Malcolm Lowry
Rumbo al mar Blanco
Traducción de Ignacio Villaró
Malpaso, Barcelona, 2017
384 páginas, 24.00 € (ebook 9.49 €)
Malcolm Lowry (1909-1957) es autor que aparece y desaparece, dentro de la industria editorial, cada cierto tiempo, debido al oportuno encuentro de inéditos, algo que tiene mucho que ver con los derechohabientes del autor (casado dos veces, curiosamente, con dos actrices), unos derechos de autor un tanto tormentosos que retrasaron la edición del libro que tenemos entre manos durante muchos años. Pasó con Lunar Caustic, que Alfa, de Montevideo, en su edición en español, respetó el título original en inglés y que, más tarde, Tusquets publicó en España como Piedra infernal; pasó con Escúchanos, Señor, desde el cielo, tu morada; pasó con Oscuro como la tumba donde yace mi amigo; pasó incluso con la edición de sus poemas por parte del poeta Earle Birney y pasó con Ferry de octubre a Gabriola, con lo que tenemos que, en vida de Lowry, sólo se publicaron dos libros suyos: Ultramarina en 1933, siendo aún Lowry un escritor bisoño, y Bajo el volcán en 1947, su obra maestra y una de las más emblemáticas de la narrativa en inglés del siglo xx. Ahora, por ejemplo, se publica en español In Ballast to the White Sea, literalmente, Sin lastre hacia el mar Blanco, y que Ignacio Villaró ha traducido como Rumbo al mar Blanco, que gana para el lector sentido de la aventura, esencial en la obra, lo que pierde en rastro simbólico, algo que no debe preocupar porque las trescientas páginas del texto andan sobradas de ello, hasta el punto de la saturación casi laberíntica.
La historia del hallazgo del manuscrito de Rumbo al mar Blanco es una genuina narración digna de Lowry. Éste se casó en 1934 con la actriz Jan Gabrial, que había conocido en un viaje a España, y, desde aquel año hasta 1937 en que Gabrial lo dejó solo en Oaxaca, su relación fue, por decirlo en términos suaves, tormentosa, agravada, además, por el internamiento en el hospital Bellevue de Nueva York en 1936, debido a diversas intoxicaciones etílicas. Luego conoció a Margerie Bonner, actriz y escritora, con la que se casó en 1940. Inmediatamente, se fueron a Dollarton, a la Columbia Británica, y en esa localidad canadiense estuvieron cuatro años hasta que la vivienda se incendió. Después de un periplo errante, relativamente tranquilo respecto a los conflictos afectivos, por Estados Unidos y el Caribe, la pareja se estableció en East Sussex, en el pueblo de Ripe, donde Lowry murió en 1957 por sobredosis de alcohol mezclado con barbitúricos. Parece ser que en el desenlace algo tuvo que ver Margerie porque ese mismo día de su muerte Lowry amenazó con matarla. Pero volvamos a 1944 a la cabaña de Dollarton, en Canadá.
