Mario Bellatin
Archipiélago
Firmamento
235 páginas
Entre las desazones románticas heredadas por el movimiento modernista hispanoamericano, la expresión de una elegante actitud escapista no fue sin duda la menor. Sin embargo, más allá de ese orientalismo decimonónico fraguado en las escrituras de Chateaubriand, Nerval, Renan, Flaubert o Edward William Lane –un tipo de discurso que, embebido de prejuicios, vehiculó la experiencia francesa y británica en relación con el islam y los árabes de Oriente Próximo, a quienes se representaba como crueles, irracionales, vengativos o libidinosos (por simplificar las tesis del rompedor y archiconocido estudio de Edward Said)–, se alzó desde las literaturas hispanoamericanas otro espacio que, aún más lejano que Egipto o Arabia, significaba un nuevo estadio civilizatorio, acaso superior al industrialismo occidental: el Japón, cuna de los mundos flotantes.
Si el orientalismo hunde sus raíces en el siglo XVIII, la corriente de admiración japonista se enmarca claramente en el siglo XIX, entre los intersticios del realismo, el simbolismo y el decadentismo. Su influjo fue tan poderoso que ni Julián del Casal ni Rubén Darío necesitaron viajar hasta allá para constatar que en ese lejano país «como rosadas flechas de aljabas de oro / vuelan de los bambúes finos flamencos». En cambio, José Juan Tablada y Enrique Gómez Carrillo, en las postrimerías del Modernismo, sí viajaron a Japón, a pesar de lo cual no dejaron de representar algunos aspectos de su realidad desde un prisma inevitablemente literario, nutrido de imágenes construidas y heredadas. Como se verá, este particular vaivén de representaciones e ideas a costa de la cultura japonesa no podía por menos de seducir a Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960), cuya obra opera a menudo por montaje y ensamblaje de enigmáticos rastros e indicios narrativos.
Por supuesto, además de los precursores japonistas del Modernismo hispanoamericano, también hubo europeos que contribuyeron al encumbramiento de la cultura japonesa desde mediados del XIX; de hecho, los hermanos Goncourt anhelaron briosamente ser considerados precursores de esta tendencia, tal y como recordó Tablada en En el país del sol (1919). Leamos uno de los paseos de los Goncourt. En él, Jules le refiere a Edmond, con evidente ánimo reivindicatorio, un salón amueblado con japonerías en uno de sus textos, de 1851: «¡Que me señalen los japonistas de entonces!». Sin duda, los famosos hermanos se veían a sí mismos como los genuinos propagadores de una revolución estética que habría de alcanzar, solamente entre los pintores, a Pisarro, Caillebotte, Toulouse-Lautrec o Van Gogh.
París y el Japón sellaron entonces una alianza literaria escapista y nonchalante, capaz de amalgamar abandono, sensualidad y aislamiento aristocrático: «En invernales horas, mirad a Carolina», reza el primer verso de «De invierno», un soneto en alejandrinos de Rubén Darío. Y la miramos, en efecto: descansa en un sillón, frente a las llamas del fuego, envuelta en su abrigo de marta cibelina, «no lejos de las jarras de porcelana china / que medio oculta un biombo de seda del Japón». Afuera, cómo no, «cae la nieve del cielo de París». Nos asomamos así a un mundo que ya sólo podemos intuir cuando contemplamos un afiche de cigarrillos de 1901, en el mejor de los casos. Paradójicamente, el gran impulsor del japonesismo en la lírica modernista, el cubano Julián del Casal, nunca llegó a traspasar las puertas de París, abatido por su propia melancolía.
Al tiempo que los poemas de estos modernistas se llenaban de búcaros japoneses y de referencias al sourimono, en el verdadero Japón había dado comienzo la era Meiji, entre cuyas medidas modernizadoras figuró la promoción de la migración de parte de la población japonesa al extranjero, singularmente a países latinoamericanos. En 1873 Japón firmó un acuerdo con Perú; en 1891, estableció consulado en México. Se sucedieron varias oleadas migratorias de campesinos procedentes del Japón, atraídos en particular por las haciendas azucareras peruanas y los cafetales brasileños. En el campo literario, al cisne de engañoso plumaje se le fue torciendo el cuello. El progresivo cansancio de los esplendores del Modernismo correrá paralelo en Perú, en las primeras décadas del siglo XX, a la fundación de escuelas japonesas o al incremento del flujo migratorio desde Kanagawa u Osaka, aunque las relaciones se tensaron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se implantaron medidas antijaponesas. Poco a poco, Japón dejará de ser un espacio remoto y ajeno para las sociedades peruana, mexicana o brasileña. Como ha señalado Macarena Areco, la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX alumbra en consecuencia «un Japón cercano, ya no como espacio exterior ideal, sino como un ámbito interior degradado, incluso contaminado». Surgen entonces personajes como el leproso Fushía de La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, instalados en los complejos márgenes de los imaginarios nacionales.
