«El estilo es traducir el pensamiento con palabras»Por Arnoldo Gálvez Suárez

Fotografía de Lisbeth Salas

En la tarde del 28 agosto de 1968, sobre la Avenida de la Reforma, un comando de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) interceptó el Cadillac en que viajaba el embajador de Estados Unidos en Guatemala, John Gordon Mein. Un pequeño Toyota verde le cerró el paso, mientras un Buick rojo impedía que el auto de la embajada huyera en retroceso. Los atacantes, armados con subametralladoras, le ordenaron al embajador que abordara el Toyota. El embajador no obedeció. En cambio, abandonó el Cadillac y comenzó a correr. Una ráfaga lo alcanzó por la espalda. El cadáver quedó tendido a los pies del monumento a Lorenzo Montúfar, político liberal guatemalteco de la segunda mitad del siglo XIX que, curiosamente, también era diplomático.

Poco después, cuando ya la policía había acordonado el área y cubierto el cadáver con una lona, un bus escolar lleno de niños que volvían a sus casas después del colegio, pasó al lado de la escena del crimen. Los niños se abalanzaron hacia las ventanillas del bus para ver al muerto. Uno de esos niños era Rodrigo Rey Rosa.

Hoy, 56 años después, el escritor guatemalteco recuerda el suceso como el momento en que abrió los ojos a la violencia de su país. Sin embargo, en el centro de la literatura de Rey Rosa, nacido en 1958, no es propiamente el acto violento lo que prevalece, sino su amenaza, una sombra sin contornos definidos que se proyecta sobre la aparente normalidad de los personajes que pueblan sus ficciones. En los libros de Rey Rosa tal amenaza no necesita cumplirse, en cambio, se contenta con el miedo que es capaz de infundir. Una veintena de libros después de haber publicado el primero, Rey Rosa sigue escribiendo a la sombra de esa amenaza, con la nariz pegada a la ventanilla de ese bus escolar, desde la incómoda ambigüedad de una pesadilla y también desde el miedo, el asombro y la extrañeza.

Su curiosidad es contagiosa. Si sus libros no se pueden soltar no es solamente porque sea un narrador virtuoso, ni por la efectiva transparencia de sus frases, ni porque sus personajes, barquitos de papel navegando en aguas siniestras, sean extrañamente seductores, sino porque en esos libros hay siempre una urgencia, que a veces parece moral y otras veces irreflexiva, por arrebatarle secretos a la oscuridad y al silencio mientras, a nosotros, sus lectores, esos secretos terminan importándonos tanto como le importan a él.

La familia y los maestros

—¿Qué significó el encuentro con el cadáver del embajador? ¿Tomaste conciencia de que vivías en un país violento?

—Sí, porque vivíamos en una burbuja. Incluso después, cuando las cosas se pusieron peores, la prensa seguía sin decir casi nada de lo que estaba pasando.

¿Y en tu casa se discutían esos temas? ¿Se hablaba de lo que estaba ocurriendo?

—Mis padres no hablaban mucho de eso. Ellos navegaban en medio. A mi viejo, como industrial que era, lo veía con desconfianza la izquierda, pero también la derecha: la industria representaba una especie de cambio, de modernización que ya no tenía mucho que ver con la vieja idea del latifundio. Además, era muy amigo de Fuentes Mohr.

(Alberto Fuentes Mohr fue un político socialdemócrata guatemalteco, asesinado por el gobierno militar del General Romeo Lucas García, el 25 de enero de 1979).

—En medio de una sociedad ultraconservadora como la guatemalteca de entonces, algo excepcional habrá estado ocurriendo en casa de los Rey Rosa para que vos y tu hermana, Magalí (pionera en Guatemala del conservacionismo y una de las activistas medioambientales más importantes del país), hayan optado por caminos tan poco convencionales.

—Es cierto. Ni yo ni mis hermanas, ninguna de ellas, seguimos una vida convencional. Somos inclasificables. Ningún hijo les salió a mis padres como ellos hubieran querido. Aunque tampoco es que mis padres fueran tan conservadores: mi viejo, por ejemplo, era nueve años menor que mi vieja; se formó en Italia y rechazaba las convenciones sociales guatemaltecas.

