Franz Kafka
Cartas 1900-1914. Obras completas volumen IV
Traducción de Adan Kovacsics
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018
1320 páginas, 45.00 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

 

Galaxia Gutenberg comenzó la publicación de las Obras Completas de Franz Kafka, siguiendo escrupulosamente la edición alemana de S. Fischer a cargo de Hans-Gerd Koch en 1999, que contenía las novelas del escritor checo, a la que siguieron en 2000, un año después, el volumen segundo, que comprendía los Diarios y La Carta al padre y, más tarde, en 2003, el tomo tercero, que daba cuenta de las narraciones y escritos varios que completaban la obra de ficción de Kafka. Faltaba, para completar de forma exhaustiva la edición de la Obra Completa, la aparición de la Correspondencia, una tremenda recopilación digna de ser tenida en cuenta en los anales de la investigación filológica, pues la edición estaba pensada para recoger cualquier objeto que hubiera sido ungido por la escritura del escritor: no sólo cartas, sino tarjetas postales e incluso telegramas; y no sólo correspondencia de carácter personal, sino también la que tenía marchamo comercial o profesional, no olvidemos que Kafka trabajó en Assicurazioni Generali, la compañía de seguros de origen veneciano. La dificultad de la tarea era tal que para la edición canónica original, la de la casa editora S. Fischer, amén de Hans-Gerd Koch, se encargaron siete especialistas —como Gerhard Neumann, Malcolm Paisley, Paul Raabe o Rainer Gruenter—, de los que cinco murieron antes de que la edición saliera a la luz. La cosa nada tiene que ver con una maldición, a no ser la del tiempo: se ha hecho esta edición de la Correspondencia de una manera tan concienzuda que para cada tomo (tres en la edición alemana que abarca de 1900 a 1914) —este apartado consta de dos partes en la edición española, la correspondiente a los años que van de 1900 a 1914 y la que se extiende de 1914 a 1924—, que se han tardado tantos años como para que muchos de los hacedores de la edición murieran mientras tanto. Es más, a veinte años de la aparición del primer tomo aún no se ha completado la del quinto y último que recoge las cartas escritas entre el 1914 y el 1924, y eso cuando se sabe que la única razón estriba en que los responsables de la edición están rastreando el paradero de las cartas que Franz Kafka mandó a Dora Diamant —la última mujer a la que amó, la actriz polaca de la que se han publicado las cartas que ella envió a la familia de Kafka cuando éste estaba ingresado en la clínica para enfermos tuberculosos de Kierling, en Austria, donde murió— y que fueron requisadas por la Gestapo en 1934.

De ahí la tardanza y de ahí que la editorial española haya optado por publicar la parte correspondiente que finaliza en 1914, cuando comienza la Gran Guerra, fecha que apunta Kafka en sus Diarios casi de manera distraída, «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar», a la espera de que S. Fischer se decida por fin a publicar el último tomo de la Correspondencia y dar por finalizada la edición de las Obra Completas del escritor checo. Este cuarto tomo de la edición en lengua castellana reúne, pues, setecientas setenta y ocho cartas, de las que quinientas setenta y tres eran ya conocidas del lector español. Por tanto, ciento cuarenta y cinco se publican por primera vez en castellano, y aun así, aunque gran parte no sea inédita, el criterio que se ha seguido para esta edición justifica, como explica Jordi Llovet en la esclarecedora introducción que abre el tomo, por sí solo todos los esfuerzos que se han realizado para la feliz consecución de esta edición. Y esa justificación se explica porque propone un itinerario de lectura basado en un estricto criterio cronológico, cuando hasta ahora era costumbre seguir para las ediciones del epistolario una reunión centrada en el destinatario, cartas a Felice Bauer, a Max Brod, etcétera, de lo que resulta que el lector puede seguir la evolución emocional e intelectual de Kafka de manera muy ajustada, con lo que se agudiza el criterio respecto a esa evolución, un proceso que comienza cuando el escritor acababa de cumplir los diecisiete años y finaliza cuando cumple treinta y uno, vale decir, cuando comienza su etapa como creador de una de las obras narrativas más fastuosas del pasado siglo, hasta el punto de ser considerado el gran visionario de un mundo desvelado casi en exclusiva por él mientras el resto de los mortales se engañaban con las múltiples telas de araña que les ofrecía las diversas mediatizaciones fantasmagóricas de los mitos del siglo xx. El mérito de leer esta correspondencia con el mencionado criterio cronológico es que atisbamos que las interpretaciones que se han hecho de la personalidad de Kafka y de su obra, además de múltiples, son hasta contradictorias. Como desveladora de ello, por tanto, esta edición no tiene precio. Así, por ejemplo, el darnos cuenta que el tono de Franz Kafka en sus cartas varía en función del destinatario; y que si bien nos formamos una idea cuando leemos las correspondientes a Felice Bauer de un Kafka abocado a la desesperación, hay otras donde la serenidad prima, e incluso la alegría, la simple y tremenda y rara celebración de la vida, sin más. Pero, antes de centrarnos en esos modos que la lectura de esta correspondencia ayuda a la correcta interpretación de su personalidad, debemos citar por lo menos ciertas ediciones de la correspondencia de Kafka en castellano que han abierto la ancha vía en la que desemboca esta publicación que comentamos. Así, la que realizó Pablo Sorozábal de las cartas a Felice Bauer en 1977; las dirigidas a Milena, a cargo de J. R. Wilcock en 1974; las Cartas a Max Brod, traducidas en 1992 por Pablo Diener-Ojeda; las Cartas al padre que se extienden desde el año 1922 al 1924 y que fueron traducidas por Andrés Sánchez Pascual; y, para finalizar, la de la correspondencia con Kurt Woolf, traducidas por Isabel García Adánez en 2010.

