Jesús Ponce Cárdenas y Ángel Rivas Albaladejo
El jardín del conde de Monterrey. Arte, naturaleza y panegírico
Editorial Delirio, Salamanca, 2018
318 páginas, 18.00 €
POR GUILLERMO CARNERO 

 

El jardín ha sido a lo largo de la historia de la humanidad dos cosas tan indisociables como un ideal de paraíso (palabra persa que significa jardín), y un modelo en miniatura del mundo tal como el hombre lo considera y se define en él. Cuanto más elevada ha sido una cultura, más presencia ha tenido en ella la jardinería, y más complejas y diversas relaciones ha mantenido con la espiritualidad en todas sus formas, las artes plásticas, la literatura y la estética que le eran contemporáneas. El jardín define inmejorablemente el espíritu de una época y su grado de refinamiento, y por eso su apogeo en la cultura occidental se dio en el siglo xviii. El mejor poeta español de entonces, Juan Meléndez Valdés, en el romance titulado «La tarde», al rechazar «las odiosas ciudades» y «sus tristes jardines, / hijos míseros del arte», ponía de manifiesto que en la Europa de la época el jardín se había convertido en piedra de toque de la personalidad, del gusto y hasta del talante moral, tal como expone la carta 11ª del libro 4º de La nueva Heloísa de Jean-Jacques Rousseau. La oposición entre sensibilidad y pompa que enfrentaba el sublime jardín inglés al geométrico jardín francés se resolvía, entre las «almas sensibles», en beneficio del primero, en cuyo ambiente podía explayarse el melancólico proclive al «placer delicioso de llorar», al que se refiere también Meléndez en su oda «Que no son flaqueza la ternura y el llanto». Emoción y reflexión, intuición y razón conducían a la par, como corceles de un mismo tiro, el pensamiento dieciochesco, desde la densidad de lo ideológico a la ligereza de lo superfluo, caprichoso y extravagante, siempre que eliminemos de esas nociones la vaciedad que en nuestra época les es consustancial.

En 1782 el poeta francés Jacques Delille publicó un largo poema titulado Los jardines, donde se refleja la polémica acerca de esas dos concepciones de jardín. En el xviii tuvo gran auge, como género propio, la pintura de jardines (asociada a la de ruinas), y se da el caso de que los diseñadores de jardines sean al mismo tiempo pintores; y también que los jardines se construyan tomando como modelo pinturas de Nicolás Poussin, Claude Lorrain o Hubert Robert. Estanislao Leczinski, rey fugaz de Polonia, luego duque de Lorena a término tras haberse convertido en suegro de xv de Francia, construyó en su palacio de Commercy un peregrino sistema de ingeniería hidráulica que creaba un entorno de columnas, pirámides y muros de agua en movimiento; y en Lunéville el espacio escénico llamado «Le Rocher», una Arcadia en forma de U alrededor de un gran estanque, con ochenta y ocho autómatas hidráulicos de tamaño real que representaban aldeanos disfrutando de fiestas rústicas o realizando trabajos campestres, y que se movían con acompañamiento musical.

Síntesis ecuménica de la arquitectura, la literatura y todas las bellas artes, y de los saberes dedicados al cuidado de la naturaleza por su utilidad y su belleza ornamental, el jardín vino a convertirse en el proyecto vital, el camino de perfección, el espacio de intimidad al que se accedía al cruzar el umbral de todas las bellezas y todas las sorpresas, gracias al arte topiaria, el diseño de parterres y el contraste entre flores y árboles, fuentes, esculturas, frescos al aire libre, interiores en trompe-l’oeil. Si así se reveló en el momento de su canto del cisne, el siglo xviii, llevaba siéndolo muchos y muchos siglos, de acuerdo con la perpetua pulsión que encuentra en la vida natural el lenitivo de las limitaciones de la humana. Lo ponen de manifiesto la tradición bucólica y anacreóntica, el jardín árabe, el hortus conclusus medieval, el jardín renacentista italiano y francés… Un ámbito inagotable en el que cabe desde el enigma alegórico y hermético del Sueño de Polifilo hasta los consejos prácticos de Varrón, Catón, Columela, Plinio y Pietro Crescenzi.

El ecumenismo cultural que el jardín representa desde el Renacimiento no faltó en España, si bien entre nosotros sin la abundancia y el respeto conservacionista que han hecho de Gran Bretaña, Italia y Francia un gran museo jardinístico primorosamente cuidado hasta hoy. Asimismo fue poco visible en el ruedo de la literatura española la poesía dedicada a cantar y dilucidar los jardines, si bien produjo una obra extensa, incorporada desde el primer momento al canon literario español: el poema de Pedro Soto de Rojas Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, publicado en 1652, dotado de un prólogo de Francisco de Trillo y Figueroa, que lo concibe como un itinerario en busca del paraíso celeste. El poema describe siete mansiones, y en ellas grutas ornadas, fuentes con naumaquias de buques en miniatura con sus aparejos «de agua arrojadiza», frutales, pajarera («capilla alada en natural motete»), figuras topiarias de todas las especies, estatuas de mármol y bronce, una fuente con tortuga de metal para juegos de agua que mojan al incauto («en lanzas de cristal de perlas nube»), y hasta sofisticados artefactos mecánicos que en su modestia recuerdan a los del rey Estanislao.

