega tuvo los privilegios de un hombre —debido a su origen aristocrático y al liberalismo de sus padres— pero también estuvo al margen por su condición femenina: esta dualidad, este «mirar doble» en palabras de Burdiel, definirá sin duda toda su obra.

A finales del xix y principios del xx, la práctica de las artes y la literatura por parte de las mujeres estaba permitida y hasta bien vista en las clases altas —el canto, la poesía…—, pero se trataba de actividades desarrolladas en el ámbito privado y doméstico que, en muchos casos, se abandonaban tras el matrimonio. La mujer con aficiones artísticas debía ser delicada, distinguida, discreta y carente de ambición. Frente a esta pauta, una mujer tenaz y apasionada como Pardo Bazán, que escribía en prensa, participaba en debates y tertulias literarias, conquistaba a numerosos lectores con novelas «de dudosa moralidad» y aspiraba al mismo reconocimiento público que el que obtienen los hombres, llegó a ser catalogada de marisabidilla, marimacho e indecente, entre otras muchas cosas. Pardo Bazán no padeció pobreza ni violencia física, pudo separarse de su marido José Quiroga —y además amistosamente— tras el escándalo de la publicación de La cuestión palpitante (1882), gozó de libertad para tener cuantos amantes quiso, nadie la amenazó con quitarle o dañar a su hijos. Sin embargo, es innegable que también sufrió el profundo machismo de su época, como también lo es que los ataques que recibió —de increíble mal gusto por parte de escritores como Clarín o Valera— no lograron arredrarla lo más mínimo. Su fortaleza y determinación eran tan imbatibles como su convencimiento de que el avance histórico llevaría, irremediablemente, a la igualdad de los sexos: la fruta no estaba madura, pero era cuestión de tiempo. Pardo Bazán tradujo al español La esclavitud femenina (1869) de John Stuart Mill y La mujer y el socialismo (1904) de August Bebel, dos títulos fundamentales y ya canónicos sobre la emancipación de la mujer cuyo optimismo compartía: «Mi fe en esta transformación futura es tan grande y completa, que a veces la creo ya sucedida, y me considero la única persona viva entre una muchedumbre de muertos, porque los que me rodean y desconocen la luz que ya brilla en el porvenir, pertenecen al pasado: moralmente no existen».

Aunque su solicitud de entrada en la Real Academia Española fue rechazada hasta tres veces, Pardo Bazán mantuvo la dignidad de no contestar a los ataques de algunos académicos, postulándose como «candidata eterna». «Por el ansia de llamar la atención es capaz de bailar en cueros vivos en la Puerta del Sol», sentenció José María de Pereda. «Su trasero no cabría en los sillones», dijo Juan Valera. Como escribió en una de las Cartas a Tula, dirigidas a su admirada Gertrudis Gómez de Avellaneda —también rechazada por los académicos—, «en las tertulias de hombres solos no hay nada más fastidiosito que una señora». Otros cuestionamientos más sutiles tuvieron que ver con la crítica literaria, teñida en muchos casos de paternalismo y, en otros, de insinuaciones de plagio, como sucedió con el crítico Francisco de Icaza, que afirmó que «los libros de la señora Pardo Bazán, aunque sean hijos suyos, tienen padre» pues «vulgariza las ideas y los juicios expresados por Zola». Por su parte, Menéndez Pelayo, con condescendencia, sentenció que «la tal señora escribe bien, y, si tuviese independencia y originalidad como tiene de estilo, sería una gran cosa», aunque más adelante la acusó de tener «el gusto más depravado de la Tierra, se va a ciegas detrás de todo lo que reluce, no discierne lo bueno de lo malo». Incluso el mismo Zola, homenajeado en los ensayos de La cuestión palpitante, afirmó que es «un libro muy bien hecho, de fogosa polémica: no parece libro de señora; aquellas páginas no han podido escribirse en el tocador», incidiendo en la imagen estereotipada de los llamados «libros de señora».

Como recuerda Isabel Burdiel, la autora de novelas tan centrales en la narrativa europea del xix como Los Pazos de Ulloa (1886) o La madre naturaleza (1887) se quejaba de que su carrera literaria, sobre todo en los inicios, fue como «andar en las dunas», porque «fuerzas invisibles me hacían retroceder», y que su avance sólo fue posible conquistando territorio «palmo a palmo». Es significativo que estas fuerzas sean catalogadas de «invisibles»: las prohibiciones, vetos, violencias, desprecios, no siempre fueron tan explícitos como los insultos y descalificaciones, pero también actuaban de fondo. Todo esto, sumado a su consideración de la literatura como instrumento de análisis social, su defensa del naturalismo no determinista y su amplio conocimiento de la naturaleza humana, la llevaron a escribir sobre la violencia que padecían las mujeres en su tiempo. Por otro lado, su visión global de este fenómeno como «feminista radical» —tal como ella misma se definió— hace que sus historias trasciendan el relato de lo truculento —asesinatos, palizas, crímenes mal llamados pasionales— para convertirse en denuncia de las estructuras ideológicas que sostienen estas violencias —las leyes, las relaciones familiares, las costumbres y mentalidades de la sociedad en su conjunto, el concepto del amor como posesión y dominación de la mujer, etcétera—.

