En un pasaje de la biografía de John Sterling, cuya primera edición es de 1851, Thomas Carlyle recuerda al grupo de españoles que dos décadas atrás vagaban por Londres, perdidos por las amplias aceras de Euston Square y la ladera de la iglesia de St. Pancras. Ya entonces se les llamaba refugiados políticos y ya entonces se percibía la naturaleza precisa de su alma dislocada. Se les veía a diario, cuenta Carlyle, paseando con sus capas raídas «bajo ese cielo tan distinto al suyo». No hablaban inglés, ni conocían a nadie. Algunos eran mayores, otros no tanto, pero todos traían la mirada triste del león enjaulado. Las distintas olas de «huidas de desgraciados», como las llama Carlyle, han marcado una época hasta el punto de convertirse en una rama de la horología; observar las idas y venidas de desplazados es otra forma de medir el tiempo. Aquellos liberales españoles que se perdían en la niebla de Londres eran más políticos que escritores, pero encarnan el aura del desplazado, un aura extensible a cualquiera que haya sido arrancado de su tierra y sufra el dolor sordo de pasear bajo un cielo impropio.
Me viene a la memoria José María Heredia, quien en 1825 y en travesía rumbo a México escribió el «Himno del desterrado», un poema de despedida, de cuartetos sencillos y hermosos:
Cuba, Cuba, que vida me diste,
Dulce tierra de luz y hermosura,
¡Cuánto sueño de gloria y ventura
Tengo unido a tu suelo feliz!
En esta ocasión, la fijación no está en el cielo sino en el suelo. El desplazado es arrancado de su suelo, desarraigado en toda su literalidad. Veinte años después, en 1845, Sarmiento escribió el Facundo en Chile, donde se exiliaba por segunda vez, y en su crítica al entonces presidente de la Argentina, Rosas, inaugura sin pretenderlo una tradición; la disyuntiva entre civilización y barbarie será un leitmotiv en las letras latinoamericanas desde entonces. Sarmiento sería elegido Presidente de la república en 1898, año que da nombre a una generación de autores españoles famosa por el lamento ante una pérdida -la del imperio- que no fue tan sentida como recogen los manuales de literatura. Miguel de Unamuno, el mayor de todos ellos, fue desterrado a la isla de Fuerteventura en 1924 por orden del dictador Miguel Primo de Rivera. Aquel dictador se conformaba, como los viejos reyes, con alejar las voces incómodas hasta un lugar donde no pudieran ser oídas.
El destierro es un castigo político, el exilio es una decisión personal aunque forzada. Y en España asimilaríamos su crudeza con las generaciones literarias que siguieron a la del 98; la Generación del 14, bajo cuyo manto podemos incluir a Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, José Ortega y Gasset y al propio Manuel Azaña, y la del 27. Y es en esta generación de autores, poetas en su mayoría, en quien se tiende a pensar al escuchar la palabra «exilio»: la guerra civil española segó sus biografías en su plenitud creativa. A Lorca lo asesinaron, Rafael Alberti, Luis Cernuda y tantos otros tuvieron que marchar e incorporarse a una nueva ola de desgraciados que huyó hacia un cielo distinto. Uno de ellos, ya olvidado, se llamaba Juan Rejano. Murió en Ciudad de México en 1976 poco después de escribir los versos:
España, España
acércame tus labios…
Estás a un vuelo de mi sed.
Me muero por besar tus olivos
La guerra civil española fue el principal motor de los desplazamientos literarios de nuestra lengua en la mitad del siglo XX. El exilio fracturó vidas. Arturo Barea, exiliado en Londres como Manuel Chaves Nogales, se refirió al exilio como «dolor agudo al que no llego a acostumbrarme». Un dolor provocado por una ola fratricida que lo escupió en la otra orilla del Atlántico. Es el dolor del arrastre y también de la caída; el dolor del despertar y descubrirte lejos y extraño. Del mundo que fue y era suyo, no quedaba nada. Y otros tantos, que por motivos diversos se quedaron, fueron también desalojados.