El volumen preparado al alimón por los profesores Jesús Ponce Cárdenas y Ángel Rivas Albaladejo, ejemplo del perfecto maridaje de filología, historia e historia del arte, ha salvado del olvido una muestra bicéfala de la presencia española del arte de construir y poetizar jardines: la residencia del sexto conde de Monterrey, construida en tiempos de Felipe III en el entonces llamado Prado Viejo de San Jerónimo y derribada a fines del siglo xix; y el desconocido poema de Juan Silvestre Gómez que la describe y ensalza.

Don Manuel de Fonseca y Zúñiga, sexto conde de Monterrey, fue recibido en la corte en 1599, y desde muy pronto adiestrado en las tareas y cargos a que lo destinaba su nobleza. Acompañó a su tío, Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, a negociar la paz de 1604 entre España y Gran Bretaña. Durante esa visita quedó grabado en su imaginación, como modelo ideal aunque imposible de emular, el castillo de Fontainebleau. Prosperó al subir al trono Felipe IV: fue embajador extraordinario ante el papa Gregorio XV en 1621, y pudo así asistir en Roma a la canonización conjunta de Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús e Isidro Labrador. Con ocasión de la embajada vaticana conoció Florencia, Génova, Pisa, Nápoles y Milán, preparándose para su futura presidencia del Consejo de Italia, que ostentó hasta su muerte en 1653. Fue asimismo consejero de Estado y de Guerra, y presidente de las cortes de Aragón. De nuevo embajador en Roma en 1628, residió en Villa Médici, en Tívoli y Frascati, y pudo admirar y estudiar palacios rurales y jardines. Fue mecenas de Claude Lorrain, Nicolas Poussin, Guido Reni y Velázquez, este último durante su estancia en Roma.

En su desempeño del virreinato de Nápoles, a partir de 1631, se ganó la hostilidad popular por su voracidad fiscal, fortificó Nápoles y plazas cercanas contra los franceses y los turcos, y protegió a José de Ribera, Domenichino, Massimo Stanzione y Artemisia Gentileschi. A su vuelta a Madrid en 1638 dio comienzo a las obras en su palacio del Prado Viejo. Participó en la represión de las sublevaciones de 1640, portuguesa y catalana, e intentó sin éxito ocupar el lugar de Olivares tras su caída en desgracia. Fue desterrado de la Corte de marzo de 1646 a diciembre de 1647, a consecuencia del juicio de residencia que se le hizo sobre su gobierno de Nápoles, y murió en 1653.

La construcción de su palacio-jardín estuvo estrechamente relacionada con el auge de Madrid como capital, después del episodio vallisoletano. A partir de ese momento, el hoy paseo del Prado (entonces Viejo de San Jerónimo) se convirtió en lugar de interés inmobiliario y vía de entrada solemne a la ciudad, y así se adecentó y urbanizó. El municipio allanó y ensanchó la calzada para el tránsito de coches, y dio comienzo la definición del lugar como solar de residencias palaciegas, por iniciativa del duque de Lerma. En ellas se daban fiestas, se representaban comedias y tertulias y se atesoraban colecciones de arte.

El conde de Monterrey recurrió al arquitecto Juan Gómez de Mora, como había hecho Lerma, comenzando las obras en 1638; el contrato de encargo a José de Almelda es importante para conocer el diseño del edificio, como lo será luego, en 1653, el testamento del conde, en cuyo inventario se detallan las colecciones que contenía. Estos y otros documentos, y el poema de Juan Silvestre Gómez, permiten hacerse una idea muy aproximada de lo uno y lo otro.

La casa-jardín estaba entre la calle de Alcalá, la carrera de San Jerónimo y la actual calle Marqués de Cubas, entonces llamada Árbol del Paraíso, luego del Turco, donde tenía la entrada principal. La construcción y remodelación terminaron en 1639.

A la muerte de la VII condesa, su esposo se hizo sacerdote y renunció a su título, falleciendo en 1716 sin descendencia. La propiedad no pasó a la casa de Alba en 1733, por matrimonio del X duque con la VIII condesa, pues había sido previamente legada por el VII conde a criados y subalternos. Fue finalmente adquirida en 1744 por la congregación de San Fermín de los Navarros, que segregó la parte que daba a la calle del Turco, varias veces alquilada y vendida hasta albergar hoy la sede de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. La congregación vendió su parte al Banco de España en 1885, produciéndose el derribo en enero de 1886.