Marcos Giralt Torrente
Mudar de piel
Anagrama, Barcelona, 2018
240 páginas, 17.90 € (ebook 9.99 €)
POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

 

La trayectoria literaria de Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es una de las más coherentes e interesantes de su generación, marcada por las corrientes más implacables y canónicas del posmodernismo norteamericano, una generación a la que se la llamó «nirvana», por el grupo musical con el emblemático Kurt Cobain a la cabeza, o «generación X», y donde se enmarcaban figuras como Ray Loriga, Francisco Casavella o Benjamín Prado, a pesar de las enormes diferencias entre sus obras, aunque, eso sí, participaban de un hálito generacional respecto a ciertas posturas ante el modo de enfrentar el mundo y las cosas. Giralt Torrente pertenece a este grupo, como Luis Magrinyà, Antonio Soler, Andrés Ibáñez, Eloy Tizón, escritores que se han desmarcado, de una u otra manera, de las características achacables a su generación, aunque Giralt Torrente sea algo más joven, pero, junto con éstos, demostró que sus intereses literarios iban por caminos muy distintos a los generacionales y que estaba dispuesto a labrarse «un mundo propio», frase muy utilizada por los críticos y que, si bien convertida en tópico, todavía quiere decir lo que representaba cuando comenzó a utilizarse: que el escritor así calificado descollaba de los usos y costumbres otorgados a su generación. No es poca cosa. Nieto de Gonzalo Torrente Ballester, hijo del pintor Juan Giralt y de Marisa Torrente, Marcos Giralt desde su primer título, el libro de relatos Entiéndame (1995), inició una obra de clara vocación personal y alejada de las corrientes al uso. Llamó la atención de la crítica, que en aquellos años era discreta pero influyente, y esa querencia se notó cuando Marcos Giralt publicó París en 1999 y ganó el Premio Herralde de Novela. Esta novela le supuso cierta consagración entre los happy few, es decir, importancia y prestigio como escritor serio, aunque ello lo mantuviera a años luz de aquellos que vendían miles de ejemplares, vinculándose a los productos de moda al uso.

París es una novela psicológica, si empleamos este término muy apropiado a otros tiempos, pero que se muestra un poco romo para dar cuenta de ese tipo de narración que se hace hoy día, si bien la usamos porque así la desmarcamos del realismo minimalista que frecuentaban muchos miembros de la generación de Marcos Giralt, un realismo que parecía haber superado al expresionista de Camilo José Cela, ese tremendismo nuestro, tan propio, aunque se reveló como una mera copia de los minimalistas norteamericanos que habían surgido bajo la tutela de Raymond Carver. Ni que decir tiene que para eso era mejor recurrir al original y ello se notó en la recepción que otorgó a ese realismo el público lector. Por contra, París significaba otra cosa, era novela psicológica, pero con un paisaje que nada tenía que ver con circunstancias sociales o políticas, como cierta visión socialdemócrata propia de los escritores de la generación anterior, muy marcados por sus vivencias del franquismo, y donde podemos encontrar a autores tan dispares como Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Luis Landero, un joven (respecto a la edad de estos autores citados) Javier Marías, José María Merino, Juan José Millás, Juancho Armas Marcelo, Vicente Molina Foix…, y sí casi en exclusividad con problemas familiares. Y esto es necesario recalcarlo porque es característica esencial de la obra narrativa de Marcos Giralt Torrente. Tanto es así que no sólo fue capaz de desmarcarse del realismo minimalista de su generación, sino que, con el tiempo, su obra se ha convertido en pionera de una tendencia que parece arrasar hoy día, la de la descripción novelada de los problemas familiares de los autores, no siempre dramáticos y muchas veces acompañados del debido homenaje a la arcádica infancia, ámbito en el que descollaban las autoras desde los tiempos en que Carmen Laforet publicó Nada y donde escritoras como Ana María Matute bordaban la cosa. Pero hay una diferencia esencial entre el modo de abordar el léxico familiar entre estas autoras y el correspondiente a una novela como París: la mirada de la intimidad es extraña a este nuevo enfoque, esa intimidad tan rutilante que hace que el lector sepa desde el primer momento que se encuentra ante una obra escrita por una mujer. «La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa». Así comienza una de las grandes narraciones del siglo pasado y creo que no hace falta saber el sexo de la autora de la novela para darse cuenta de que el comienzo de La señora Dalloway está descrito desde la mirada de esa intimidad inviolable de la mujer. Desde luego, tampoco hace falta decir que el monólogo de Molly Bloom en Ulises, de Joyce, es otra cosa: se trata del fervoroso canto que la mirada masculina reclama al misterio de la mujer, pero esto entra ya en otro ámbito.

París trata de una suma de traumas familiares donde se describe la relación del protagonista con sus padres, con su padre, con su madre, de la relación de éstos entre ellos y de todos con la tía Delfina. Llama la atención que las páginas más bellas y curiosas estén dedicadas al padre, a la relación de éste con el protagonista, a la sensación que no nos abandona en ningún momento de que, en realidad, éste es un huérfano. Conviene retener este dato para entender frases de este calibre: «El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en que lo mataba». Así comienza la que, por ahora, convirtió a Giralt Torrente en un autor de referencia, Tiempo de vida, publicada en 2011, una novela que reseñé en su momento y a la que considero pionera de un tipo de publicaciones que de pocos años a esta parte ha dado a escritores como Sergio del Molino o Lea Vélez cierto protagonismo en esa obsesiva temática que poseen con el léxico familiar y que ahora han frecuentado escritores de generaciones anteriores, caso de Luis Landero, refiriéndose a sus ancestros extremeños, o el de Fernando Marías, describiendo la relación con su padre, o Vicente Molina Foix, recreando su juventud en los sesenta, y así tantos otros…

