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POR ADOLFO CASTAÑÓN
I

Alejandro Rossi (1932-2009), Alejandro Francisco Rossi Guerrero, cifra en su persona el destino o la vocación transatlántica e itinerante de algunos autores hispanoamericanos: Luis Cardoza y Aragón, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Álvaro Mutis, Augusto Monterroso, Carlos Fuentes, entre otros. Vaivén incesante. Nacido en Florencia el 22 de septiembre de 1932, padre italiano y madre venezolana: «viví en hoteles algunos años de la infancia. Nos instalábamos —primero en Florencia, luego en Roma— en cuartos amplios y silenciosos, quitaban aquella mesa, el sillón lo movían hacia la izquierda, el escritorio y el sillón lo sustituían con muebles nuestros, querían cortinas gruesas, usaban sábanas y floreros propios, fuera esa porcelana que llevaba mala suerte, las paredes limpias, nada de acuarelas bobas. La lámpara para estudiar era mía y nunca me separé de un pequeño librero donde colocaba los textos escolares, Tom Sawyer y Huckleberry Finn».[1]

Rossi nació el mismo día y el mismo año del que más tarde sería su amigo el novelista Juan García Ponce, ambos bajo el signo de Virgo y del Mono en el horóscopo chino. También nació un 22 de septiembre, pero de 1907, Maurice Blanchot, el crítico literario. Cuento esto porque formaba parte de las conversaciones sostenidas con Rossi a lo largo de los años.

 

II

«La historia tiene un comienzo aparatoso: en 1942 mi padre decide que la esposa y sus dos hijos deben abandonar Europa por razones de seguridad. Iríamos a Venezuela, y allí esperaríamos el final de la guerra. No era fácil salir de Italia».[2] «Sevilla, Cádiz, travesía en un barco español, El Cabo de Hornos», «episodio del submarino alemán», «la mujer perfecta que deslumbra al niño», la travesía interminable en compañía de la madre y el hermano, llegada y estancia de dos semanas en la isla de Trinidad, la llegada a Puerto Cabello y, al final, el descubrimiento de que un amigo —Juan— le había dado al hermano de Alejandro ciertas cartas comprometedoras para un alemán acusado de espionaje, manipulando a los ingenuos hermanos.[3] Sigue luego en Argentina, donde Rossi pasa los años de bachillerato, descubre a Jorge Luis Borges y se forma en un colegio jesuita a la sombra celosa y exigente del Padre Guillermo Furlong, el polígrafo e investigador incansable, autor de una Biobibliografía del deán Funes.[4] «El padre Furlong es un religioso ejemplar, gloria de la Compañía de Jesús en Argentina, autor de numerosísimas obras de investigación histórica; una de las autoridades más reputadas por su saber y por el admirable equilibrio de su juicio», decía Enrique Martínez Paz, director del Instituto de Estudios Americanistas de la Universidad de Córdoba en su introducción «El deán Funes polígrafo» a la Bio-bibliografia… citada, acometida a lo largo de muchos años y para la cual Furlong tuvo que «recorrer bibliotecas y archivos privados, públicos y privados en el país y en el extranjero, familiarizarse con los temas más diversos…» para producir «uno de esos libros extraordinarios en los que se reúne una vasta erudición, un incansable afán de investigador, una extraña serenidad de juicio» (p. III).

«Entre las múltiples deudas literarias —con libros, autores, y colegas— que un hombre de mi edad acumula —recordaba Alejandro Rossi al recibir el Premio Xavier Villaurrutia en 2007—, deseo destacar los nombres de aquellos que, además de enseñarme literatura, me animaron personalmente a escribirla. En el origen están los pagos por derecho de autor que mi madre me dejaba sobre mi cuaderno de narraciones y después el mítico padre Furlong, el fanático y ruidoso jesuita irlandés, inesperado dueño de un extraordinario oído para la prosa y el verso modernista».[5] El jesuita, conocido como historiador, era miembro de la Academia de Historia Argentina. Le daba clases al joven Alejandro en el colegio jesuita El Salvador. La visión de Rossi de este sacerdote fue siempre ambigua: «un irlandés bastante enloquecido, pero que le gustaba la literatura y la historia».[6]