—¿Cuál fue el primer libro que leíste con la conciencia de que estabas leyendo literatura?

—El Martín Fierro, a los 13 años. Un profesor de literatura que me caía muy mal nos hizo leer los primeros capítulos. A mí me gustaron y terminé leyendo todo el libro. Después vino otro profesor que consiguió que Literatura se volviera mi clase favorita. Se llamaba León Aguilera. Era barbudo y cojeaba por la polio. Gracias a él conocí a Borges y a Kafka. Le decíamos León Fu, no solo porque la barba lo hacía parecerse al personaje de la serie Kung Fu, sino porque también nos dio a leer literatura oriental. Las analectas de Confucio, por ejemplo.

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Por la misma época en que recibía clases de literatura con León Fu, el adolescente Rodrigo Rey Rosa se rompió una pierna. Visto en retrospectiva, el accidente resultó ser un regalo de la providencia.

«Las ganas de viajar se las debo a la literatura. Durante el mes que estuve en cama me leí toda la obra de Karl May, un alemán que escribió ficciones de viaje y aventuras sobre los indios norteamericanos y también sobre el medio oriente y el norte de África. Por un libro suyo supe desde entonces que quería conocer el norte de África. Otro libro suyo me permitió conocer Irak y a los yazidíes. Mi primera noticia de los yazidíes, de los que escribo en mi última novela, es un viaje a través del Kurdistán de este loco que nunca salió de Alemania».

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—¿Las ganas de viajar, eso tan indisociable de tu vida y tu literatura, no fue también necesidad de huir por aquello de «Guatemala, Centroamérica, el país más hermoso, la gente más fea», esa frase con la que abre tu novela Noche de piedras?

—Más o menos. A mí siempre me gustó mucho Guatemala, pero cuando volví de mochilear en Europa después de graduarme del colegio, durante el primer año de la Universidad, la Ciudad de Guatemala era irrespirable y comencé a detestarla.

—¿Por qué elegiste la carrera de medicina?

—Tenía un tío médico a quien admiraba mucho y también era un gran lector. Pero apenas comenzado el primer semestre perdí el interés. En primer lugar, no me gustaba cortar animalitos cada semana en los laboratorios porque estaba leyendo mucha literatura oriental.

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Quizá porque sabía cuánto le gustaba leer y porque intuyó la frustración del aspirante a médico sin vocación, Magalí Rey Rosa le recomendó a su hermano que asistiera de oyente a las célebres clases de literatura que impartía el doctor Salvador Aguado en la misma Universidad donde él estudiaba medicina.

«Por esa época yo estaba leyendo Ficciones de Borges y me tenía deslumbrado. La lectura de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius me había hecho considerar seriamente convertirme en escritor. Fui entonces a meterme a la clase del doctor Aguado y por pura casualidad estaba discutiendo uno de los cuentos que yo recién había leído: La forma de la espada».

Nacido en Navarra, España, en 1911, Salvador Aguado era un filólogo que defendió la causa republicana. Hacia el final de la Guerra Civil se refugió en Francia, huyendo de la matanza franquista. Fue miembro de la resistencia francesa. Después de la Segunda Guerra Mundial migró a América junto a su familia.

«Él y su esposa, que era anarquista, se dedicaron a pasar republicanos por los Pirineos para escapar de Franco. En Guatemala se volvió anticomunista, pero era un caso curioso de anticomunista porque nunca dejó de ser también antifascista y anticlerical. Cuando yo lo conocí ya era un anciano. Aprendí mucho de él: a cuidar el idioma, a comprender que si me aburro escribiendo seguramente aburriré a los lectores. Sus clases eran un gusto y sus libros sobre Rubén Darío y sobre El Lazarillo de Tormes son fascinantes».