Tiempo de vida era primordialmente autobiográfica y a nadie se le escapaba que apenas ocultaba la relación del autor con su padre, el pintor Juan Giralt, un pintor bien dotado, pero que tuvo la mala suerte, como los artistas plásticos de su generación, como Alexanco, de que le pilló la Transición política en plena faena, y su obra, transgresora incluso en su supuesto feísmo, en realidad perteneciente a una abstracción que en España se entendió poco, se vio comprimida entre denuncia política de los realistas de la generación anterior y los posmodernos, que ofrecían la imagen de una nación joven que se incorporaba felizmente a la corriente de las naciones desarrolladas de Occidente. Fueron estos últimos los que el nuevo Gobierno socialista de Felipe González tomó como muestra de esa nueva España cultural que surgía de la larga noche de la dictadura, y el trabajo de Juan Giralt, por ejemplo, pasó a cierto olvido, el pintor murió en 2007, hasta que hace unos años, en 2015, el Museo Nacional de Arte Reina Sofía realizó una muestra de su obra que comisariaron Carmen Giménez y Manuel Borja-Villel. Tiempo de vida es título fundamental para entender esa tendencia actual que describe casi en exclusiva el paisaje familiar de sus autores. Y, desde luego, para dar cuenta del último libro de Marcos Giralt, Mudar de piel, un libro que consta de nueve relatos donde se describen las cuitas cotidianas, no por ello alejadas de trascendencias e incluso de tragedias, de nueve voces atrapadas en decisiones que les hacen cambiar hasta entonces la vida que llevaban o, por lo menos, les cambia el modo de percibir las cosas, como si una grieta se hubiese producido en el hasta ahora seguro modo de establecerse en ellas.

Conviene dejar constancia, antes de inmiscuirnos en ciertas tramas inherentes a los relatos, de la extensión curiosa de éstos, pues aquí Marcos Giralt Torrente parece haber recurrido a lo más difícil todavía: no se trata del relato corto, de unas diez páginas, que es lo frecuente en el cuento que se quiere constante con la perfección formal del poema; tampoco se trata del relato largo que se acerca peligrosamente a la nouvelle, formato de difícil resolución, ya que se mantiene entre la formalidad del relato corto y la perspectiva honda y relajada de la novela. No, este libro consta en su mayor parte de narraciones cuya extensión se acerca a las cuarenta páginas, lo que hace de ellas no sólo una rareza, sino que acerca en cierta manera al autor al virtuosismo, dado que atisba en esa extensión mundos que bien tienden a sustentarse en la profusión de páginas propia de la novela. Marcos Giralt es capaz de recrear esos vastos horizontes que perfilan una novela: comprime hasta dejar desnudo el concepto mismo de lo que quieren sus personajes, reduciéndolos a esa extensión que considera la apropiada para aquello que quiere contar.

El paisaje se confunde con el paisanaje. Estas nueve miradas se acercan tanto a la tradición ancestral en las costumbres de un pueblo español asentado durante siglos como a la inquietud que producen esas urbanizaciones de adosados construidos antes de ayer mismo, pero donde se arrastran las preocupaciones y la memoria de sus habitantes, condicionadas por un acontecimiento que puede cambiarles la vida. En «Lucía y yo», el primer relato y, para mí, uno de los grandes hallazgos de este libro, se construye una relación a base de citas literarias y de referencias a películas, aunque, eso sí, ahí está siempre el padre, omnipresente en la obra de Giralt, al modo de Zeus herido: «Nuestro padre. ¿Qué lugar le reservábamos? Difícil determinarlo. Dentro y fuera, si se me permite la indefinición. El nosotros desde el que pensábamos lo incluía, pero se trataba de una conjugación impositiva, refutada por un él del cual, sin confesárnoslo, nos defendíamos». Esta frase resume no sólo este magnífico relato, sino que sitúa en su justa medida la manera de afrontar todo el libro. Por ejemplo, en «Sombras que reverberan», una narración un tanto inquietante, al padre de Julia le han detectado cuerpos de Lewy, una insidiosa y perversa enfermedad que es parecida al párkinson o el alzhéimer, pero que añade al olvido, esa inhumana condición, pues lo propio del hombre es la memoria, las alucinaciones, y ella, que hasta entonces tenía que ocuparse de desplegar nada más que sus preocupaciones en su obra literaria, Julia es escritora, se enfrenta ahora a un cambio vital en la relación con el progenitor. Aunque no todo es así: hay un cuento que casi nos relaja, «Abrir ventanas», donde un padre, escritor él, nos relata no sólo la peculiar característica de su adolescente hija, pelirroja ella, Elena, sino que describe el paisaje y los habitantes del pueblo donde parece haberse refugiado. Es cuento plagado de delicioso sentido de la ironía, un personaje se llama Amleto, nombre en italiano del personaje shakesperiano, y con ello pudiera creerse que está todo dicho al respecto, pero lo cierto es que el relato es una excepción: la mayoría, desde los ya citados a «Un refugio imprevisto», desde luego, «Rendijas, islas» o «Traición», participan de una inquietud tan arraigada en sus personajes que bien puede afirmarse que los constituye en su singularidad, que no serían nada sin ese sinvivir, que es, precisamente, por el que viven…

Mudar de piel es la consecuencia feliz, en otros ámbitos más amplios, de aquel Tiempo de vida que marcó un modo de afrontar lo familiar con otra mirada. En realidad, la obra de Marcos Giralt es una indagación, de la que este último libro de relatos es un excelente ejemplo.

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