Muchos escritores de Chile y Argentina también olieron el miedo en los feroces años setenta. La violenta llegada de Pinochet al poder en 1973 y su brutal represión de la disidencia fue una puñalada que penetró varias generaciones. Cinco años antes, en 1968, Roberto Bolaño se había trasladado con sus padres a vivir a México, pero en agosto de ese fatídico 1973 había decidido volver a Chile, atraído por la agenda reformista de Salvador Allende y por el deseo juvenil de jugar a la generación beat. El golpe de Estado lo sorprendió pocos días después
Si los primeros se desplazaron, a los segundos se les desplazó el mundo; ellos permanecieron, pero su mundo se desvaneció. La expresión «exilio interior», acuñada por Miguel Salabert, articula ese estremecimiento que provoca el desplazamiento de todo lo que dio sentido y color a la experiencia. Y la literatura de aquellos que ejercieron lo que Jordi Gracia llamó «la resistencia silenciosa» segrega ese dolor. Asentada en España la calma feroz de la dictadura, en la segunda mitad del siglo XX el foco de los desplazamientos se trasladaría a Latinoamérica.
Con la Historia sucede como con los romances fallidos: todo intento de trazar una cronología fiable está condenado al fracaso. El exilio se convirtió en una macabra tradición latinoamericana en el siglo en que la literatura en español alcanzó cumbres estéticas inexploradas desde el Siglo de Oro.
El golpe militar organizado por la CIA y las facciones conservadoras del ejército que derrocó al Presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz Guzmán, marca el comienzo de una era trágica, aún inconclusa. Era el mes de junio de 1954. A partir de ahí, salieron muchos: Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso, Manuel Galich, Manlio Argueta o Mario Monteforte Toledo, que no volvería a pisar su tierra hasta los años ochenta. Exiliado en México, publicó sus Cuentos de derrota y esperanza. Cuando regresó a Guatemala, el país estaba inmerso en una sangrienta guerra civil que no se daría por terminada hasta la firma de los acuerdos de paz en 1996. En 1980 se había marchado Rodrigo Rey Rosa. En esa misma época abandonó el país Eduardo Halfon, siendo todavía un niño. Así lo recuerda al comienzo de Mañana nunca lo hablamos: «El día después de mi décimo cumpleaños salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia Estados Unidos, y yo me partí en dos. Mi lenguaje se partió en dos. Mi memoria se partió en dos». Las vidas desplazadas son vidas partidas.
También en 1954 se hizo la noche en Paraguay, con el ascenso al poder del general Alfredo Stroessner, cuyo mandato se extendió hasta 1989. Su caída permitió que volvieran escritores como Augusto Roa Bastos, que décadas antes habían huido de una muerte segura. En Uruguay, especialmente a principios de los años setenta, la caza de los Tupamaros por escuadrones de la muerte sembró un clima de terror, provocando el exilio de autores como Mario Benedetti, que tardaría diez años en reencontrarse con sus calles. Cristina Peri Rossi, que salió de Uruguay en 1972, escribió:
A tantos quilómetros de distancia
nadie puede permanecer fiel.
Ni el árbol que plantamos
ni el libro abandonado,
ni el perro,
que vive en otra casa.
Muchos escritores de Chile y Argentina también olieron el miedo en los feroces años setenta. La violenta llegada de Pinochet al poder en 1973 y su brutal represión de la disidencia fue una puñalada que penetró varias generaciones. Cinco años antes, en 1968, Roberto Bolaño se había trasladado con sus padres a vivir a México, pero en agosto de ese fatídico 1973 había decidido volver a Chile, atraído por la agenda reformista de Salvador Allende y por el deseo juvenil de jugar a la generación beat. El golpe de Estado lo sorprendió pocos días después. En noviembre fue detenido y al ser liberado pocos días después, abandonó el país. No regresó en veinticinco años. Antonio Skármeta también marchó y no regresó hasta que se fue Pinochet, dieciséis años después. José Donoso había salido de Chile antes del 73, pero la dictadura también le mantuvo lejos hasta los años ochenta. Jorge Edwards, encargado de negocios en la embajada chilena en la Cuba antes del golpe, tampoco podrá volver: abandonó la carrera diplomática y se instaló en Barcelona para trabajar en el mundo editorial. El poeta Gonzalo Rojas, que había sido nombrado consejero cultural en China por Salvador Allende, sería expulsado y forzado a escribir desde la distancia. De Rojas me suele resonar en la memoria un poema llamado «Transtierro» que decía
Miro el aire en el aire, pasarán
estos años cuántos de viento sucio
debajo del párpado cuántos
del exilio,
comeré tierra
de la Tierra bajo las tablas
del cemento, me haré ojo,
oleaje me haré
parado
en la roca de la identidad, este
hueso y no otro me haré, esta
música mía córnea
por hueca.
