Nogales. El tótem del periodismo español del siglo XX ha sido redescubierto. Como lo fue Camba. Como lo será –cuando alguna editorial potente lo traduzca al castellano y lo presente como merece-Vicent Andrés Estellés: quizá el mejor cronista de la posguerra española en minúscula, solo que escribía en verso. Manuel Chaves Nogales fue una rareza de su tiempo. Escribía, no militaba. Reporteaba, no aleccionaba. Pateaba el terreno, con desapego a la mesa y el teclado. Desde hace un año, los anaqueles ofrecen sus obras completas: cinco volúmenes, 3.664 páginas, Libros del Asteroide. Una vez, Chaves se elevó hasta los cielos. El producto fue La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja. En Francia cosas parecidas hicieron Albert Londres o Antoine de Saint-Exupéry. Ellos, allí, son mitos del periodismo. En el prólogo a ese libro volador, escribe Chaves Nogales: No aspiro a que cuanto digo tenga autoridad de ninguna clase. Interpreto, según mi temperamento, el panorama espiritual de las tierras que he cruzado, montado en un avión, describo paisajes, reseño entrevistas y cuento anécdotas que es posible que tengan algún valor categórico, pero que desde luego yo no les doy. Admito la posibilidad de equivocarme. Mi técnica —la periodística— no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio. Amén.
El tótem del periodismo español del siglo XX ha sido redescubierto. Como lo fue Camba. Como lo será –cuando alguna editorial potente lo traduzca al castellano y lo presente como merece–Vicent Andrés Estellés
Ñangotarse. En Centroamérica eso quieres decir humillarse, someterse. El camino contrario lo ha elegido un cronista fundamental de este tiempo en Centroamérica: el salvadoreño Óscar Martínez. Su libro Los migrantes que no importan es la cara más reconfortante de este oficio humanista obligado a trascender esteticismos. El camino contrario es conocido: modernismo, parnasianismo, decadentismo. Narcisismo onanista, periodismo aburguesado.
Origen. Buceemos en los orígenes. Por ejemplo, en un clásico. Roberto Arlt escribió Aguafuertes porteñas entre 1928 y 1933 en la prensa de Buenos Aires. ¿Literatura? ¿Periodismo? A él, tal vez, le asustaría saberse cronista. Arlt resumía en tres las condiciones para ser periodista. 1.ª condición: Ser un perfecto desvergonzado. 2.ª condición: Saber apenas leer y escribir. 3.ª condición: Una audacia a toda prueba y una incompetencia asombrosa. Eso –remachaba-le permite ocuparse de cualquier asunto, aunque no lo conozca ni por las tapas. Satisfechas estas condiciones, usted puede triunfar. Él lo hizo. Con audacia y cierta desvergüenza. Eso sí: sabía escribir.
Pla. Jon Lee Anderson es famoso por sus largos perfiles en el New Yorker. Aquí tuvimos a un retratista sublime: Josep Pla. El prosista catalán (compartimentar géneros en él es intento vano) trazó sesenta extensos perfiles de homenots de Catalunya. Prohombres del país. ¿Cómo escribir? Uno puede descubrirlo en los 47 volúmenes que compilan la obra completa de este grafómano. O bien atajar leyendo las casi 800 páginas de El quadern gris, su cima literaria. Si tiene mucha mucha prisa, bastaría con atender a su consejo más famoso. Este: «La persiana és verda». Sujeto, verbo y predicado. Así se escribe. Sencillez, claridad, observación perspicaz.
Quid. ¿Es literatura la crónica? Nadie que haya leído el Homo Sovieticus de Svetlana Alexiévich puede hacer esa pregunta. A otra cosa.