La lectura de Borges, la influencia del sabio Doctor Aguado y la animadversión que le producía diseccionar anfibios, hizo que Rodrigo abandonara definitivamente la carrera de medicina.

«Lo dejé todo. Le dije a mi viejo que quería escribir y me echó de la casa. Me quedé un año de vago. Me fui a vivir con un grupo de gente perdida entre Fraijanes y el Lago de Atitlán y solo venía a la ciudad los sábados para ver a la familia».

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—¿La apuesta por la escritura fue así de radical: «todo o nada»?

—En ese momento sí, porque ya había tirado medicina y andaba feliz con estos hippies y ellos me ayudaban a lanzarme al vacío. Mandalo todo a la mierda, me decían. Estaba un poco perdido, la verdad, porque de ellos nadie terminó bien.

*

Un año después, intentó un nuevo acercamiento con su padre. Una mezcla de voluntad de reconciliación y el reconocimiento de que la vida hippie era insostenible, hizo a Rey Rosa pedirle trabajo a su padre en la empresa de textiles. El trabajo consistía en comprar telas, a veces en el extranjero. A la vuelta de uno de esos viajes, paró en Nueva York. Era una noche de invierno y en la ciudad no había un solo hotel disponible.

—En New York hay una persona que me debe un favor— le dijo una tía, hermana de su padre, que vivía en Boston y a la que Rodrigo llamó esa noche para pedirle ayuda —decile quién sos y si no te ayuda agarrás un tren a Boston.

Se llamaba Francisco Grande, un fotógrafo español que hasta hacía pocos meses había sido pareja de Jessica Lange. Francisco «Paco» Grande era esa noche el anfitrión de una fiesta en su apartamento en Bleeker Street. La bohemia avant-garde del Village, en una calle que tiene su propia canción de Simon & Garfunkel y la generosa oferta de pasar la noche en su apartamento bastaron para que Paco y Rodrigo se hicieran amigos.

Poco tiempo después, Paco visitó Guatemala, justo en la víspera de uno de los episodios más sórdidos de la historia reciente del país: en enero de 1980, el gobierno guatemalteco quemó vivas a 37 personas en el interior de la Embajada de España.

Tú tienes que irte de este hoyo de mierda. El mundo es enorme. Yo voy a ayudarte— le dijo Paco a Rodrigo antes de terminar el viaje y le ofreció su apartamento en Nueva York durante el año que él pasaría viajando por Tailandia.

«Renuncié a mi trabajo de comprador de textiles. Vendí un carro que me habían regalado por mi graduación y me fui. Mi viejo se peleó definitivamente conmigo. Llegué a Nueva York y le conté a Paco que quería escribir. Me prestó dos libros: The Selected Writings of Lafcadio Hearn y The Collected Stories, de Paul Bowles. Era la primera vez que yo escuchaba hablar de Bowles».

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Fotografía de Lisbeth Salas

Verano en Tánger

En uno de los pasillos de la Escuela de Artes Visuales de Nueva York, Rodrigo se topó de frente con un anuncio que le cambiaría la vida: Summer Writing with Paul Bowles in Morocco. Para ser admitido en el taller, el aspirante debía enviar un cuento. Los autores de los mejores cuentos serían seleccionados por Bowles para participar en el taller.

«Necesitaba tres mil dólares para financiarme las seis semanas en Tánger. Llamé a una de mis hermanas, que en ese momento estaba trabajando en la tienda de cerámica de mi madre, y ella sustrajo el dinero de la caja chica y me lo mandó. Me salvó la vida. Murió hace poco y creo que nunca le pude pagar ese gesto».

—¿Qué viste en Paul Bowles y qué vio él en vos para que, a partir de esos primeros encuentros, iniciara una amistad que duró casi dos décadas?

—Paul era un poco extraterrestre, un tipo muy distante, pero ser guatemalteco me ayudó a que él se acercara a mí porque conocía muy bien Guatemala. Parte de su larga luna de miel con Jane fue aquí y Guatemala estaba muy presente en sus recuerdos. Así que cuando me presenté en el taller y dije de dónde venía, a él le dio curiosidad saber qué estaba haciendo un guatemalteco en Tánger, entre un montón de viejos neoyorkinos.