En el camino entre la implicitud y la explicitud, entre la amenaza y el crimen, la represión y la paliza, se encuentran los cuentos de El encaje roto, seleccionados y prologados por Cristina Patiño. Son sólo treinta y cinco de los más de seiscientos cincuenta que escribió, y no son los únicos en los que se abordan las relaciones entre hombres y mujeres, pero están particularmente centrados en la representación de la violencia, ofreciendo un muestrario tan diverso como terrorífico. Escritos entre 1883 y 1922, en ellos aparecen víctimas diferentes y verdugos diferentes, procedentes de todas las clases sociales. Como expresa Patiño en el interesante prólogo del volumen, «despliegan, con la urgencia que Emilia Pardo Bazán les imprimió en la bisagra de los dos siglos que le tocó vivir, un haz de oposición sexual y un envés de diferencia que inscribe feminidad».

Los celos aparecen como leitmotiv, a menudo con fin sangriento, como en «La puñalada» («También los palomos serán capaces de barbaridades si otros le festejan la hembra», se excusa el asesino). Otras veces, las víctimas son las hijas, cuyos padres controlan y hasta apalean, como sucede en «Las medias rojas», o son repudiadas y expulsadas de la casa, como en «Tío Terrones» («El pardillo se había creído grande, fuerte, una especie de monarca doméstico, de absoluto poder y patriarcales atribuciones», describe una irónica voz narrativa). La crueldad se extiende al sistema judicial, que obliga a una mujer a vivir con su marido asesino tras recibir el indulto («Sale bastante barato dar muerte a una mujer», dijo Pardo Bazán denunciando la impunidad). No se deja de lado la complicidad cruel de otras mujeres (en «En el pueblo» se cuenta cómo humillan, en connivencia con los hombres, a una forastera), aunque también hay muestras de sororidad («El indulto» o «Casi artista» son buenos ejemplos). A través de algunos personajes, se exponen argumentaciones socialmente aceptadas que justifican los crímenes («Que la matase allá en su alcoba, malo será, pero nadie tie que meterse; para eso era su señora. En mi cara… era cosa de avergonzarme», en «Sin pasión») o la imposición de una vida de encierro y apariencia, condensada en el refrán «La mujer de bien, ni ha de oler mal, ni ha de oler bien». Espeluznante, y creíble, es la historia de «Leliña», una discapacitada mental a la que alguien deja embarazada y que se convierte en objeto de rechazo y de burla por parte de todo un pueblo. Resulta también muy interesante la aproximación a la sexualidad femenina frustrada en «La novia fiel», sobre una chica de pueblo que espera impaciente su boda mientras el novio, en la ciudad, estudia, se labra un futuro y disfruta de otras prebendas, aprobadas incluso por el cura («Mientras está soltero…. Habrá tenido esos entretenimientos… Pero usted…»).

En casi todos los cuentos hay una trama visible y otras tantas que subyacen como una red de fondo: la violencia que se hereda de madres a hijas, la intransigencia de la comunidad ante quien se sale del esquema previsto, el avance de los varones jóvenes mientras ellas, las chicas, quedan atrapadas en la convención. Es un acierto que el cuento que da título al conjunto sea «El encaje roto», una pieza magnífica acerca de la historia de una muchacha que, en el último momento, dice no en el altar tras la revelación accidental del carácter iracundo de su novio. Su negación a la boda es una afirmación por la propia vida, por la independencia. Su negación a la boda es también la negación a la sumisión, a la doma, toda una declaración de intenciones que, evidentemente, Pardo Bazán hace suya.

Estos cuentos, de gran valor literario e histórico, despliegan también una dimensión sociológica innegable. En ellos puede rastrearse en las mentalidades de verdugos, víctimas y la comunidad que los acoge y hace posible la violencia machista. Pero no sólo eso. Buceando en las raíces de la perversa ideología que establece las relaciones entre hombres y mujeres, descubrimos cuántos flecos de su pensamiento permanecen vivos. El libro sirve entonces de diagnóstico y guía, de recordatorio y aviso. Su denuncia, expuesta en el pasado, sigue teniendo validez en el presente.