Los estudios sobre Kafka suelen ser en su mayor parte posteriores al año 1945, año que fue el pistoletazo de salida para que la obra del escritor fuese tomada como premonitoria de nuestra época y que se corresponde como moda en los mismos años en que el existencialismo francés se convierte en el referente cultural de los fervientes seguidores de lo que se llevaba en el momento, cuando París estaba dando el relevo a Nueva York como capital cultural de occidente pero todavía seguía manteniendo el prestigio del inusitado brillo de los años de preguerra. Pero ya entre el año 1928 y 1934, Walter Benjamin instituyó una elaborada y sutil interpretación de la obra kafkiana donde ésta llega a cruzarse con la elaboración de su propio pensamiento. Hasta entonces la obra de Kafka había sido interpretada según criterios que iban desde el abordaje teológico al reduccionista análisis psicoanalítico. Benjamin restituye en Kafka cierto aspecto inesperado hasta entonces: la relación entre política y mística. Para el pensador alemán, la obra de Kafka es profética, es un nudo entre el pasado y el futuro donde el presente se desvanece: de ahí que la angustia no sea reacción ante algo sino órgano en sí mismo; es, por eso, fuente de serenidad radiante, un mundo donde hay un enorme depósito de esperanza y que, además, está de continuo atravesado de humor y vitalidad; sus escritos son parábolas sin el aditamento de la «sabiduría», están preñados de una moral que nunca trae al mundo. Y basándose en los avatares de su biografía, Benjamin le asigna un lugar preferente en su concepto de «perdedores hermosos»: Kafka es un Laurel que encuentra en Max Brod a su Hardy perfecto, y realiza su última gran obra de humor cuando le dice que destruya su obra, algo que afortunadamente fue desobedecido por Brod.

Desde luego, luego vinieron obras esenciales en las interpretaciones kafkianas, como De Kafka a Kafka, de Maurice Blanchot; Franz Kafka o la soledad, de Marthe Robert; Los aforismos de Kafka, de Werner Hoffmann; la ya clásica de Klaus Wagenbach, dentro de un orden positivista lógico; la interpretación que Elías Canetti ofrece de Kafka, aunque se ciña sólo a la relación de la elaboración de El proceso con su relación con Felice Bauer; el Kafka de Pietro Citati, inteligente pero con ciertos defectos muy propios de una época donde las interpretaciones importantes sobre nuestro escritor praguense se habían agotado; y, desde luego, Kafka. Por una literatura menor, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, los responsables de la interpretación psicoanalítica de Kafka que hoy, por suerte, goza de poco favor; y, por citar last but not least, la obra biográfica de Kafka de Reiner Stach, que incide en el aspecto judaico de la obra kafkiana y le hace partícipe de una tradición que podría remontarse a la batalla de la Montaña Blanca en 1620 entre protestantes y católicos, una magnífica obra que está a punto de convertir a Kafka a la categoría de profetas mayores de la tradición bíblica.

Pero lo que la lectura de esta correspondencia revela es que, frente a lo que quería Maurice Blanchot, es decir, un Kafka inmerso secreta y exclusivamente en la elaboración de una obra hermética, casi próxima al torbellino de un despojado solipsismo, ajeno en su fúnebre humor a las alegrías del amor y la amistad y que, finalmente, dejó se consumiera en incandescentes fragmentos, la manera que tuvo Walter Benjamin de enfrentarse a la obra de Kafka ha sido, a la larga, la más fecunda y acertada. El autor de La obra de los pasajes tuvo el acierto de ver en la obra y la personalidad de Kafka el lado profético de su conformación, pero en el fondo muy alejado de la tradición judaica aunque sea deudor de ella. Vendría a representar en gran parte el concepto, tan caro a Benjamin, de «iluminación profana», curiosamente tan próxima a la concepción de James Joyce de la epifanía, y que, además, se complementa con cierta crítica moderna que ve en el fondo de Finnegans Wake una reescritura de la Biblia al modo cuántico, lo que emparentaría, aun fuera de través, al autor de Ulises con Kafka.

Si leemos atentamente esta correspondencia que se acaba con el comienzo del derrumbe del viejo orden —después del conflicto desaparecería el Imperio austrohúngaro, el imperio de los mil años—, vemos el don de la ubicuidad imaginativa de Kafka, que es capaz en el mismo día de representar, en el sentido más noble de teatro, una angustia cósmica en conflicto con su Felice Bauer y, acto seguido, elaborar un informe de cargada objetividad que haría las delicias de un Stendhal para, luego, entregarse a los placeres del deporte y de la contemplación llena de expectación y alegría de la naturaleza. Así, en carta a Felice Bauer el día 6 de enero de 1913, Epifanía cristiana, «Pobre amor mío, ojalá nunca te sientas obligada a leer esta miserable novela que voy escribiendo con la mente embotada. Es terrible cómo cambia de aspecto cuando la carga está arriba sobre el carro… me siento a gusto… soy un gran señor; pero cuando se me cae… como ayer y hoy, resulta intensamente pesada para mis tristes hombros y me gustaría dejarlo todo y clavarme allí mismo una tumba. Al fin y al cabo, difícilmente se encontrará un lugar más bello para morir…». Dos cartas después, es decir, al día siguiente, «Ocho menos cuarto de la mañana. Se acabó la cura, voy a la oficina».

La diferencia de tono no es única. Se mantiene en toda su correspondencia. Un acomodo, en el fondo y con especial énfasis, en la peculiaridad de cada experiencia.

 

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