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Javier Moscoso
Promesas incumplidas
Una historia política de las pasiones
Taurus, Madrid, 2017
351 páginas, 22.90 € (10.99 €)
POR BLAS MATAMORO

 

El hombre, animal sentimental, tiene sentido —lo que acontece en su inmanencia, su interioridad— y afecto: aquello que siente por algo que le viene de fuera, que lo afecta. Ambas son experiencias únicas porque acontecen dentro de los límites corporales. Como únicas, el lenguaje, que sólo maneja generalidades, no las puede expresar. Tampoco son inteligibles, porque de lo único no hay ciencia. Estas muestras de lo inefable, como corresponde al hombre, animal locuaz, vienen haciendo hablar y escribir que da gusto en los más recientes milenios.

Tal doble afinidad de nuestra vida afectiva ha movido a Moscoso a investigar lo que se ha dicho a propósito de las pasiones, eso que todos sentimos, pero no podemos designar cabalmente. Tiene en cuenta lo propuesto por Norbert Elias en El proceso de la civilización: lo que caracteriza las civilizaciones es una peculiar manera de aludir a los afectos, un vocabulario y unos giros permitidos —los demás están prohibidos y, según suele ocurrir, rompen las costuras del buen decir—, en síntesis: una retórica del corazón.

La tarea es ingente, el material abrumador, las huellas se confunden. Se corre el riesgo de escribir un libro de tal densidad informativa que su lectura sea su peor enemigo. No es el caso de Moscoso, ya ducho y sabio en la fascinante experiencia de la historia monotemática con su Historia cultural del dolor. Es una disciplina que está ganando felizmente terreno y recupera el placer que produce leer a los historiadores clásicos, el placer de recibir narraciones. Y ello a pesar de los terribles contextos donde transcurren las escenas: cárceles, galeras, manicomios, hospitales.

Ante todo, conviene acotar el terreno para evitar una dispersión incontrolable. El libro se apoya, sobre todo, en fuentes francesas e insiste en el proceso que lleva de la Ilustración al positivismo, pasando por la decisiva experiencia romántica. La Ilustración estudia las pasiones, pero sin dejar de considerarlas peligrosas. Los románticos otorgan al sentimiento un carácter de saber, dado que el sujeto que siente actúa como tal y, en ese sentido —valga el eco—, produce un objeto que resulta, a la postre, cognoscible. Luego, la ciencia de la historia positivista —cuya episteme cuestiona Moscoso, pues de lo contrario le bloquearía el paso— envía a las ciencias naturales para medir los excesos por medio de la antropología criminal y la criminología.

Con prosa directa y trámite fluido, el autor nos pasea por los distintos campos abordados: la demencia, el igualitarismo, la ambición, el amor, más los problemas teóricos que acaloran a los filósofos desde la Antigüedad y la inevitable secuela moral del hombre, que todo lo moraliza, incluso la propia desmoralización, la siniestra seducción del mal envuelto en lo adorable de la pasión.

Es cierto que la materia se presta al relato, mas es necesario no sólo saber contar, sino separar el trigo de la paja y distinguir lo hondo de lo superfluo y lo auténtico de lo apócrifo. Y aquí es donde Moscoso hila más fino porque identifica al veraz y al mendaz, al falsario y el auténtico, aparte de tener que lidiar con lo que nuestros antepasados tuvieron por científico y hoy se nos aparece como fantástico, o lo que juzgaron pertinente y hoy nos sorprende como absurdo. Sin olvidar preguntarse por qué miente el mentiroso y si la mentira no es la manera enmascarada y oblicua de decir la verdad de algo deseable, pero que está prohibido o no se alcanza a nombrar con la palabra convincente.