*

Además de sugerirle que no escribiera más en inglés porque él podía leerlo en español, Bowles le recomendó a Rodrigo que no pasara tanto tiempo en el taller y que aprovechara el tiempo para conocer el país.

«Me hizo un itinerario y me prestó unos mapas. Pensé que me estaba despidiendo y diciendo que eso de escribir no era lo mío. Me fui quince días de viaje y a la vuelta me dio la gran sorpresa: un editor le había pedido algo suyo, pero él no tenía nada para publicar y creía que mis cuentos podrían interesarle al editor. A los seis meses de eso tenía un librito listo para ser publicado, The Path Doubles Back, que apareció en 1982.

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La Entrega

Después del verano en Tánger, Rey Rosa volvió a Nueva York y comenzó a estudiar cine. En Guatemala, la guerra se había recrudecido. En el verano de 1981, terminado el primer semestre, recibió un telegrama de su padre: Cuestión de vida o muerte. Toma el primer vuelo a Guatemala. Habían secuestrado a su madre.

«Los secuestradores pedían una cantidad de dinero impagable. Mi viejo sabía que pagar de inmediato podía complicar aún más la situación. Había que negociar. Esto lo había aprendido porque teníamos muchos conocidos secuestrados. De hecho, la posibilidad de sufrir un secuestro era algo que se había discutido en casa. En la última Navidad, mis padres habían tenido una conversación al respecto: si a mí me secuestran, Mario, había dicho ella, no les pague un centavo a esos desgraciados. Ella contaba después que, mientras estuvo secuestrada, se moría de miedo pensando que mi padre le iba a hacer caso».

—¿Qué hacías vos mientras tanto, durante los meses que duró el secuestro?

—Un amigo que había sufrido el secuestro de un familiar le recomendó a mi viejo que no se enojara durante las llamadas y si no podía controlarse, era mejor que fuera yo el que hablara. Así que me pasaba en la casa esperando la próxima llamada y me tocó comenzar a negociar. Mi primer cuento largo trata un poco sobre eso.

En algún momento, los secuestradores dejaron de comunicarse y creíamos que la habían matado. Era el año 81 y había comenzado la gran ofensiva del ejército en la ciudad. Mi vieja podía haber estado en alguna de las casas de seguridad de la guerrilla que cayeron ese año. Cuando volvieron a comunicarse, ellos mismos bajaron la cantidad que pedían y finalmente la liberaron. Estuvo secuestrada seis meses.

—¿Cómo estaba ella cuando la liberaron?

—Salió adelgazada, pero bien. La dejaron llevar un diario durante los meses del secuestro, pero se lo quitaron antes de soltarla. Al salir, tenía tanto miedo de lo que pudiera llegarles a pasar a esos hombres y mujeres, todos jóvenes, que la habían cuidado durante el secuestro, que mandó decir una misa de acción de gracias en la que pidió que se rezara por ellos.

El que envejeció fue mi viejo, entre la impotencia y la cólera.

De vuelta en Tánger

Rodrigo Rey Rosa ha dicho en entrevistas que entiende la literatura también como terapia. Esto es algo que quizá aprendió durante los seis meses que duró el secuestro de su madre y durante los cuales continuó escribiendo: trasladar las pesadillas a la página no solo parecía proveerlas de sentido, sino conseguía que los colmillos del monstruo nocturno fueran menos letales. Cada cuento terminado se lo enviaba a Bowles y cuando terminó ese año tenía listo El cuchillo del mendigo.

Volvió a Nueva York a continuar sus estudios de cine, pero la mentira que se estaba contando a sí mismo se desmoronó muy pronto: lo único que quería era escribir. Con la última colegiatura de la escuela de cine compró el billete de vuelta a Marruecos.

«La decisión de volver a Tánger la tomé con miedo. Me estaba lanzando al vacío sin paracaídas. Quería quedarme a escribir en Tánger y si no salía nada no sabía qué iba a hacer con mi vida».