El 7 de junio de ese año la cabaña ardió mientras los Lowry tomaban café en la terraza. Margerie no dudó un instante, se metió en la casa en medio de la inmensa humareda y salvó algunos manuscritos, entre ellos, el de Bajo el volcán, y los discos, aunque no pudo con el fonógrafo. Lowry entró luego para rescatar el manuscrito de Rumbo al mar Blanco, pero se le cayó una viga del techo y tuvo que salir con las manos vacías, desesperado hasta la exasperación, dado que había visto cómo las llamas consumían las mil páginas de las que constaba el manuscrito, en el que había trabajado durante una década. De hecho, tras este episodio, Lowry siempre se refirió al suceso como algo terrible que le marcó durante años: se había consumido en el fuego la novela que iba a representar el paraíso. Lowry, devoto de Dante, quería que Bajo el volcán fuese el infierno volcánico, hecho de fuego y ceniza, mientras que Rumbo al mar Blanco sería el paraíso, con el símbolo del agua y el mar noruego como Arcadia recurrente —ya lo había hecho con anterioridad en Ultramarina y en Oscuro como la tumba donde yace mi amigo—. Vayamos ahora al Nueva York del año 1936. En el apartamento que su suegra tenía en Manhattan, Lowry dejó una copia de unas trescientas páginas en papel carbón de la novela. Cuesta entender que no se acordara de ello en lo que le quedó de vida, pero la cosa puede explicarse, pues muchas veces Lowry prefirió la leyenda a la realidad, y la pérdida del libro le otorgaba un aura de autor maldito que cultivaba de manera consciente. En el año 2000, en sus Memorias, Jan Gabrial se refiere a ese manuscrito y, cuando murió, al año siguiente, éste fue depositado en la División de Manuscritos y Archivos de la Biblioteca Pública de Nueva York. Se trataba de una copia mecanografiada por Jan Gabrial y algunas páginas manuscritas del propio Lowry, que fue publicada por la Ottawa Press en 2004 y que ahora ve la luz en español bajo el título de Rumbo al mar Blanco.
La novela narra la historia de Sigbjørn Tarnmoor, un estudiante noruego en Cambridge, que, después de una experiencia como fogonero en un barco, decide ser escritor, aunque se da cuenta de que la novela que quiere escribir ya lo había hecho con genio un narrador noruego. Tor, hermano de Sigbjørn, estudia en Cambridge con él y acaba suicidándose. Por si fuera poco, el padre de Tor y Sigbjørn pierde un barco y acaba en juicio y, para rematar, Nina, la novia de Sigbjørn, lo abandona en Liverpool en un barco rumbo a América mientras él, que se debate entre sumergirse en la revolución proletaria y el nuevo orden mundial, quiere ir a Rusia, si bien opta por la revolución espiritual de su propio solipsismo, hecha de innumerables alusiones simbólicas dantescas y románticas a la busca de la Arcadia, cuyo camino único es el mar, recurrente símbolo en la obra de Lowry, desde Ultramarina, su primera narración, hasta esta última, que es la que nos traemos entre manos.
Todo en Lowry desemboca en símbolos y Rumbo al mar Blanco es más pródiga en ellos que Bajo el volcán, sin ir más lejos. Esta densidad produce euforias manifiestas en algunos y rechazo en otros. Así, el poeta Conrad Aiken, amigo de Lowry, tuvo acceso al manuscrito en Cuernavaca en 1937 y dijo de la novela: «Estoy leyendo la novela de Malcolm; es extraña, profunda, laberíntica, increíblemente jugosa. ¡Dios, vaya genio! ¡Qué maravilla! ¡Qué delicia sumergirse en su extraordinaria belleza, en la densidad táctil de su prosa!». Aiken no miente, incluso está acertado, aunque hay críticos que destacan su oculta banalidad, arguyendo que, en realidad, esas muchas páginas dicen más bien poco. Desde luego, la belleza lírica de algunas frases de Lowry son antológicas, pero, desde un punto de vista narrativo, cojean por todos lados.