El fondo estructural del libro es la epistemología de la pasión, o sea, las disciplinas que la abordaron, su casuística y su doctrina, sus paradigmas, normas y anomalías, y lo más interesante del texto: las zonas grises y confusas donde el apasionamiento del científico o el legislador se estremecía al considerar al estremecido apasionado. En efecto, una misma pasión pudo ser considerada buena o mala por el moralista, sana o demente por el alienista, conducta inocua o delito por el penalista y, conforme a la diversidad de enfoques, tratada con los más variopintos recursos de la medicina y el derecho penal de cada época.

A veces, la exposición de documentos guardados en un hospicio o una prisión valen como ocurrencias de un novelista, así como los novelistas —Balzac y Stendhal en justo protagonismo— nos ayudan a entender lo que supuestamente entendieron nuestros antepasados sobre el enjambre de su/nuestra vida pasional. Incluso la apertura y el cierre del texto se ocupan de un informe psiquiátrico de aparente y grande exactitud que resulta ser una invención del galeno que lo suscribe. Aunque nada de todo eso deja de ser historia porque el pasado ha pasado de largo y sólo subsisten de él un manojo de cuentos a los que debemos desbrozar desde nuestra propia noción de verosimilitud.

La elección del dúo Balzac-Stendhal no es azarosa. No se trata de una extraña pareja, sino todo lo contrario. Ambos son románticos por su concepción orgánica de la sociedad, pero se expiden con un lenguaje realista. En efecto, abundan en datos sobre la realidad vivida, se documentan sobre lugares y acontecimientos, ahondan su observación sobre la conducta, las costumbres y hasta gestos y ademanes para construir psicologías, bajo la apariencia de hacer crítica moral y social. Se interesan por la alta dirigencia de la sociedad, aunque también por los márgenes e incluso por los bajos fondos, dado que todos son miembros del mismo organismo. Por esa equivalencia de caminos, tanto en lo alto como en lo bajo, la pasión aparece y es exaltada como el estado más humano del animal humano, hasta tocar las fronteras del delito y la enajenación.

En esta frontera, el autor insiste en dicha categoría: enajenarse, extrañarse, volverse lo radicalmente otro. Crear la sinonimia entre el loco y el enajenado lleva a un interrogante crucial para la condición humana. Alienarse es perderla, pero por paradoja, hacerlo exaltando la propia condición. El delirante que se cree Dios, el enamorado que sacraliza a la amada hasta matarla por celotipia para que nadie se la arrebate, el ambicioso que desata una guerra para colocar su escudo de armas más allá de una frontera, todos cumplen con sublimes pasiones: la fe religiosa, el amor, el patriotismo. ¿Es la virtud convertida en demencia una de las esencias de lo humano? Ya los griegos consideraban la poesía y el amor como divinas locuras.

Justamente, el más sugestivo planteamiento del libro es la descripción de esos territorios de tránsito y mixtura, esas tierras de nadie en que los hombres, a fuerza de humanizarse, dejan de ser humanos, acaso porque sólo el hombre es capaz de deshumanizarse, como alguna vez apuntó Octavio Paz. Un animal o una planta jamás se enajenan, pues tienen una obediencia sostenida al código de su identidad. El hombre, en cambio, ejerce su libertad hasta cambiar su código de libertades y así pasan las cosas en la historia.

Se llega de tal modo a lo que Moscoso juzga la importancia política de las pasiones porque, siendo resistentes a la consideración objetiva, resultan, sin embargo, motor de la conducta humana. Dicho más apretadamente: las pasiones hacen historia, aunque no nos dejen penetrar en la individual intimidad de sus portadores. Las revoluciones son pasionales como lo son las guerras y la más pasional de las pasiones, tensa y fría, duradera y empecinada: la promesa de una paz perpetua, un equilibrio definitivo y una asociación aseadamente benigna entre los hombres. Es lo que llama el escritor «promesa incumplida», y que bien podría ser una de las incontables definiciones de la historia humana, la historia de un animal deseante, el objeto de cuyo deseo es utópico y carece de realización, aunque moviliza todas sus realidades, es decir, sus realizaciones. Lo incumplible de la promesa es lo que torna histórica nuestra existencia, el ir siendo humanos, hasta, a menudo, demasiado humanos. Nuestros fracasos son la prueba de nuestra productividad como animales históricos. La historia, define Moscoso, es «una forma melancólica de la memoria». No la mera cronología —ahora quien define es Balzac—, que es la historia de los necios. Acaso la novela, esa historia privada de las naciones donde la escena pasional halla su vestimenta y su desnudez, su casa y su intemperie. Con elogiable criterio, Moscoso le concede su crédito.