—¿De qué vivías en Tánger?

—Di clases de inglés. Hice algunas traducciones. Y mi vieja me mandaba de vez en cuando algo de dinero en escondidas. En esos tres años, ya publicado El cuchillo del mendigo en San Francisco gracias a las gestiones de Paul, escribí alguna crítica literaria en inglés, bastante bien pagada, y los veranos iba a trabajar a Nueva York como intérprete en el Tribunal Penal Supremo de Manhattan. En Tánger se podía vivir con poco dinero. Fueron los años más felices de mi vida. Alquilaba apartamento en un barrio pobre y era feliz.

—¿Cuánto frecuentabas a Bowles?

—Lo visitaba y hablábamos bastante, primero una vez a la semana y, luego, casi todos los días. Tomábamos una taza de té, fumábamos algo y escuchábamos música.

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En Tánger, Rodrigo Rey Rosa dejó atrás la ambigüedad onírica, la vaguedad poética, las imágenes apenas entrevistas de sus primeros cuentos. Poco a poco, cuento tras cuento, sus obsesiones, sus miedos, comenzaron a tomar la forma de artefactos narrativos cada vez más sofisticados y concretos a los que es difícil ubicar como parte de una tradición. Durante el hervidero creativo que fueron sus años en Tánger, escribió El agua quieta (1989), Cárcel de árboles (1991), Lo que soñó Sebastián (1994), El cojo bueno (1996), Que me maten si… (1996).

Otra de las conquistas tempranas de Rodrigo Rey Rosa en Tánger fue el estilo, un estilo que Roberto Bolaño comparó con un estilete y Pere Gimferrer calificó de «envolvente y sensual hasta rozar lo obsesivo». En la contratapa de El agua quieta, Paul Bowles escribe: Las historias son intensas y concisas, como teoremas; se prescinde de símbolos y metáforas y se presenta su tema en términos breves y precisos que sorprenderán al lector que no está acostumbrado a exposiciones tan sobrias.

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—¿Fue iniciativa de Bowles escribir esas palabras para la contratapa de tu segundo libro?

—No. Paul detestaba hacer eso. Esto sí no lo quiero hacer, me dijo, pero lo hizo porque los editores se lo pedían.

—El hecho de que Paul Bowles reconociera una virtud en el estilo de esos primeros cuentos, ¿te condicionó de alguna forma para que comprendieras que ese era tu camino y no optaras por uno distinto?

—Sí. Después de esos primeros libros yo creía que necesitaba ser más expresivo, pero Paul me dijo: cada uno hace lo que hace, pero yo no le recomendaría cambiar. Desarrolle ese estilo, no lo cambie. Paul también me dijo que creía que era un error seguir modelos, que el estilo ideal para un escritor era el que reflejaba su manera de pensar, el que traducía su pensamiento de manera más transparente.

*

Hombre del siglo XX, Paul Bowles murió en noviembre de 1999. Rodrigo Rey Rosa estuvo a su lado en los momentos finales.

«Lo vi esa tarde, en el hospital, y murió en la madrugada del día siguiente».

Hoy, Rodrigo es albacea del legado literario de Jane y Paul Bowles y se encuentra trabajando en un proyecto que mantenga ese legado no solo vivo, sino accesible.

*

El presente del futuro

Hacia finales de los noventa, Rodrigo Rey Rosa se instaló de vuelta en Guatemala. Fantasmagórica o realista, la Guatemala de sus novelas escritas en Tánger es un territorio reconstruido a partir de la memoria o el sueño. En cambio, las novelas escritas en Guatemala entre los años 2000 y 2020 parecen estar reaccionando, en tiempo real, a los estímulos inmediatos que el país le arroja al escritor en la cara. Hacia el final de ese período, su interés por el mundo maya guatemalteco, no el arqueológico ni el mítico, sino el contemporáneo y vivo, lo empuja a escribir tres novelas: Los sordos (2012), El país de Toó (2018) y Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre (2020). Además de su interés por mostrar, al mismo tiempo, los sórdidos mecanismos del poder y las formas de resistirlo, a estas tres novelas las une su carácter anticipatorio.

