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Javier Calvo
El fantasma en el libro. La vida en un mundo de traducciones
Seix Barral, Barcelona, 2016
192 páginas, 17.50 €
POR WILFRIDO H. CORRAL

 

 

Casi todo literato, lo reconozca o no, se mueve en un mundo de traducciones, por impulso profesional, amenidad, limitaciones lingüísticas o diligencia; y, por defecto, detecta reciclaje en las quejas de que no se aprecia debidamente el descomunal trabajo del traductor, encima mal o no pagado, aun cuando la traducción producida sea muy rentable. Son gimoteos justos, parte de verdades omnipresentes en artículos, reseñas o notas para un público general o la profesión. Pero cuando se discute la situación sotto voce casi siempre conlleva un sentido de culpabilidad, por expresarlo demasiado tarde o por no superar tópicos o venias. Las deliberaciones académicas más extensas sobre el tema suelen ser teorizantes, apuntando al mismo efecto e importancia: un reconocimiento tenue en un mundillo reducido. Así seguimos, y no se ha resuelto nada.

El perspicaz y vivaz El fantasma en el libro. La vida en un mundo de traducciones (Barcelona, Seix Barral, 2016) de Javier Calvo, que no extrañamente refleja su título el parecer haber pasado desapercibido a pesar del reconocimiento profesional de su autor, no pretende solucionar la desatención a su dedicación o hacer un ajuste de cuentas. Más bien, quiere establecer puentes precisos de conocimiento, con erudición sensata y un sentido histórico de los desarrollos pertinentes, numerosos ejemplos, e incluso anécdotas substanciosas. Consciente de que no se explican diferencias con infinitas discusiones sobre teoría versus práctica, Calvo opta por esta última, avalado por creadores que a la vez tradujeron, entre otros Aira (como Borges, presencia activa en sus cavilaciones), Cortázar y Paz, sin olvidar al trilingüe aficionado a los juegos de palabras Nabokov (Calvo nos recuerda que el ruso no leía traducciones, porque no confiaba en ellas), aunque dejando a un lado a Marías. Si Calvo concluye prefiriendo traducciones generadas fuera del sistema editorial (en que él mismo se ha encontrado) es porque aquellas están en «en las antípodas de las fantraducciones exprés de los best sellers de fantasía».

Como reconocen el subtítulo del libro y repetidos comentarios o salidas de Aira, traducir es una existencia y manera de vivir; y una plusvalía de la traducción lucrativa es que se aprende de ella por la experiencia adquirida, no por las razones que les importan a las editoriales, sino por el conocimiento que se puede desprender de las consecuencias de un trabajo hecho a veces a regañadientes. Si esos ejes tienen varios subtextos desconocidos, Calvo los traduce debidamente en «Ayer», primera parte de su relato; y hay otras manivelas (por las complejidades temporales inherentes) en «Hoy y mañana», segunda parte de su historia. En ambos segmentos fluyen oportunamente análisis, cavilaciones, datos, deducciones, dificultades, estadísticas, frustraciones, hechos desconocidos, referencias, traducciones (poéticas en el capítulo 2, «Un monte de Darién», de la primera parte) y, sobre todo, la problemática del gremio que como ensayista discute abiertamente.

Si para esa colectividad se reconocen los giros culturales de la traductología, teniendo en cuenta este exhaustivo y ecuménico estudio, inquieta más la ética ocupacional. Traductor, entre otros, de Coetzee, DeLillo, Foster Wallace y de la novela más reciente de Rushdie, Calvo sabe bien que los teóricos no se afeitan con la navaja de Ockham, así que estudios recientes de ambiciosa extensión como el de Andrés Claro, Las vasijas quebradas. Cuatro variaciones sobre «la tarea del traductor» (2012) y sus fugas derridianas respecto a la autobiografía, no le vienen al caso. ¿Cuál es el alcance de ese tipo de análisis? No se sabe más allá de algunos recintos universitarios. Un traductor más preocupado por la exactitud de sus versiones habitualmente no se ocupa de indagar qué teoría le ayudará más, ni tampoco los lectores comunes o más avezados. No obstante, el novelista argentino Rodrigo Fresán reseña aquella novela de Rushdie sin ni siquiera aludir a su traducción o su valor. Como The Golden House se publicó casi al mismo tiempo que su traducción al español valdría saber si el reseñador sopesó original y copia, porque banaliza la lectura con aseveraciones como «una trama con sorpresas a la vuelta de casi cada página» y concluye que es una «súper-novela», luego de aludir al carácter repetitivo de la narrativa de Rushdie. Hubiera sido más productivo ocuparse de por qué el alusivo título inglés se convirtió en el más directo La decadencia de Nerón Golden, que transfiere sutilmente la carga semántica al nombre propio.

