Carlos Manuel Álvarez
Falsa Guerra
Sexto Piso
248 páginas
POR AURA GARCÍA-JUNCO

El escritor cubano Carlos Manuel Álvarez publica una segunda novela a la vez realista e imaginativa, que se mueve dentro de las tensiones de llegar a un sitio para escapar de otro del que en el fondo no se quiere escapar; de irse porque no hay otra opción, aunque con ello se pierda un pedazo de sí. Quizás estas afirmaciones suenen en exceso dramáticas. Falsa Guerra no lo es. Este ejercicio de ficción melancólica flota por encima de un dramatismo desbordado y vive en un presente como cualquier otro, a veces doloroso, a veces lleno de goce.

«No seas más un hombre molesto, me dije. Sé un hombre normal. Pero yo era un hombre triste, un hombre genuinamente devastado», dice la voz en primera persona de quien, en cierta medida, es el Virgilio que a la vez guía y canta la Falsa Guerra. El personaje, que tarda un buen rato en adquirir un nombre, inicia este viaje con su llegada a Miami desde el D.F., de donde fue expulsado por el terremoto de 2017. Exiliado cubano, reflejo adulterado del autor en varios momentos del texto, este personaje sin nombre abre la telaraña de historias cruzadas que componen Falsa guerra.

Un barbero del primer éxodo cubano en una colonia de migrantes en Miami; una mujer que trabaja en una veterinaria, luego en un hotel, luego vendiendo obras de arte en una galería; un cocinero desesperado porque el gobierno le confiscó su horno; dos chicos que planean un atraco misterioso; un gringo en Cuba, huyendo de su pasado; dos hombres que solían salir a tocar juntos instrumentos sin nombre y ahora se mandan cartas separados por el mar… Historias que convergen solo en sus bordes, personajes que hablan como de pasada de los otros y que solo se «arman» con la lectura. 

Falsa guerra apela a los pequeños misterios para enganchar. ¿Quién es ese personaje que enuncia desde el yo en los apartados que se titulan «Falsa Guerra»? ¿Será uno de los tres pillos de otra sección recurrente, «Sospechosos habituales»? El orden de la historia se vuelve una labor detectivesca. Pequeños momentos de satisfacción vienen cada vez que se entreteje una historia con la otra. Incluso actos mínimos, como asignar un nombre al narrador en primera persona, descubrir su pasado y añadirlo a su presente en primera persona, resultan en la satisfacción de hilvanar historias que con frecuencia se adelantan y retroceden, que desafían moviendo los planos temporales y los lugares. Falsa guerra es uno de esos libros que requiere involucrarse no solo emocionalmente, sino como parte activa de la narración.

Los fragmentos son un encuentro con una vasija que se rompió en pedazos y que se va componiendo con ternura. ¿A dónde pertenece cada pieza? Ni reconstruida por completo es la misma. Parecen decir que el exilio es así: aunque un pueblo entero se encontrara en un sitio común, padres, madres, hijos, amigas, la doctora, los maestros, no sería nunca el mismo porque el viaje del exilio deja rajaduras de aire. 

Aun así, los estados emocionales de los personajes se narran desde la mesura y con el alejamiento de la metatextualidad. Falsa guerra es una ficción consciente de sí misma, que se delata como tal mediante distintos mecanismos: la fragmentariedad, los personajes repetidos entre saltos temporales, y, especialmente, mediante una tercera persona que nombra a los personajes a partir de cierta característica: el Barbero (de los migrantes), el Instrumentista (de un instrumento que nadie conoce), el Cliente (del Barbero), la Chica del cabello rojo (que tiene, bueno…, el cabello rojo), el Gringo (que lo es), el Adolescente (con cara de eterna juventud, aunque ya no sea tan joven). 

