Alberto de la Rocha
Los años radicales
Galaxia Gutenberg
270 páginas
Al comienzo de esta novela tiene lugar una inquietante conversación telefónica entre el veterano protagonista y una niña de trece años. Ágil y certero, el diálogo perturba a ese adulto que, asombrado ante la desenvoltura de la joven, acaba con el sordo auricular en la mano. Ella ya ha cortado la comunicación y él enciende un cigarrillo. Tal vez sea hora, piensa, de hacerse un autorretrato.
Simultáneamente, la novela sume al personaje en una frágil maraña retrospectiva y establece sus propias coordenadas estéticas, pues acabamos de saber que el protagonista, pintor para más señas, acaba de recibir el prestigioso galardón que entrega cada año en Oviedo, en el Teatro Campoamor, la heredera al trono de España. Da comienzo de este modo un viaje por la geografía familiar y la trayectoria humana y artística del pintor maldito Eduardo Muñoz, a través del cual accederemos al esquivo vórtice cultural de la dizque Movida. Pero, sobre todo, nos internaremos en las más oscuras entretelas del pintor, pues Los años radicales se integra de forma cabal en la ancha tradición de la novela de artista.
Cumple, entonces, recordar que es característico de este género el esfuerzo por definir la posición del artista en el seno de su sociedad, razón por la que el desarrollo de este tipo de novelas vehiculó desde el principio las tensiones del proceso de autonomización del arte y del artista en la sociedad burguesa, es decir, cobró un notable auge durante el siglo XIX: La obra maestra desconocida de Honoré de Balzac, A contrapelo de J-K Huysmans, o El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde son algunas de sus manifestaciones más renombradas. A lo largo de todo el siglo XX este género proliferó en autores de distintas literaturas, desde Croacia, donde Miroslav Krleža publicó El retorno de Filip Latinovicz, a Estados Unidos, entre cuyos cultivadores cumpliría citar al William Gaddis de Los reconocimientos. En España, ejemplos paradigmáticos de este tipo de narraciones fueron La Quimera (1905) de Emilia Pardo Bazán o La maja desnuda (1906) de Vicente Blasco Ibáñez, por citar algunas con las que se inauguró el siglo XX, cuando asimismo surgió la variante de la novela de artista de vanguardia y aun de las biografías de pintores imaginarios, entre cuyos principales cultivadores se encontraron Max Aub y, ya en el siglo XXI, Ricardo Menéndez Salmón o Vicente Luis Mora, este último, por cierto, galardonado con el mismo Premio Málaga de Novela con el que se ha alzado Los años radicales.
De toda esta tradición Los años radicales hereda no sólo la inevitable contraposición del artista a la figura del burgués, sino un genuino afán psicologista para describir la vocación del personaje y un diverso entramado de acciones y episodios. Cabe entonces subrayar que no es la primera vez que Alberto de la Rocha sitúa a un creador en el centro de sus novelas; sus personajes, de hecho, suelen definirse por hallarse en trance de conquistar o reconstruir su propio sentido. En el caso particular de Los años radicales, la novela constituye el verdadero autorretrato que se propone pintar Eduardo Muñoz, la cual cobra la forma de un tríptico.
Dividida en tres partes, la narración aborda en la primera de ellas el trazado del linaje personal y creativo del pintor. Poco a poco, el lector averigua episodios fundamentales de la vida de Eduardo, que en muchos casos se asimilan a los motivos legendarios que suelen encerrar este tipo de narraciones: la casa natal (asturiana), el abandono del hogar familiar, la juventud como vector afiebrado de las fuerzas del destino, la amenaza del fracaso y la impostura o, incluso, una suerte de mutación de las relaciones entre maestro y alumno a propósito de Raphael Mengs, el gran campeón español y europeo del gusto neoclásico. Si Mengs reclamó la llegada a Madrid de Goya para pintar cartones, la presencia en la casa familiar del retrato de un antepasado supuestamente pintado por Mengs propicia una serie de correspondencias a lo largo del itinerario de Eduardo Muñoz: el fatídico peso de la genética y las ocultas prefiguraciones del destino, aunque también el viaje iniciático a Madrid, donde Eduardo se matricula en Bellas Artes mientras sus padres lo imaginan estudiando Arquitectura. Allí, la cuota de herencia familiar menos desdeñable (el dinero que recibe de un tío, el apartamento propiedad de los padres en el que se instala) favorecen el despliegue de su trabajo artístico, al tiempo que se somete al voltaje de una época marcada por la ubicuidad de la droga, en especial de la heroína, que llega a empapar “hasta la última célula” del protagonista de Los años radicales.
La segunda parte de la novela profundiza en el ejercicio retrospectivo llevado a cabo por Eduardo Muñoz y, sobre todo, le imprime un valioso e inopinado impulso a la trama, pues si bien el recorrido por los hitos esenciales de la vida de Eduardo resulta ameno y significativo, este se galvaniza por la presencia de Sara, una estudiante que trabaja en una tesis doctoral sobre la obra de Eduardo. De repente, por medio de esta sutil y muy eficaz traslación, la novela adquiere nuevas y sugerentes connotaciones. En la costa almeriense, la ambigua relación que entablan Sara y Eduardo ilumina nuevas facetas de la personalidad del pintor. Y, sobre todo, obliga a Eduardo a enfrentarse a episodios de su vida que parecían enterrados bajo un doloroso manto de culpa, heroína y aturdido malditismo. Allí, bajo la recalentada atmósfera veraniega, Sara y Eduardo alternan sesiones de trabajo y capciosas interlocuciones mediante las que se entrelazan sus respectivas –y desordenadas, como todas– trayectorias. Poco a poco, una cicatriz que recorre la pierna derecha de Sara se carga de un magnético simbolismo durante los días almerienses: la fascinación que la herida ejerce en Eduardo se convierte en el agente provocador del desvelamiento de todas las cicatrices interiores que pespuntean el alma del pintor. Al cabo, este capítulo central compone un perspicaz baile de máscaras personales, una suerte de performance que, al mismo tiempo, subraya las densas servidumbres que la vocación artística impuso al propio Eduardo y a su hermana, cuya desgraciada muerte ocupa uno de los principales ángulos muertos de la memoria del pintor. Este capítulo es también central desde el punto de vista de la industria literaria del autor, ya que brinda un magnífico ejemplo de su logrado pulso narrativo y su experta dosificación de los elementos de la trama.
Tras esto, la novela vuelve a avanzar y Eduardo abunda en los pormenores de su recaída en la heroína, su vida en Praga y su etapa de mayor éxito artístico. Quedan pocas semanas para la entrega del premio y Eduardo se encuentra más desconcertado que nunca, presto para llevar a cabo una regresión para la que el autor se reserva uno de los pasajes de mayor espesor lingüístico y simbólico. A Eduardo siguen acechándolo los mismos fantasmas, tal vez ahora más que nunca. Su sombra se ha hecho más densa, en ningún caso se ha aclarado. Con estimable nervio narrativo, el autor lo ha conducido hasta los confines de su propia existencia y ha logrado elevar una pregunta relevante: ¿cuándo se puede afirmar que alguien ha conquistado su propio sentido?, ¿hasta cuándo hay que esperar? Los años radicales plantea con tino esta cuestión y denota que ese `enigma del artista´ es, ni más ni menos, el mismo y lacerante enigma que encierra cada una de nuestras vidas.