Calvo, más ducho en esos vaivenes, trae a colación numerosos ejemplos similares al que acabo de mencionar. Despega desde lo que más le preocupa: la invisibilidad del traductor, noción explicitada en un libro e ideas del estadounidense Lawrence Venuti, traductor éste del italiano al inglés, incluido el argentino Juan Rodolfo Wilcock (que decidió publicar en italiano, a la vez que traducía al español del inglés e italiano). Sin el impulso profesoral de corregir Calvo afirma sensatamente que «para entender el desencuentro de muchas décadas entre españoles e hispanoamericanos en materia de traducción literaria hace falta un poco de historia», y la provee con gran concisión y conocimiento de causa (133-151). De ahí procede al fondo del problema: que no hay ninguna forma de español que sea «normal», y «todas sonarán extraño en alguna otra parte del planeta o incluso del mismo continente».

Si en el más extenso capítulo 4 de la primera parte, «Un mundo de traducciones», Calvo se ocupa ampliamente de las relaciones iberoamericanas respecto a su labor, abogando por un futuro libre de estándares (142-143), se puede echar de menos que no se refiera a las reflexiones de Suzanne Jill Levine (The Subversive Scribe. Translating Latin American Fiction, 1991), Rabassa (If This Be Treason: Translation and its Discontents. A Memoir, 2005) y Edith Grossman (Why Translation Matters, 2010) sobre su ocupación, cuando esos tres traductores fueron responsables de traducir al grueso del boom y otros autores posteriores no menos importantes. Las de Levine, por ejemplo, tienen el mérito de explicar la traducción como un esfuerzo colaborativo, con escritores que no siempre conocían la lengua inglesa a las que se traducía su obra, y aunque la traducibilidad ha aumentado, esa mejora no ha significado que hoy haya más autores iberoamericanos comprobablemente bilingües, por lo menos de español-inglés. La ausencia, tal vez, se deba a que es habitual hablar de traducciones al inglés, no al español.

Hace casi tres lustros, en esta misma revista («Carta de Estados Unidos: Los comisarios lingüísticos estadounidenses y el bilingüismo» [Cuadernos Hispanoamericanos, 647 (mayo, 2004), 117-123] me referí a cómo se comenzó a vender y legitimar el bilingüismo y multiculturalismo del tipo auspiciado y alentado por las traducciones de autores «latinounidenses» (el término es de Ambrosio Fornet), traslaciones que por lo general todavía dejan mucho que desear. Si Calvo se expresa acerca de algunos de esos desencuentros, también vale tener en mente, además de su valor literario real, el destiempo de recepción ocasionado por la traducción de autores canonizados casi espontáneamente, como he pormenorizado en Bolaño traducido: nueva literatura mundial (2012). Calvo está de acuerdo con la noción de que en el mundo actual la traducción puede ser un arma crítica contra la globalización, porque «Hay indicios, además, para pensar que ésta puede ser la dirección del futuro. Particularmente a partir del cambio de siglo, las capitales culturales de Iberoamérica han ido desarrollando una efervescente escena de editoriales independientes o alternativas». Creo que lo mismo se puede decir de España, con la diferencia de que algunas editoriales argentinas o mexicanas de ese tipo parecen sobrevivir más.

Ante los testimonios que existen se sigue sin saber por qué los traductores han asumido la aparente invisibilidad que Calvo trae a colación. No es arriesgado creer que algo tiene que ver con la noción de que no son los «autores» de la obra traducida, con su aparente modestia, o con decisiones editoriales (aunque si el traductor ya es famoso le hacen sobresalir). Pero, como se desprende de El fantasma en el libro y sus escasos antecesores, el reconocimiento tiene que comenzar en casa, y eso beneficia a todos, aunque cualquier cambio que ocasionen Calvo y sus colegas no llegará lo suficientemente pronto, o con la ecuanimidad esperada. Históricamente el traductor no parece preocuparse, como hace más de un crítico conocido, de que no se le mencione en algún estudio que sólo leerán, tal vez, los de su gremio. El llamado y misión del que traduce es ser el fantasma que permite acceder a otros mundos, por fantasmagóricos o reales que sean, tachándose más que borrándose del habla y lenguaje del otro. Una traba es que para detectar esos pasos hay que verdaderamente saber y seguir aprendiendo, e idealmente haber vivido en por lo menos dos lenguas y culturas, no sólo académicamente. Extrañamente, ante la profusión de métodos de aprendizaje rápidos esa mínima competencia es menos y menos comprobable para los que llevan décadas viviéndola.

Para Calvo, el dominio del inglés es comprensible, y si cree viable que se perciba esa situación como una forma encubierta o no tan tapada de imperialismo cultural, advierte que «Lo que distinguiría el dominio del inglés de un imperialismo lingüístico manifiesto es básicamente que el inglés no se nos impone como tal», especificando que «Lo que hay hoy en día es un dominio cultural por medio de la traducción», y añadiendo que «de lo que estamos hablando en realidad es de un darwinismo económico». Vale. Pero la precisión que hay que hacer es quién lee y quién puede comprar traducciones, sobre todo en las antiguas colonias, incluso considerando las estimaciones y subterfugios editoriales. Con lujo de detalles sobre decisiones, tarifas de traducción y lo afín, el resto del cuarto capítulo se ocupa de los vaivenes españoles del campo, anotando que «Lo normal en una traducción hecha en España es que su editor neutralice todos los rasgos regionales y orales». Esa pretensión de neutralidad sigue siendo problemática, y si Calvo se refiere al editor de Anagrama y su opinión sobre las traducciones nada neutras del inglés coloquial, valga otra visión.