Parto
soy, parto seré.
Parto, parto, parto.
El golpe en Argentina llegó tres años más tarde, en 1976, y la literatura, como escribió David Marcial Pérez, «acostumbrada a tejer su universo estético con la turbulenta materia prima de su historia, quedó atravesada por la conmoción del dolor, la ausencia y el exilio». A Haroldo Conti lo desaparecieron, Rodolfo Walsh murió en un enfrentamiento a disparos un año después. Algunos se marcharon tras sufrir cautiverios y torturas, como Antonio Di Benedetto, otros, como Julio Cortázar o Juan José Saer, ya estaban fuera. Sin embargo, dos escritores no menores, Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, convivieron con el dictador.
El golpe en Argentina llegó tres años más tarde, en 1976, y la literatura, como escribió David Marcial Pérez, “acostumbrada a tejer su universo estético con la turbulenta materia prima de su historia, quedó atravesada por la conmoción del dolor, la ausencia y el exilio”. A Haroldo Conti lo desaparecieron, Rodolfo Walsh murió en un enfrentamiento a disparos un año después. Algunos se marcharon tras sufrir cautiverios y torturas, como Antonio Di Benedetto, otros, como Julio Cortázar o Juan José Saer, ya estaban fuera
Y manantial inagotable de desplazamientos es Cuba, perla del Caribe y madre de una diáspora continua desde 1959. Reinaldo Arenas, símbolo del desplazamiento doloroso del exilio, reflejó su experiencia en su libro autobiográfico Antes de que anochezca, y acabará muriendo solo y enfermo en un pequeño apartamento de Nueva York. Desde el exilio escribieron Guillermo Cabrera Infante y desde su casa en el barrio de Mantilla escribe Leonardo Padura, un caso interesante, pues el creador del detective Mario Conde reconoce que ha sentido la tentación del exilio, pero alejarse de Cuba seria alejarse de su inspiración para escribir y de vínculos tan vitales como un órgano. Cuba tiene poderes magnéticos, le escuché decir una vez, y quienes se marchan llevan a cuestas pesados imanes. Es una afirmación extensible a cualquier patria añorada. Hablar de imanes es otra forma de hablar de raíces que nos jalan como muelles hacia la tierra.
Más recientemente, Nicaragua y Venezuela han sido el origen del desplazamiento literario de un importante número de autores. En el caso de Venezuela, ciento de escritores han abandonado el país, y lo más significativo es que no ha sido necesario ejercer una represión específica sobre ellos. La mayoría se han marchado por los mismos motivos que los maestros, los fontaneros o los enfermeros: porque no hay medicinas, ni agua; porque los cortes de luz se hacen insoportables y porque, aunque tuvieran dinero, no tendrían el modo de encontrar alimentos. Y en el caso de Nicaragua, hace pocos meses huyeron sus principales referentes literarios, Sergio Ramírez y Gioconda Belli. Ramírez inicia su segundo exilio; el primero lo provocó Somoza, el segundo lo provoca Daniel Ortega, de quien había sido Vicepresidente a finales de los ochenta. En enero de este año declaraba con rotundidad que aceptaba con resignación la posibilidad de morir en el exilio: «No es fácil decirlo, pero es parte de la realidad, el peso del exilio tengo que ponérmelo sobre la espalda», dijo. Un exiliado habla por todos, y en sus libros quedará reflejada la huella de su desplazamiento forzado.
El escritor desplazado es un género en sí mismo. La marcha los libera pero su literatura está presa de algo, quizá de una presencia fantasmagórica imposible de exorcizar. Porque allá donde estén, incluso el día más bello sucede bajo un cielo distinto.