La obra está dividida en dieciocho capítulos y la edición española refleja fielmente la inglesa en lo referente a las notas, pues creemos que tal cúmulo es producto de una edición crítica. No hay página alguna contada que no lleve tres o cuatro notas a pie, lo que da idea de la cosa con la que tenemos que vernos. Además, como la mayoría de la novela tiene que ver con Liverpool, las alusiones a Melville y Nathaniel Hawthorne son profusas, porque el autor de Moby Dick conoció a Hawthorne en Liverpool cuando éste era cónsul en la ciudad. Hay también alusiones a Dostoyevski, a D. H. Lawrence, a quien acusa de filonazi, a Novalis, a Freud, a Ibsen, sobre todo Hedda Gabler, a Baudelaire, a Shelley, a Jenófanes, a Séneca, a Heráclito, a Shakespeare, a Dante y, dominándolo todo, la Biblia, cuyo Antiguo Testamento, en especial, los Salmos, cita de continuo. Las cien primeras páginas transcurren en Cambridge, donde se encuentra con Tor, su hermano. Se trata de una conversación de ambos en diversos lugares de la ciudad, incluidos los pubs, donde lo más reseñable es que nadie habla así, con tal profusión de citas, lo que hace que el diálogo sea no insufrible pero sí un tanto cómico, porque deja pequeña la pedantería más adolescente. Luego, tiene lugar un encuentro con su padre, donde la plática, con todo, toma visos de verosimilitud y algo de reflexión sobre la condición humana se revela, eso sí, con continuas alusiones simbólicas que vienen de fuera, como el anuncio aéreo del whisky Dewar’s, donde nuestro protagonista destaca la palabra war, «guerra», a la par que un carguero nazi se desplaza por el puerto de Liverpool.
Más tarde tiene lugar otro diálogo, esta vez con Nina, sobre la revolución, la nadería espiritual de la sociedad y la necesidad de una catarsis. Cito un fragmento del mismo: «Si ha de haber una revolución del alma —siguió diciendo Nina— o de la palabra, o de la larva (ya que es de suponer que la larva se transformará), o lo que quiera que sea lo que insinúas, prejuicios aparte, pues estupendo (un asunto personal y privado, de acuerdo), pues aun así no se organizaría de forma capitalista, por la sencilla razón de que…». A lo que Sigbjørn contesta: «Son pocos los elegidos». Si recurriéramos al sarcasmo, estaríamos tentados de decir que esto parece Ninotchka, la película de Lubitsch, pero es un texto nada propenso al humor, escrito de manera tan seria que Lowry parece, en este diálogo, recurrir a la tragedia, más todavía por cotidiana.
La cita no es baladí, pues la novela respira entera en ese tono, aunque hay pasajes de una intensidad poética, sobre todo, en las breves descripciones, que han hecho que escritores como Aiken se muestren entusiasmados. La prosa laberíntica de que habla este poeta es verdad, si bien está emparentada con la especial conformación alcohólica del autor, a quien le daban vino sin medida cuando era un infante. Si a esto añadimos que, si cualquier texto de la obra de Lowry es autobiográfico, tendríamos que habérnosla con alguien extremadamente ensimismado. Si es así, la cosa sólo puede salvarla el talento, de lo contrario caeríamos en una banalidad irremediable. Ese talento cristaliza en Bajo el volcán, una obra compensada, donde el solipsismo se deshace convirtiéndose en experiencia humana, sin más; y la simbología circular, tan cara al autor, dantesco hasta la pasión, y querer hacer de su obra una nueva Divina comedia son evidentes gracias a la imagen del volcán como dador de fuego, trasunto del infierno. El laberinto psíquico del cónsul, que corresponde fielmente al laberinto del mezcal, trasciende el modo de percibir del alcohólico para transformarse en la pesadilla que corresponde al infierno.
Me temo que Rumbo al mar Blanco, a pesar de ciertos párrafos de inusitada belleza, no llega a hacerle la más mínima sombra a la novela de Cuernavaca y tiene que ver mucho más con Ultramarina que con su obra maestra. Tiene gracia que Lowry, autor que bebe del mundo de Herman Melville, haya escrito su mejor libro ateniéndose al simbolismo de la tierra y que, por los trazos dejados, pensase que Rumbo al mar Blanco coronaría el ciclo de toda una vida dedicada a la literatura. Eso conjeturamos, aunque el lapso de memoria de la copia dejada en el apartamento neoyorquino es sospechoso: ¿intuía acaso Lowry que esta obra no estaría a la altura de la otra?, ¿se creía sin fuerzas para continuarla hasta su finalización? Aquí lo dejamos.