Tampoco el soñador muchacho debía de saber mucho acerca de otra revolucionaria europea, Rosa Luxemburgo, a la que evocó en una encendida melopea de aire modernista, «A Rosa Luxemburgo en el primer aniversario de su inmolación. Prosa rimada» (El País, 19 de junio de 1919). Lo cierto es que la homenajeada había muerto el 15 de enero del mismo año de 1919, en Berlín y a manos de los freikorps que liquidaron salvajemente la revuelta espartaquista. El poema toma como referencia el nombre de la revolucionaria que «fue rosa terciopelo, de color sanguinolento, / de pasión fue rosa como la flor lozana, suave y sutil». La única comparecencia de su ideología, a vueltas de esas galanterías tan escasamente revolucionarias, está al final: se recuerda su (falso) aniversario, «mientras nosotros, embriagados por ardiente inquietud, / engrosamos rugiendo el fiero alud, / que amenaza enseñando los dientes en lo alto de la sierra».
Aquellos fueron sus primeros contactos con «el fiero alud» de la revolución comunista, cuya sombra, o quizá más bien luz sulfúrea, había de presidir los trabajos de Sender hasta veinte años después, cuando en 1939 hubo de reconstruirse a sí mismo, perdida una guerra, asesinados por los franquistas su esposa Amparo Barayón y su hermano Manuel Sender, rotos los vínculos que le unían al partido por antonomasia, lejos de su país y en los azarosos inicios de otra nueva guerra mundial.[i]
EL PERIODISTA DE PRIMERA LÍNEA
El periodismo era cosa de jóvenes. Lo había sido desde sus inicios decimonónicos y por eso gozaba de un aura de bohemia y malditismo, de libertad y atrevimiento, que seguiría reclutando a muchos descontentos, soñadores y ambiciosos. Su esencia estaba ligada a la captación vivaz del tiempo histórico, que cada vez fluía más rápido e intenso. La impresión de transitoriedad inestable se superponía a la esperanza y la certeza del acontecimiento decisivo: nunca era fácil determinar qué iba a ser contingente y qué trascendente y por eso cada línea del periódico era un ejercicio de humildad ante la ignorancia o de soberbia ante el posible vaticinio. En esa climatología de contrastes vivían tanto los propensos a la elegía como los partidarios de lo profético. La crónica —un galicismo semántico que fue muy temprano entre nosotros— se afianzó, a finales del xix, como la percepción más personal de la incertidumbre elegiaca entre lo duradero y lo mudable. El reportaje —otro galicismo— nació del culto de la noticia: posiblemente, la guerra de Crimea y la guerra de Secesión en Estados Unidos fueron los primeros acontecimientos que se vivieron en esa conciencia colectiva de inminencias y que crearon esa hambre de información exhaustiva.
El énfasis de veracidad que buscaban los nuevos medios de comunicación favoreció al gremio de los profetas sobre el de los elegiacos. Primero fue el telégrafo que difundía lo escrito a la velocidad de luz; luego, el teléfono y, casi a la par, la fotografía instantánea y el cinematógrafo que aportaban a la columna escrita la certeza de la imagen. Pero la literatura sabía ya enfatizar la velocidad y la simultaneidad, las transiciones abruptas o el instante revelador y sus procedimientos inspiraron los de la naciente narración cinematográfica que primaba la sencillez y la verdad del testimonio. La mayoría de los grandes escritores españoles del momento fueron periodistas, incluso cuando escribían sus novelas: lo fue Pío Baroja que mezcló cuentos con estampas sociales en Vidas sombrías y que en La lucha por la vida diluyó la trama en un sobrecogedor cosmorama del Madrid de 1900, hasta llegar a La dama errante y La ciudad de la niebla, que son dos preciosas novelas-reportaje sobre el atentado contra Alfonso XIII en 1906 y la consiguiente huida de activistas implicados; Valle-Inclán tuvo presente la simultaneidad y la cercanía del reportaje en la trilogía La guerra carlista y, sobre todo, al escribir los muchos borradores de La medianoche. Visión estelar de un momento de guerra, quizá el texto más autoconsciente del nuevo rumbo de la descripción literaria.