Revistas. Gatopardo, El Malpensante, SoHo, Etiqueta Negra. Algunos periodistas españoles obsesionados con el reportaje largo vivimos con envidia y admiración el esplendor de las revistas latinoamericanas que abrazaban la crónica. Que la cobijaban, que la veneraban. Le dieron aura. Entre sus editores y sus autores configuraron una Champions del reporterismo donde se medían las grandes firmas del oficio. Artículos de 20 páginas, de 30 páginas, de 40 páginas. Aquello forjó una escuela. No importaba de qué se escribía. Lo relevante era el cómo y desde dónde. Ese dinamismo en la creatividad reporteril –un laboratorio de creatividad periodística-consolidó el continente americano como vanguardia de la crónica. Ahí sigue. En España, larga vida a 5w. Puro lujo.
Sport. El deporte se ha llenado de grandes cronistas en los últimos tiempos. Cronistas de aliento corto, en las piezas diarias, y cronistas de larga distancia, en libros de no ficción. Destaco uno magistral. Carlos Arribas, que escribe en las páginas de El País, es el Homero del ciclismo. Con una mirada que aúna el periodismo y la poesía —¿qué otra cosa si no es la crónica desde sus orígenes?—, los textos de Arribas son como los ataques furibundos de Pantani o el elegante pedaleo de Anquetil: se reconocen pronto y de lejos y perduran en la memoria sin sucumbir al paso del tiempo. Un pulidor de la palabra, un esteta de la frase, un alquimista del párrafo. Tiene un libro salido de las entrañas infantiles: Ocaña.
Talleres. Cómo escribir una buena crónica. Han proliferados los talleres de periodismo narrativo para jóvenes reporteros. Nunca he asistido a ninguno. Tampoco es que tenga ningún prejuicio. Me asalta una duda: ¿Se educa la mirada? ¿Es eso posible?
Universidad. La lección que más recuerdo de los cinco años de carrera, viendo desfilar a profesores con más o menos entusiasmo, la dio, casi de pasada, un viejo zorro del oficio, José Manuel Gironés. Toda pieza periodística, incluida la crónica, debe desafiar a tres enemigos. Ya lo sé. No lo entiendo. No me interesa.
Venta. Apenas ninguna. Se escribe crónica para cronistas o aprendices de ello. ¿Por qué interesa tan poco al lector común, al comprador medio de literatura? Informarse cuesta: así tituló Ignacio Ramonet el primer editorial de Le Monde Diplomatique. Pues eso.
Walsh. A veces perdemos de vista lo esencial. El cronista argentino Rodolfo Walsh, que tantas plumas jóvenes entintó con su heroico ejemplo, tenía una frase-brújula. «El periodismo o es libre o es una farsa». Ese dogma le costó la vida.
X. Fue uno de los reportajes más estrambóticos que he firmado. Corto, de una página. Su título: Matinal de martes en el último cine X de Valencia. Dos luminosos informan de la cartelera de esta semana. Sala A: Mis escenas favoritas y Vicios de la alta burguesía. Sala B: Perversión en el internado y Dana de Armond, la jefa. Antes de atravesar las puertas de la primera sala –con tres hombres en las butacas, muy separados entre sí, y otro espectador, de pie, apoyado en la pared del fondo-los gritos y gemidos de los actores a un volumen inusual para el porno –impactante para un estómago casi en ayuno-avisan de que la película ya ha comenzado. En realidad, la auténtica película no ha hecho más que comenzar. Por situaciones así –tan extraordinarias-este oficio es incomparable.
Yo. Había miedo a la primera persona en la crónica. Vituperada, desterrada, prohibida. Vuelvo a Caparrós. Dice: La verdadera primera persona no es la posición del sujeto en la oración, es del sujeto frente al mundo.
Zetas. La guerra de los zetas. Este libro de no ficción es del reportero y cineasta Diego Enrique Osorno, un cronista de Monterrey. En algunos sitios, la buena crónica es demasiado exigente. Exige hablar con sicarios salvajes, con policías corruptos, con vendedores de armas; y también con familiares de desaparecidos, con periodistas comprometidos, con alcaldes amenazados. Ya no basta solo con cansar los suelos y escribir bien, bonito, diferente. Hablamos de jugarse la vida. De vivir para contarlo. Eso es la crónica.
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