La traslación de identidades aquí esbozada desde la época modernista ha tenido continuidad en la literatura hispanoamericana del siglo presente. Bajo la forma de reescrituras, homenajes o alusiones significativas, Japón ha seguido infiltrándose en libros como Memorias de mis putas tristes (2004) de Gabriel García Márquez o Bonsái (2007) de Alejandro Zambra, si bien cabe ya destacar a este respecto la configuración de una suerte de prefectura autónoma dentro del territorio literario de Mario Bellatin. A estos efectos, la ya imprescindible editorial Firmamento ha decidido presentar cuatro ficciones de ambientación japonesa de este autor bajo el título de Archipiélago, compuesto por «El jardín de la señora Murakami», «Shiki Nagaoka: una nariz de ficción», «Bola negra» y «El pasante de notario Murasaki Shikibu». Así pues, en un mundo de por sí roturado de simulacros, representar nuevamente el Japón, tal y como ha hecho Bellatin, significa enfatizar desde Latinoamérica el carácter movedizo, inestable, caprichoso y voluble de nuestra realidad, así como la fatuidad de todo proyecto que aspire a evocar una identidad sólida o estable.
Un texto de Bellatin que podría ser considerado un obvio precedente del archipiélago narrativo que nos ocupa orientará nuestra lectura: se trata de Salón de belleza (1994), cuyo diálogo con La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata (1961) se vuelve angustiosamente espeso por la concurrencia asfixiante de la enfermedad y la muerte. En verdad, siempre hay algo que parece no encajar en las ficciones de Bellatin, cuyos narradores y personajes se integran en una sucesión de vistas, de acciones; no obstante, se trata de una sucesión que el relato no termina de organizar en –por así decirlo– la unidad dinámica de una entidad unívoca. Una suerte de vórtice desordenador succiona las tramas de Bellatin, volviéndolas plenamente reconocibles por mor de su característica inestabilidad. Así, todo en Archipiélago parece contingente, incluso el carácter japonista de estas narraciones, que conservan el delicado y confuso encanto de un simulacro identitario, es decir, de todo aquello que ya no podremos recuperar.
La primera historia, «El jardín de la señora Murakami», establece algunas claves fundamentales. En lo esencial, se trata del relato de una venganza; también, de una sucesión de peripecias donde priman la desconfianza y la traición, en diferentes niveles. La venganza corre a cargo del señor Murakami, quien parece haberlo dispuesto todo para que la viudez de la señora Murakami no sea precisamente apacible. Mientras tanto, conocemos el modo en el que la joven Izu se ha convertido en la señora Murakami: galanteadores preteridos, sucias maniobras universitarias, chantajes de su futuro marido, infidelidades matrimoniales. El lector asiste a una narración que se sucede con mansa inevitabilidad: algunos aspectos humillantes o crueles se refieren como si nada, dispersos en la consabida tramoya de una vida vulgar (¿de una vida vulgar japonesa?). Pero sucede que las lectoras y los lectores también se cuestionan si esos hechos son aceptables. En cualquier caso, poco a poco se amontonan los elementos que socavan la «japonesidad» de la historia: las notas a pie de página resultan en ocasiones demasiado obvias o innecesarias, y algunos antropónimos semejan paródicos (Kenzo, Mitsubishi). Al final, incluso, se sugiere que aquello no tuvo lugar en realidad en Japón… Y, a mayor abundamiento, el texto concluye con la palabra otsomuru, referida a un final que es en realidad un comienzo (¿dónde estamos?). La adenda subraya el carácter hipotético de los personajes, de la escenografía japonesa y de la propia literatura de Bellatin. No existen mapas para el desconcierto.
De una cosa sí estamos seguros: la referida inestabilidad diegética y el desarreglo que emana de los elementos de la fábula (acontecimientos, actores, tiempo y lugar) constituyen el perno sobre el que se sustenta la literatura dislocada de Bellatin, en estrecho diálogo con los proyectos artísticos de César Moro, Duchamp o Beuys. De hecho, Graciela Speranza ha calificado el proyecto de «Los cien mil libros de Bellatin» como «su versión siglo XXI de la Boîte-en-valise».
Los trampantojos narrativos se acentúan en «Shiki Nagaoka: una nariz de ficción», que responde a esa entropía de historias y acechanzas biográficas típicas de Bellatin: de algún modo, si contempláramos el microgénero de las «biografías de autor imaginario» a la luz de la teoría de los conjuntos, la vida en palabras e imágenes de Shiki Nagaoka ocuparía la extravagante intersección que podría darse entre los infames héroes borgianos, el desaforado Torres Campalans de Max Aub, los recuentos brico-biográficos de W. G. Sebald o algunos aspectos de la obra artística de Christian Boltanski.
«Lo posible», afirmó Gaston Bachelard, «es una tentación que la realidad termina siempre por aceptar». Probablemente la descomunal nariz de Nagaoka nos esté diciendo algo sobre nuestra forma de relacionarnos con el otro; también, con nuestras propias ilusiones (incluidas las literarias). Y el lector se inclina por aceptar que ha viajado por Japón de la mano desestabilizadora de Bellatin. ¿Pero acaso hemos visitado un Japón falso, un Japón configurado desde alguna quimera hispanoamericana?, ¿qué Perú, qué México, qué España se refleja desde el mundo flotante propuesto por el autor? Lejos quedan el cisne modernista y el búho de Pedro Salinas. En el paradigma Bellatin, sería llegada la hora de los perros héroes. A continuación, la lectura de «Bola negra» y «El pasante de notario Murasaki Shikibu» confirman la turbia referencialidad de nuestro universo, de cuyos espejismos Bellatin todavía es capaz de extraer sus más gentiles contornos.