Sender siguió el camino estético de Baroja y Valle-Inclán. En 1924, de regreso de su servicio militar en África como suboficial de complemento, ingresó como «redactor regional» en el periódico El Sol, el diario madrileño que leían en toda España la burguesía liberal y los profesionales y universitarios más virados a la izquierda. En 1925 alcanzó una gran notoriedad al narrar el desenlace del llamado «crimen de Cuenca». Los hechos originarios habían ocurrido en 1910 cuando un campesino del pueblo conquense de Ossa de Montiel desapareció sin dejar rastro y las fuerzas del orden (a favor de la histeria local) lograron que otros dos modestos vecinos confesaran un asesinato que no habían cometido. Quince años después, José María Grimaldos, la presunta víctima, apareció de nuevo y declaró que «un barrunto» le hizo abandonar su pueblo sin advertirlo a nadie. Sender estuvo allí para hablar con unos y otros y recomponer una dramática historia de ignorancia, recelos y fatalismo, que sus cuatro artículos dieron a conocer a toda España. Quince años después, la convertiría en una de sus mejores novelas, El lugar de un hombre, que en su edición de 1939 se tituló El lugar del hombre.
En 1930 Sender abandonó El Sol que, precisamente en ese año, afrontaba una crisis de importancia en la que se mezclaron dificultades de tesorería (fue un periódico muy influyente, aunque nunca tuvo buenos números) y la confrontación política de sus accionistas monárquicos y republicanos. Pero 1930 fue, sobre todo, el año de su primera novela, Imán, sobre la guerra de Marruecos, y en 1931 dio a conocer otra con visos de reportaje, O. P. (Orden Público), y en 1932 Siete domingos rojos, espléndido retablo de la vida de los anarquistas de la FAI en los años de la reciente dictadura. En 1933 le llegó a Ramón J. Sender su segunda gran oportunidad: informar acerca de la sublevación anarcosindicalista que había tenido lugar en la población gaditana de Casas Viejas (una pedanía de Medina Sidonia), cuando sus vecinos obedecieron las consignas del reciente congreso de la Confederación Nacional del Trabajo que había convocado para el 8 de enero actos de «insurrección» contra la «República burguesa». Los camaradas de Casas Viejas habían asaltado con armas de caza el cuartel de la Guardia Civil donde hirieron gravemente a dos guardias (que murieron pronto), pero la represión —en la que participaron la guardia civil y la guardia de asalto— causó la muerte de otro de ellos y de veintiún campesinos, nueve de los cuales murieron en el asalto e incendio de la choza donde se habían refugiado y doce fueron fusilados in situ como venganza. El 19 de enero Sender —que se había desplazado de Madrid a Sevilla en avión, junto con su colega libertario Eduardo de Guzmán— publicó su crónica, «Tormenta en el sur. Primera jornada del camino a Casas Viejas», que encabezó las once que escribió hasta el 29 de enero, aunque todavía en los dos meses siguientes seguía dando noticias y opiniones de los acontecimientos, ya desde Madrid. Aquel mismo año recogió sus artículos en el libro Casas Viejas. (Episodio de la lucha de clases); un año después, en 1934, lo pulió y amplió en Viaje a la aldea del crimen. (Documental de Casas Viejas).
LAS REDES DEL PARTIDO
Los artículos sobre Casas Viejas propiciaron el acercamiento de Sender al Partido Comunista, cuando los ojeadores rusos de la MORP (Unión Internacional de Escritores Revolucionarios) ya lo tenían por «uno de los más grandes escritores anarquistas de la generación de 1930 que tiene mucha influencia sobre sectores de la pequeña burguesía».[ii] En el periódico oficial del partido, Mundo Obrero, se reseñaron favorablemente, aunque con alguna objeción, los artículos de La Libertad y Sender, muy halagado, contestó con una carta abierta donde reconocía que, «si políticamente no estoy dentro de vuestros cuadros, prácticamente estoy a vuestro lado» («Una carta del camarada Sender», Mundo Obrero, 17 de febrero de 1933). Eran momentos muy críticos: en España, los hechos que Sender había contado erosionaron gravemente la estabilidad del Gobierno izquierdista de Manuel Azaña, lo que utilizó la derecha para llegar al poder; en Alemania, Adolf Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero, tras haber obtenido el treinta y siete por ciento de los votos en las elecciones de abril del año anterior; en Austria, el canciller Engelbert Dollfuss disolvió la Cámara Baja y empezó a gobernar por decreto, al frente de una amalgama de nazis, socialcristianos y conservadores agrarios.