El padre Furlong me hizo leer a Rubén Darío —me dijo Rossi en la primera conversación que me concedió hace años—. Nos reunía a un grupo de estudiantes, que él pensaba interesados, y nos explicaba, claro, a su manera, ciertas cosas de Rubén Darío. Es cierto que también nos hizo leer a Núñez de Arce y a mí se me quedó por desgracia aquella poesía de Núñez de Arce que creo se llama «El vértigo», que comienza: «Conciencia nunca dormida, mudo y pertinaz testigo que no dejas en la vida crimen sin castigo». Yo la utilizaba porque había leído en unos periódicos algo sobre los ejercicios de memoria. Yo quería tener una memoria prodigiosa, y utilizaba a Núñez de Arce para hacer esos ejercicios, de manera que no es sólo culpa de Furlong sino también culpa mía que se me hayan quedado estas terribles estrofas en la cabeza.

Furlong nos hizo leer a Rubén Darío y otras cosas. Nos hizo leer algo de literatura argentina del siglo xix. Recuerdo que nos hizo leer a Miguel Cané y a Eduardo Wilde, a quienes yo creo que nadie lee ya. Wilde me quedó como un autor de historias lacrimógenas, escribió la historia de un niño que nunca se acababa de morir o algo así, pues si no recuerdo mal, Eduardo Wilde era médico.

De alguna manera, Furlong nos hizo leer ciertas cosas que ya estaban en la literatura. Otra cosa muy importante: Furlong nos hizo escribir, es decir, nos obligaba a escribir.

Su máximo logro didáctico consistía en hacernos desarrollar en ciertas composiciones ciertos temas. Por ejemplo, un clavo, un zapato, un vaso, un bastón. Nos obligaba a escribir sobre eso; pero sí nos daba mucha libertad. Nos decía: «escriban lo que ustedes quieran, lo que se les ocurra, lo que les pase por la cabeza», y nosotros escribíamos sobre esas cosas. Yo me animaba mucho con esto, Furlong nos corregía nuestras composiciones, nos hacía comentarios y cosas por el estilo. A mí me gustaban tanto los ejercicios de Furlong que yo le hacía los ejercicios, le redactaba los temas, a un amigo que se llamaba «El gordo» Jáuregui […] y esperaba con una enorme ansiedad las calificaciones de Furlong. Yo, a mi vez, le escribía a Furlong las otras composiciones: las mías. Debo decir que Furlong siempre le puso 9 o 10 al «gordo» Jáuregui. Pero el «gordo» nunca me celebraba. Recuerdo que esto era una frustración permanente.[7]

Habría que leer con lupa estos párrafos para reconstruir el modus operandi mental del escritor Alejandro Rossi, donde conviven placer, deber, coacción, diversión, fábula y complicidad con una voracidad literaria que prefigura el espacio de la obra futura. Rossi tuvo la suerte de ser educado por un riguroso investigador de la historia de la independencia de Argentina, que además estaba dotado de un fino oído literario. Esto no podía dejar de tener algún efecto sobre su obra ulterior. Una de las cosas que lamento es el no haber podido enseñarle a Alejandro esta obra que Furlong imprimió en Córdoba cuando él tenía siete años y su maestro cincuenta. La Bio-bibliografia del deán Funes se publicó en 1939. En 1944, Jorge Luis Borges en su libro Ficciones incluiría su cuento «Funes el memorioso», publicado dos años antes, en Sur en 1942. Borges tal vez aludía en su cuento sobre el insomnio al infatigable deán Funes. La asociación entre Rossi, Borges y Funes no es fortuita.

