POR ANA CASAS
«La pasión de lo real» —usando la expresión que Slavoj Zizek toma de Alain Badiou— coincide en el tiempo con otra pasión que también atraviesa muchos textos contemporáneos (literarios, cinematográficos, fotográficos, etcétera): la pasión del autor. Si para Zizek lo que define el siglo xx es «la experiencia directa de lo real como algo opuesto a la realidad social cotidiana» (2005, p. 11), el autor —con sus implicaciones no sólo discursivas, sino también ontológicas— aglutina en su propia figuración no pocos aspectos de ese real.

En términos literarios, la pasión de lo real se ha traducido en el auge de la ficción realista. Sin embargo, mientras el realismo clásico «consistía en inventar ficciones que pareciesen realidades», el realismo actual —en el que a menudo se proyecta la figura del autor— consiste en «inventar realidades que parezcan ficciones» (Sibilia, 2008, p. 223). Estamos, pues, ante una realidad que ha perdido su capacidad legitimadora y que, por ello, es objeto de continuo cuestionamiento. De este modo, a la pasión de lo real hay que sumar la virtualización de lo real: la realidad deberá espectacularizarse. «Lo real que vuelve —sigue diciendo Zizek— tiene el estatus de otra apariencia: precisamente porque es real, es decir, a causa de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que experimentamos como) nuestra realidad y, por lo tanto, nos vemos obligados a experimentarlo como una aparición de pesadilla» (2005, p. 20).

Ciertamente, la reflexión de Zizek resulta muy pertinente en el marco de los enunciados (auto)ficcionales, pues éstos elaboran imaginarios que escenifican nuestra relación (fantasmática, traumática) con lo real (y, como veremos más adelante, también con el autor).

Entre los factores que intervienen en la evolución del realismo, o en este cambio de su propio paradigma, destaca el llamado «giro subjetivo» (Sarlo, 2005, p. 22), es decir, el valor que se concede a la experiencia particular, que, en muchos casos refleja o transparenta la del propio autor. Como resume Nora Catelli, «La psicologización llevaría a una absolutización de la esfera individual de esa experiencia, lo cual supone la sustracción de la experiencia colectiva, su adelgazamiento» (2006, p. 19). Dicho de otro modo, sería parte del sentir de nuestra época la preeminencia de lo sentimental, de lo afectivo, por encima de otro tipo de valores, de carácter general o incluso político.

La autoficción —propensa a la hibridación discursiva, pues combina enunciados reales y ficcionales, teniendo en el centro la figura del autor— sería, a su vez, producto de este giro subjetivo, el cual provocaría el ensanchamiento del llamado espacio autobiográfico (Arfuch, 2002, p. 23). Si antes dicho espacio lo ocupaba sólo la autobiografía, éste ha acabado por incluir todo tipo de propuestas, desde las más convencionales —biografías, memorias o diarios al uso— hasta las más impredecibles —realities televisivos guionizados, documentales performáticos, novelas autoficcionales, etcétera—. Ello resulta especialmente relevante en el momento actual, cuando las diversas formas de la «extimidad» (Tisseron, 2001, p. 52) y la «espectacularización de la personalidad» (Sibilia, 2008, p. 133) están a la orden del día, y cuando el deseo de consumir vidas ajenas es más fuerte que nunca. De este modo, el nuevo contexto de efervescencia de relatos reales choca con la cada vez más escurridiza noción de realidad —a la que apenas podemos dotar ya de significado—, una paradoja de la que la autoficción, con todas sus estrategias despersonalizadoras en torno a la representación del yo, no deja de sacar buen rendimiento. «Ahora —como apunta Paula Sibilia, dando otra inesperada vuelta de tuerca—, la realidad empieza a imponer sus propias exigencias: para ser percibida como plenamente real, deberá intensificarse y ficcionalizarse con recursos mediáticos» (2008, p. 225). Ello se aplica, como es obvio, al yo-autor proyectado en un buen número de obras de apariencia más o menos autobiográfica. La trayectoria vital de los escritores parece, en efecto, haber sustituido la imaginación como fuente de la que emanan las historias, favoreciendo los procesos de ficcionalización del discurso autobiográfico.

La autoficción, además, hace suyas muchas de estas contradicciones: la presencia del autor en el texto escenifica la crisis del realismo canónico —y de lo autobiográfico como expresión radical de dicho realismo—, así como la conciencia de que la obra (y también el autor y el receptor) sólo puede penetrar lo real a través de la ficción. En este sentido, en toda autoficción subyace la siguiente paradoja: las marcas de autobiografismo —en especial, la presencia del nombre propio, así como la caracterización del personaje, cuyos rasgos lo asimilan o aproximan al autor real— se combinan, desmintiéndose, con las marcas de la ficción. La contradicción reside, pues, en conceder un espacio privilegiado al autor, transformado en personaje de su propia obra, y, al mismo tiempo, en socavar su autoridad sometiéndolo a determinados procesos de estetización.