Este elemento metatextual sale por completo del clóset ya avanzada la novela cuando en narrador le cuenta a un amigo que está escribiendo una, y, ante la insistencia de éste, le pone un título, como si no diera más, como de pasada: «Falsa Guerra». A ratos el tono recuerda al de Slaughterhouse Five, de Kurt Vonnegut. Así como el autor norteamericano crea una fábula del estrés postraumático de un soldado luego de la Segunda Guerra Mundial mediante una tercera persona que inventa cuentos -¿imposibles?- de áliens y tiempos fracturados, Falsa Guerra parece insinuar mediante su lejanía y ruptura todo aquello que no puede enunciarse. También aquí, entre las dislocaciones temporales y las idas y venidas, se cuela algo similar al TEPT del soldado, pero a la manera de la melancolía que Sara Ahmed reclama de vuelta para los migrantes (Sara Ahmed analiza en La promesa de la felicidad la figura del migrante melancólico, a quien se le exige entrar de lleno a la retórica del multiculturalismo, aquella que dicta que para ser feliz el primer paso es adaptarse a la cultura de llegada, pues nadie más infeliz, parece ser, que un migrante que no encaja, que se mantiene anclado a su pasado). 

Los personajes exiliados de Falsa Guerra tienen ese ojo en el pasado, y especialmente, viven como el Otro. Un Otro que aprende a existir de nuevo, que se inventa profesiones y amores, y encuentra en ello disfrute y angustia. Forma, pues, una nueva existencia donde no la había, pero siempre bajo la consciencia de que tuvo que formarla. El narrador-escritor ensaya en distintos puntos sobre el tema: «No perteneces a un lugar hasta que no lo desprecias. Ese tipo de conexión íntima, irrevocable, me ofrecía la posibilidad de convertirme en un sujeto entero a partir de la rabia. Alguien, un exiliado, que iba germinando en el mundo a través de la semilla de la ira. Si llegaba a experimentar ese horror en todas partes, era señal de que había diluido la patria, pero también de que la había vuelto absoluta. El exilio era la extensión de un país, no su renuncia, y el odio pasaba a ser una devoción errante. La rabia venía de la derrota, naturalmente, y la derrota, al contrario del triunfo, no podía sino mostrarse tal como siempre era, tal como había terminado siendo a pesar de sí».

Contradicciones y furia, la imposibilidad de relacionarse desde un lugar pulcro, como es la exigencia del que ya llegó a un lugar «mejor», al espacio al que se anhelaba como una promesa. 

Los personajes de Falsa guerra buscan un equilibrio. Tienen trabajos que apenas los sostienen, viven la realidad aparte en que habitan los exiliados. Habitan y aman entre sí. Triunfan y se hacen ricos. Se drogan. Se besan. Hacen el amor y luego se dejan. Existencias como muchas otras, pero que caminan sobre una tela bien tensada que, aunque da la impresión de ser estable, a veces parece rasgarse. El tejido está hecho de las palabras que no se dicen, fibras rotas y otras aún fuertes que soportan las partes dañadas.

Falsa guerra es un libro rompecabezas. Casi se podría pensar que es un escenario cuyos personajes entran uno por uno, pero se cruzan al salir de escena. En el centro, el exilio a Estados Unidos, y su contraparte, que es la vida en Cuba. Una lectura llena de ironía y metáforas plásticas, originales, casi tangibles. 

La prosa juega y no se resigna a la seriedad mortecina: «El estómago de Barbero crujió como una rama que se quiebra sin que nadie la toque». «Sintió que algo entre él y su amigo se estiraba en ese momento como un elástico y que eso que se estiraba le pegaba en la cara». 

 A pesar de la agilidad y la variedad de recursos que posee Álvarez, se detecta cierta ralentización hacia el final del libro, cuando algunas escenas o reflexiones, si bien sustanciosas, resultan demasiado largas y caprichosas. Pero ¿qué es un buen libro sin un capricho por aquí y por allá?

Álvarez guía la reflexión por medio de historias desprovistas de edulcorantes o aspavientos dramáticos excesivos. Falsa guerra es, principalmente, una gran obra literaria con exoesqueleto.