 

III

Para el joven Rossi Tom Sawyer y Huckleberry Finn representaron un descubrimiento axial y perdurable:

Ese raro poder de que un libro adivinara lo que pensaban esos dos muchachos. En segundo lugar, el entusiasmo asombrado de identificarme con ellos. O sea, la alquimia de que el escritor al adivinarlos a ellos me adivinara a mí. ¿Cómo era posible que al describir a Tom y Huck me describiera a mí? ¿Cómo sabía Mark Twain lo que yo pensaba o podría pensar? […] Había yo tocado un secreto de la literatura y un enigma epistemológico. Lo que sí tenía claro es que ya nunca estaría solo. Como si hubiera descubierto una comunidad humana más allá de las épocas históricas y de los paisajes distintos. ¿Qué otro regalo, me pregunto, puede competir con éste, con el de saber que nos entendemos con personas tan diferentes? Yo pienso, ahora, que me había asomado a una verdad en la que aún creo: la literatura como el gran lenguaje subterráneo de la humanidad. La literatura como una conversación de todos, la que pulveriza, la que disuelve la extranjería.[8]

 

El primer libro memorable en el recuerdo de Alejandro Rossi fue Las mil y una noches. Sin embargo, la lectura de esta obra se vio interrumpida abruptamente: «Lentamente me fui metiendo en el libro, me fui adentrando. Recuerdo a esta negra que yo obligaba a quedarse y a seguir leyéndome. Esta mujer que creía a lo mejor otra cosa, quién sabe lo que pensaba, poco a poco empezó a asustarse. Se fue asustando y ya no podía quedarse más. Al final, creo que le dijo a mi madre algunas cosas raras: “a este niño yo no sé lo que le pasa”. Y ya no quiso seguir leyéndome Las mil y una noches». A ese primer recuerdo de un libro o más bien de una lectura sucede la aparición memorable de Tom Sawyer:

Unos años más tarde, cuando ya estábamos en Buenos Aires —tendría unos once o doce años—, me enfermé, tuve una otitis, y mi madre me regaló Tom Sawyer. Para mí este fue realmente el descubrimiento fundamental de lo que era un libro, el descubrimiento de la forma, el descubrimiento de lo que se podía hacer en un libro, de lo que se podía hacer escribiendo, el descubrimiento de que se podrían narrar cosas, de que se podría contar. Yo recuerdo que esto fue mucho más impresionante que el propio Tom Sawyer, que releí y releí tres, cuatro, cinco veces a lo largo de esos años.

El Tom Sawyer me deparó, además, otra cosa, el descubrimiento de la forma. Suena pedante, pero es la verdad, no lo puedo decir de otra manera. En Tom Sawyer descubrí que se puede armar una cosa, que se puede armar una narración.

Además, lo que me dejó la lectura de Tom Sawyer fue, digámoslo así, la conciencia de que uno podía —permítanme estos términos horribles— meterse de alguna manera en la realidad, rehacerla, intervenir en ella escribiendo y, sobre todo, que uno podía mentir, que yo también entonces podía escribir una cosa que a lo mejor era mentira y hacerla pasar como verdadera. Esto me pareció formidable, me dio un arma que yo ni siquiera sospechaba [AR. «Primera conversación» en Adolfo Castañón, Algunas tardes con Alejandro Rossi. Conversaciones, ensayos y apuntes, El Colegio de México, 2010, México, pp. 20-21].

 

No es extraño que Rossi asentara más adelante en Manual del distraído en el texto «Robos» citado al principio de este mismo artículo que Tom Sawyer y Huckleberry Finn hayan sido durante muchos años la almohada en que descansaba la cabeza del joven soñador.

 

IV

Los fantasmas de la traducción y de las fronteras recorren la obra de Alejandro Rossi Guerrero. No muchos saben que en 1956 tradujo para el FCE una Historia de la astronomía de Giorgio Abetti, y que cuando titula un cuento «El brillo de Orión» sabe a qué se refiere. Tampoco muchos están enterados de que el apellido materno lo entronca directamente con el General José Antonio Páez (1790-1876), el de los lanceros de la independencia venezolana que se opuso a Simón Bolívar y encabezó el movimiento separatista, «La cosiata» que daría origen a la actual Venezuela. Rossi, que durante mucho tiempo vivió en México como residente extranjero, traía un viejo billete de veinte pesos como amuleto y símbolo de su extranjería. A Rossi le gustaba hablar de su glorioso antepasado y celebraba que yo tuviese entre mis libros la Autobiografía del General José Antonio Páez,[9] obra de la cual hablamos no pocas veces, como también del Archivo de Francisco de Miranda o de las Memorias del General O’Leary. En Edén: vida imaginada, la figura del General Páez se presenta como una seña de orgullosa identidad entre los hermanos, Félix y Álex o Alejandro…

