En este plano más político de la novela, las opiniones y dilemas del protagonista pueden atribuirse sin demasiadas dificultades al autor empírico. Philip Roth adopta, pues, una determinada «postura de autor» (Meizoz, 2007). Podemos decir que, a través de este relato y más allá de él, ocupa una posición singular, que le es propia, dentro del campo artístico, de modo que su «identidad» como creador se ve subrayada por sus textos, pero también por los media que, de distintas formas, promocionan y visibilizan sus obras y, a veces incluso, su propia personalidad. El papel público del escritor ejerce, entonces, una importante influencia en la recepción de un autor y en las correspondencias que, como lectores, somos capaces de establecer entre la persona y su proyección ficcional. Advertido de ello, Roth «pone en discurso» su propia escenografía autorial (Díaz, 2016, p. 162), legando a sus lectores un «sujeto construido» (Meizoz, 2016, p. 200): no sólo traslada a su protagonista (y su doble) sus propios atributos (escritor estadounidense, judío, de vida sentimental atribulada, superviviente de un cáncer), sino que se regodea en los aspectos menos agradables de su imagen pública, en consonancia con algunas de las acusaciones de las que ha sido objeto a lo largo de los años (ser egocéntrico y antipático, creerse una celebridad de izquierdas, difamar el mundo judío o desear fervientemente obtener el Nobel).

De este modo, Roth, como también hacen tantos otros autores autoficcionales, explora la posición paratópica del escritor, entendiendo por paratopía, según la definición que de ella ofrece Dominique Maingueneau (200, p. 68), el lugar paradójico que ocupa el autor con respecto al espacio social, pues pertenece y no pertenece a él. Su alejamiento es lo que le permite singularizarse del grupo, tener algo que decir sobre éste, pero es el grupo el que «autoriza» al escritor, que sólo así deviene autor. Se trata de una posición, por lo tanto, no ajena a elementos adyacentes, como la función mediadora de terceros (críticos, editores y lectores), o insoslayables fenómenos contemporáneos, como el papel de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, que, de manera activa, participan en la celebrización del autor. De esta forma, la autoficción se interesa también —y mucho— por la exhibición del artista y el culto a la personalidad, el valor de la vida por encima del de la obra, apuntando a la «hipertrofia de la figura del autor estilizada en los medios» (Sibilia, 2008, p. 189), en el contexto de la sociedad de consumo y sus prácticas simulacrales (Alberca, 2007, p. 45).

Todos estos motivos podrían explicar, al menos en parte, el auge de la literatura autoficcional. En España, concretamente, y en especial durante los últimos quince años, son muchos los escritores de todas las generaciones los que han frecuentado esta modalidad narrativa en sus diversas variantes: desde la más personal, cercana al autobiografismo con componentes experimentales, hasta la llamada «autonovela» (Mora, 2013, p. 142), en la que la autoficción se incardina en la reflexión metaliteraria. Aunque a menudo resulta difícil distinguir ambos caminos, podríamos destacar, entre las primeras, Finalmusik (2007), de Justo Navarro; La familia de mi padre (2008), de Lolita Bosch; Lección de anatomía (2008 y 2014), de Marta Sanz; Un momento de descanso (2011), de Antonio Orejudo; Los combatientes (2013), de Cristina García Morales, o La edad ganada (2015), de Mar Gómez Glez; y, entre las segundas, La loca de la casa (2003), de Rosa Montero; París no se acaba nunca (2003), de Enrique Vila-Matas; El mundo (2007), de Juan José Millás; Ladrón de mapas (2008), de Eduardo Lago, o El balcón en invierno (2014), de Luis Landero, entre muchos otros títulos.

Son relatos que coinciden en subrayar la dimensión artificial y fantasmática del sujeto, así como de los materiales con los que éste construye su biografía. Lo hacen «poniendo en segundo plano la realidad de los hechos» y «asocia[ndo] de manera crítica y problemática […] el “decir” y el “hacer”» (Richard, 2013, p. 57). Si aproximarse a la noción de autor también implicaba hacerlo a los procesos de recepción, entendiéndolos siempre como contextualmente situados, la autoficción pone en evidencia el valor interlocutivo de toda obra literaria, desafiando al lector, instándolo a descubrir las claves de su propia elaboración.