Antes que nada, sin embargo, merece la pena notar como en la autoficción aparecen congregadas determinadas concepciones críticas sobre el autor (evocando las diversas estrategias de autorización y desautorización del discurso literario), en particular, las relaciones que separan a éste de la obra (o que lo vinculan a ella) y «las imbricaciones —coconstitutivas— entre escritura y recepción, texto y contexto, creación e institución, singularidad y comunidad, firma y renombre, autoridad y reconocimiento o excelencia y admiración» (Pérez Fontdevila y Torras Francés, 2016, p. 17). A partir de las dinámicas de individualización del autor producidas desde finales del siglo xviii (Shaeffer, 2016), así como la instauración de una crítica de corte fundamentalmente positivista, que es contra la que reacciona Barthes —después de que ya lo hicieran Proust o Mallarmé—, ideas capitales como las de originalidad, genio o singularidad vertebran la reflexión sobre el autor, desarrollada no sólo en los comentarios críticos sobre esta figura, sino también en las obras literarias como las que aquí nos ocupan.

Es así como las prácticas autoconscientes de la autoficción cuestionan nociones en torno a la representación del autor que hoy nos parecen ingenuas, en especial, la unidad del sujeto (en la vertiente personal e identitaria del yo) y la originalidad del artista (en la vertiente creativa del yo). Por una parte, ponen de manifiesto hasta qué punto la unidad del sujeto no es trasladable al papel, pues ésta no existe o no resulta aprehensible, como demostraron hace tiempo el psicoanálisis y la deconstrucción. Lo mismo sucede con respecto a la originalidad del artista, que, ligada a una visión romántica del autor, también se revela una falacia. Como anota Laia Quílez, en un trabajo sobre el documental performativo de marcado signo autoficcional, «el yo que se inscribe en los relatos posmodernos escritos y/o filmados en primera persona —bien sean autobiografías, diarios íntimos o memorias familiares— ha dejado de esconder sus fisuras, su inestabilidad, su hibridación. Presentándose como persona y personaje, como realidad y ficción, como original y copia, la lectura del mundo —y de sí mismo— que lleva a cabo el autor —que es también narrador y personaje— a lo largo de este tipo de obras no puede ser más que tentativa y, a menudo […], autorreflexiva e irónica» (2009, p. 117).

De esta manera, la autoficción pone el dedo en la llaga de los problemas que recorren la autoría, al deconstruir determinados lugares comunes en la concepción del autor, como el que decreta la singularidad de éste con respecto a la comunidad de la que «se aparta», para acabar demostrando que dicha singularidad está codificada, precisamente, por la comunidad a la que en teoría se opone, de manera que «excepcionalidad, singularidad y originalidad devienen valores comunes, generalizados, anodinos, hasta el punto de que […] ser original acaba siendo cualquier cosa menos original» (Pérez Fontdevila y Torras Francés, 2016, p. 36). La autoría, en resumidas cuentas, «aparece atravesada de origen por lo impropio, lo repetitivo y lo común, es decir, por aquello mismo cuya intervención debe exorcizar» (ídem, pp. 43 y 44).

Relatos autoficcionales como Operación Shylock (1993), de Philip Roth, escenifican este tipo de paradojas (sobre todo, el cuestionamiento de la originalidad artística), porque exhiben una referencialidad muy marcada (la homonimia entre autor y personaje, los datos biográficos de éste atribuibles a aquél, el subtítulo «Confesión», etcétera) y, al mismo tiempo, la desbarataran a través de elementos altamente improbables o directamente inverosímiles; el más llamativo, el encuentro casi fantástico de Philip Roth con su doble en Israel: un hombre nacido en 1933 en Newart, Nueva Jersey, que se llama como él, tiene su mismo aspecto, su voz, su caligrafía, viste igual… y que en Jerusalén se hace pasar por el célebre escritor con el fin de difundir la teoría del diasporismo, que defiende el regreso de los judíos askenazis a Europa y tiene por objeto evitar un segundo holocausto, esta vez perpetrado por los árabes, así como restablecer el equilibrio en los territorios ocupados de forma injusta. La historia, construida en torno al conocido motivo del doble, plantea el cambio de identidades y culmina en un ausente capítulo undécimo, tal y como se nos informa en el epílogo de la novela. Éste —que debía titularse precisamente «Operación Shylock»— narraría las —también poco creíbles— aventuras de Philip Roth como espía al servicio del Mossad. Una actividad que vendría a engrosar la lista de fraudes, simulaciones y simulacros que recorren la novela, empezando por la presencia del doble que usurpa la identidad de Roth, y del que nunca se conocerá su verdadera naturaleza, y siguiendo con la extensa galería de personajes falsarios o, al menos, de identidad confusa o escurridiza.

Por otro lado, y sin renunciar al humor, el relato de Roth exhibe múltiples maneras de «ser judío» a través de los supervivientes del Holocausto, los judíos de la diáspora, los judíos americanos, los asimilados, los ortodoxos, los que regresaron a Israel, los judíos israelíes de origen semítico, los que no cuestionan el statu quo en Oriente Próximo, los que sólo piensan en instalarse en Europa o en Estados Unidos, los religiosos, los ateos. A ello hay que sumar la presencia de puntos de vista ofrecidos por gentiles, palestinos, antisemitas, además de los tradicionales prejuicios en torno a los judíos, cuyo epítome podría ser Shylock, el despreciable usurero de El mercader de Venecia que da nombre a la novela. El resultado es un mapa amplio y complejo, difícilmente esquematizable, de las distintas caras de la identidad judía. Una multiplicidad de la que no escapa el propio autor, fragmentado, despersonalizado a causa de las medicinas que toma y de sus propias inestabilidades internas, obligado a tener que mirarse en un doble tan descentrado como él.

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