Atesoraba esa condición de extranjero, o mejor, de tener varias patrias. La Italia nativa, la infancia trashumante y venezolana, la adolescencia argentina o más bien bonaerense, la experiencia cosmopolita del que tiene la raíz o las raíces al aire, entre Roma, Sevilla, Caracas, Buenos Aires, México, Alemania e Inglaterra. Tal intermitencia en lo civil se complementa en la ecuación vital con la necesidad de dominar y conocer las lenguas de ese continente hispanoamericano que conoció al derecho y al revés. De hecho, cabría decir que en parte su obra se puede explicar en función de la búsqueda de un lenguaje, de un lugar de la enunciación (El lugar del escritor, de 1992, para saludar a su amiga la novelista venezolana Victoria de Stefano) que va metamorfoseándose y pasa de lo académico a la experimentación con las hablas diversas que lo atravesaban. La escritura de Rossi es por demás sensible a las insinuaciones y provocaciones de «la musa dialectal», para tomar en préstamo una expresión del poeta Eugenio Montale. Este proceso se encuentra nítidamente manifiesto en Manual del distraído, La fábula de las regiones y, sobre todo, en Edén: vida imaginada, que desde luego forma parte del conjunto. El ir y venir entre las lenguas, pero sobre todo lengua adentro: ése es el juego subterráneo de las contra-fábulas de Alejandro Rossi. Está siempre con el oído pegado a la tierra o a la piedra, o al enjambre y algarabía de las voces que se le van cruzando. Es un cazador de voces tanto como un expositor de ideas y un observador implacable de los escenarios desde donde se producen las ideas y las creencias, las opiniones, tanto como del escenario interior en que se va desarrollando cada instante la experiencia. Esto lo hace inevitablemente político, corrosivo, nadador en las aguas frías de la contracorriente. No es extraño que sus amigos, —llámense Octavio Paz, Juan Nuño o Guillermo Cabrera Infante— hayan sido disidentes. Para decirlo con George Steiner, Rossi es un extraterritorial.

 

V

La práctica de la contra-fábula es paralela a la cacería de creencias y lugares comunes, desde actitudes que a su vez cambian anclajes y puntos de vista. El proyecto cabría ser acomodado en el horizonte de una Filosofía en metáforas y parábolas. Una introducción literaria a la filosofía como la propuesta por Juan David García Bacca desde México en 1945 quien ya desde esas fechas estaba consciente de que «individualizar la filosofía es un cierto robo a la verdad objetiva».[10] En esa obra García Bacca, discípulo disidente de Ortega, subrayaba hasta qué punto la filosofía está impregnada de teatralidad y cómo no puede dejar de ser concebida al margen de la cuestión clave del género o de los géneros literarios. Esta cuestión mercurial desveló a Rossi a lo largo de su obra.

La mención a José Ortega y Gasset no es casual. Rossi le dedicó un largo ensayo: «Lenguaje y filosofía en Ortega», con el cual cierra sus Obras reunidas. Hablar de Ortega equivale a hablar de un filósofo que es también un escritor y un periodista, de un catedrático que es a la par hombre de mundo y editor. La vocación filosófica de Ortega y Gasset se juega paralelamente a la vocación literaria resuelta en el ensayo: la filosofía entre bambalinas aparece y desaparece en la intermitencia o vaivén del «genus dicendi sistemático», una fórmula que aparece reiterada por Rossi en ese texto donde trata de hacer la anatomía de este inasible pensador y de su búsqueda de la «plenitud de significado». Alejandro echa mano de otro término para tratar de comprender el proyecto intelectual de Ortega; me refiero al de «salvación». Voz que tiene viejas raíces en la cultura hispánica. Fue utilizada por Rafael Segovia —otro gran conversador y conocedor de la praxis política—, para dar título a su obra Tres salvaciones del siglo xviii español (Feijoo, Torres de Villarroel, Cadalso; 1960). Si la voz «salvación» fue utilizada por Alejandro Rossi para tratar de entender cabalmente el proyecto intelectual de José Ortega y Gasset, ¿no cabría echar mano de ella para intentar ceñir el de la escritura plural de Alejandro Rossi?