La llamada a un receptor advertido, alerta a los mecanismos de construcción del relato y a los espejeos de la personalidad, representada a la vez que edificada en el texto, alcanza especial relevancia en las autoficciones que buscan articular discursos críticos del tipo que sea. En las páginas que siguen nos centraremos en aquellas narraciones en las que el yo-autor se interroga, desde un punto de vista político —como veíamos que también sucedía en Operación Shylock con respecto al sionismo—, acerca de realidades que le conciernen no sólo como individuo, sino como sujeto de la historia. En este sentido, y ya inmersos en el ámbito español, resulta obligado observar de qué modo la autoficción reciente ha elaborado relatos sobre la Guerra Civil y la dictadura franquista, y, de forma específica, sobre las vivencias particulares de los herederos de este fundamental episodio histórico.

Así, puede resultar operativo el concepto de «posmemoria», acuñado por Marianne Hirsch (2012) con el fin de explicar los actos narrativos de la segunda generación de supervivientes del Holocausto, basados en la interpretación que la historia familiar ofrece de unos hechos. Por otra parte, los aspectos imaginativos de la posmemoria facilitan a los descendientes «apropiarse de las historias de sus padres y usarlas creativamente para construir versiones del pasado, las cuales tienen una relación con las preocupaciones del presente» (Maguire, 2014, p. 218).

En España, es cierto, no cabe hablar tanto de padres ni de segunda generación, como de abuelos y de tercera generación pues, a lo largo de la última década, son los nietos quienes han asumido la labor de narrar el pasado y confrontar lo sucedido, ahora que está muy cerca la desaparición de aquellos que vivieron los acontecimientos en primera persona. Un paréntesis entre generaciones que se explica, entre otros motivos, por la imposición de la historia oficial por parte de los vencedores, a lo largo de los casi cuarenta años que duró la dictadura, y también por el pacto de silencio que caracterizó la Transición y que dejó sin apenas voz a los represaliados.

Por otro lado, hay un cierto consenso entre los críticos en interpretar este auge o boom de la memoria a partir del año 2000, aproximadamente, como parte de un debate más amplio en torno a la Guerra Civil, el franquismo y la Transición en el ámbito de la esfera pública en general, el cual se alimenta de las reivindicaciones de algunos colectivos de víctimas y sus familiares (en especial, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica), los organismos internaciones de derechos humanos, las investigaciones recientes a cargo de historiadores y periodistas, las exposiciones en museos, la divulgación de testimonios y también las revisiones que del tema se han llevado a cabo en el cine y la literatura (Corredera, 2010, pp. 40-41).

En este contexto, la elección de la autoficción como espacio de desvelamiento y enmascaramiento del yo enunciador no sólo implica subvertir los pactos de lectura habituales, sino que instaura una relación distinta del escritor con la verdad, algo de lo que se advierte al lector de manera explícita o implícita. La autoficción permite a los autores hablar de sí mismos y de los demás —especialmente, de los muertos— haciendo uso de una mayor libertad creativa, sorteando la autocensura intrínseca a todo relato autobiográfico e imaginando lo que apenas puede saberse de manera fidedigna —tanto por razones históricas y políticas, cuando desde instancias del poder se ha ocultado la verdad, como por razones psicológicas, cuando el sujeto se enfrenta a la tarea de reconstruir el pasado—.

Los lazos de filiación, junto con la experiencia del daño, explican, en este sentido, la fuerte subjetividad de los textos, a la vez que la oscilación entre continuidad y ruptura del recuerdo hace evidentes los mecanismos de construcción inherentes a toda memoria a través de procesos narrativos y, muy importante, a través de procesos imaginativos. Ello implica, por un lado, la expresión de lo íntimo —la experiencia individual, subjetiva— antes que la elaboración de un testimonio vinculado a lo colectivo, y, por el otro lado, la presencia de elementos ficcionales que contaminan de manera sostenida lo referencial. La autoficción, por lo tanto, se ofrece como una forma privilegiada «de plasmar narrativamente las ambigüedades, contradicciones y recovecos tanto de una memoria indirecta y fluctuante como de una identidad quebrada» (Logie, 2015, p. 78). De ahí que, en la mayor parte de estas obras, abunden, en efecto, los elementos paratextuales y textuales que ponen de manifiesto este tipo de enunciación híbrida —mitad referencial y mitad ficcional—, en la que no es posible discernir lo fabulado de lo acontecido en realidad, generando, así, una narración de tipo paradójico (que no es ni autobiografía ni novela, o, si se quiere y como se ha repetido tantas veces, que es ambas cosas a la vez).

Total
15
Shares