El autor mexicano Vicente Leñero publicó una nota titulada «Los traductores gilipollas de Jorge Herralde» [Revista de la Universidad de México, 76 (junio, 2010), 101], en que le llama la atención al editor por la celeridad (la traducción de algunos clásicos contemporáneos debería toma más tiempo que escribir el original) que causa graves errores en las traducciones de autores de lengua inglesa contemporáneos, en ese caso Auster. Ese apremio es imposible para el inglés «impuro» del dominicano-americano Junot Díaz. Calvo se refiere a los problemas de traducir el bilingüismo nominal (no escribe en su lengua materna) de Díaz al español (146-148), explicando que, después de todo, la traducción crea relaciones individuales y sociales, más que consideraciones lingüísticas exactas sobre qué pasa exactamente cuando se traduce, en particular cuando la llamada nueva literatura mundial se da en comunidades multilingüísticas como la neoyorquina de Díaz.

La tendencia teórica académica actual es ocuparse de la intraducibilidad como hecho positivo y fuente de desprovincialización del canon (así Emily Apter en Against World Literature. On the Politics of Untranslatability, 2013), junto al interés casi siempre comercial por traducir obras que atraigan a un gran público, según un fiable artículo de Maribel Marín en Babelia [1.292 (27 de agosto de 2016)]. Una editora argentina le dice a Marín «No creemos en los idiomas neutros que uniformizan y pagan matices, pero evitamos los localismos innecesarios». Acto seguido, Marín relata que se escogió a la novelista cubana Wendy Guerra para dar un sabor caribeño a la traducción al español de Breve historia de siete asesinatos del jamaicano Marlon James, aparentemente porque su dialecto inglés requiere «una intervención de una caribeña dentro de un libro también caribeño». Esto dice más sobre los otros traductores y el problema del español neutro (examinado claramente por Calvo, 138-142) que sobre Guerra u otros caribeños con mayor trayectoria que ella.

El quinto y último capítulo, «Harry Potter, traductor» es una enardecida discusión de los avatares actuales de la traducción y su tecnicismos, una crítica muy bien argumentada y documentada de las «fantraducciones» que mencioné, y del mundo de Google Translate y crowdsourcing que para Calvo está «en las antípodas de los traductores literarios profesionales, que basamos nuestra experiencia profesional en nociones como el oficio o la veteranía» (énfasis míos). Esa postura le lleva a explorar la relación entre la figura del traductor y la del escritor, concluyendo que «Obviamente, la desprofesionalización de la traducción literaria va en contra de esa identidad entre traductor y escritor». En ese sentido, habría sido cautivadora una discusión de los momentos banales de los comentarios de Aira sobre la ocupación, aun teniendo en cuenta si lo que asevera es serio o parte de la figura de autor que sigue construyendo.

Hacia el final del tercer capítulo, «El fantasma maleducado», Calvo dice «por supuesto, nada de todo esto estaba en los originales que fusiló y malversó», refiriéndose a la traducción de Edward Fitzgerald de las Rubaiyat de Omar Jayam, a su vez fuente de enigmas para Borges. Esa frase encarna la libertad del traductor, o una falta de respeto al original y al público que no puede o teme constatar la exactitud de una traducción. Pero también es emblemática del sentido de responsabilidad y circunspección que Calvo demuestra desde la introducción de su libro, en la que recuerda que se escribe muy poco sobre ese arte, añadiendo que al hacerlo él intenta evitar el «efecto queja», y precisa qué es el fantasma de su título: básicamente el traductor que no se traiciona a sí mismo. Desde ahí despega hacia un tema en que tampoco se piensa: la censura que puede conducir a la muerte, amenaza que sigue afectando a los traductores. Es entonces que, luego de hablar de la censura franquista, el «mundo» adquiere dimensiones mayores, y Calvo lo interpreta con autoridad y minuciosidad.

Con Calvo y El fantasma en el libro al fin uno se puede convencer de que no hay nada fantasmagórico en el quehacer del traductor literario, sólo esfuerzo y preparación, mostrando que la traducción no está condenada a la inestabilidad, y es mucho más que un asilo literario o éxito comercial para autores y obras. Paralelamente, hay buenas señales de que los que toman las palabras de otros quieren fijar las suyas, hastiados del tópico de que la traducción es una traición, como es el caso reciente de Marta Rebón y su En la ciudad líquida (2018), que toma las ciudades (con fotografías como ayuda memoria) como vértebra para situar los atajos y el nomadismo de la traducción de clásicos contemporáneos rusos y franceses. No menos hacen Alejandro Zambra en la tercera parte de Tema libre (2018; edición española, 2019), o Kate Briggs en su polémico y barthesiano This Little Art (2017). Como en Calvo, a la larga se trata de una ética profesional, que como otras no puede dar cuenta de todas las alternativas que ofrece nuestra lengua española a otras, pero sí de la esperanza en que al fin se haga visible la nada fácil vida de los traductores.