Historiadores como él se ocupan de una suerte de genealogía de lo singular —la pasión, como queda dicho, siempre lo es— que pone en aprieto a cualquier dogmatismo de escuela. Los materiales que deja la historia, cosas que sus vientos llevan y traen, no están estructurados y sólo un buen narrador puede darles lo que les falta. No hay más historia en la historia que la que pongamos en ella ni más razón que no sea la que le ofrezcamos de nuestra cosecha. De lo contrario, su proliferación anecdótica es el insensato cuento ruidoso y furioso del idiota shakespeareano, al cual es fácil tachar de loco, incluso arriesgándonos al contagio.

Entre vehementes y delirantes, los personajes que Moscoso hace desfilar con un loable sentido del orden —indispensable para examinar el desorden de las conductas y las mentalidades— se muestran propicios al interés, pero, asimismo, al ultraje y la humillación. Napoleón Bonaparte merece una reverencia mitológica, la admiración por lo heroico, al tiempo que numerosos orates lo toman como ejemplo.

Hay una dialéctica que se va perfilando lenta y seguramente en el texto: las culturas propician la retórica de las pasiones, aunque son, a su vez, resultado de dichas pasiones, es decir, que se erigen en sujetos de lo que encarnan —nunca mejor dicha esta carnadura— a la vez que en objetos de lo que consideran como objeto de estudio. La doble significación de la palabra «sujeto» es pertinente: agente del saber y tema del saber. Por eso la emplea Montaigne: «Je suis moi-même le sujet de mon livre». De ahí la importancia que tiene partir con un manojo de casos intuidos como significantes y no desde conformaciones teóricas abstractas y por rellenar con labores de casuista. Es cierto que todo hecho es ya teoría, como quiere Goethe, mas porque el teorizar es inevitable al discurrir, dado que nombramos siempre generalidades, pero, en cualquier caso, sin destronar la primacía del evento. El historiador lo estructura a partir de los datos que selecciona y ordena, y así no sólo compone la narración, sino la teoría y la epistemología de la narración. Pues «La distancia que se abre entre el presente y el pasado hace imposible una captación y descripción literal del acontecimiento vivido» (p. 290).

Cabe admitir que Moscoso tiene las cualidades del buen historiador porque es un buen lector de literatura a la vez que un paciente y laborioso hurgador de papeles viejos, a sabiendas de que son los restos de un edificio destruido por los vendavales del tiempo y que sólo se puede reconstruir con una estricta vena imaginativa. Más aún: con una acendrada sensatez si se trata de ocuparse con las locuras de nuestra apasionada especie.

Golo Mann cuenta que se hizo historiador leyendo a Tácito y a Schiller, aparte de vivir en una familia donde todos escribían, desde la bisabuela hasta el bisnieto. Tal vez también se pueda hacer recorriendo, por ejemplo, a Balzac y a Stendhal, a los moralistas del Barroco que fundaron sin querer la moderna psicología, a Giambattista Vico que inventó la scienza nuova, a los psiquiatras que razonaron moralmente partiendo de la demencia y a los dementes como el pintor Van Gogh, el escritor Nerval, el músico Alkan y el pensador Nietzsche, que produjeron inevitables capítulos de nuestra cultura. ¿Cuál cultura? La que intenta escribir con la retórica del corazón. El coeur: sentido de la inmanencia y afecto del recuerdo.