Durante los primeros meses del año electoral 2023, no parecía haber nada en el horizonte político con la suficiente voluntad y fuerza para evitar que Guatemala se convirtiera, de una vez por todas, en un estado fallido. Los votantes, sin embargo, eligieron una de las pocas opciones electorales ajenas al sistema. En respuesta, la pandilla de criminales que ha gobernado Guatemala desde los años de la guerra hizo todo cuánto estaba a su alcance para impedir que esa opción, que amenazaba con ponerle fin al régimen de impunidad y corrupción, llegara al poder. Ensayaron una nueva modalidad de golpe de estado: no sería el ejército quién lo daría, sino el sistema de justicia. Fracasaron rotundamente y su principal obstáculo fue la organización e inteligencia política de esos mismos pueblos mayas a los que Rodrigo Rey Rosa les dedicó las últimas tres novelas que escribió en Guatemala.

—¿De dónde viene tu sensación de que estos libros no son lo mejor que has escrito?

—Creo que el tema domina demasiado el relato. Lo que sucede es que a mí me interesaba más presentar ese material, que la forma de presentarlo. Y eso, en mi opinión, es una debilidad literaria, pero inevitable cuando son temas tan desconocidos y creo que urgentes. El mundo maya, su funcionamiento en Guatemala es difícil de explicar y eso me preocupaba más que lo estrictamente literario. En ese sentido, siempre vi esos libros como experimentales.

—¿Qué cambió de tu visión de lo maya después de escribir esas novelas?

—La oportunidad de acercarme a ese mundo me hizo más curioso acerca de cómo funciona esa manera de vivir que, lo creo sinceramente, representa el único futuro posible para Guatemala.

—Visto lo que sucedió el año pasado en Guatemala, la manera como los 48 Cantones de Totonicapán y las alcaldías indígenas defendieron la democracia, estas novelas resultaron teniendo un carácter anticipatorio.

—No sabés cuánto me satisface eso, pero fue por conocerlos un poco más, porque hablando con ellos te das cuenta de su enorme organización y de su fuerza. En la plaza, en el mercado, en una casita paupérrima, en el altarcito de la casa de quien en ese momento es la autoridad indígena, aunque mañana no lo sea, allí está esa fuerza, aunque simbólicamente no tenga un lugar específico Esa casi invisibilidad de un poder tan grande como el que vimos el año pasado fue lo que más me impresionó.

—En contraste con otras ficciones escritas por guatemaltecos no indígenas, en estos libros se nota un esfuerzo deliberado por mostrar seres humanos vivos, presentes, con vísceras y agencia, y no encarnaciones mitológicas o etnográficas.

—Esa es la intención. El caso negativo sería Miguel Ángel Asturias, que se apropia completamente de lo maya, probablemente con más mérito literario, pero queriendo hacer pasar su propia fantasía por realidad. Literariamente, no hay nada malo en ello, el problema es cuando se cree que eso y solo eso, esa invención personal que uno lee en Hombres de maíz, es el mundo maya en Guatemala. Desde la capital, desde el punto de vista mestizo, el mundo maya se ha vuelto esa fantasía y no la realidad que tenés al lado. La imagen que tenemos del indígena es producto de haber leído a Asturias.

Dos novelas griegas

Rodrigo Rey Rosa escribe en la intersección donde su intimidad se encuentra con la política, la sociedad y la Historia. Sus libros son marcadores del tiempo, hitos en su propia vida, pero también en la nuestra, que hemos visto transcurrir el presente a través de las historias que nos cuenta.

La pandemia lo sorprendió en Grecia y se quedó a vivir allí. Escritor que camina de la mano de la realidad que lo rodea, que no le interesa verse en otro espejo que no sea el que le ofrece el presente inmediato, no tardó en producir dos novelas griegas: Manuscrito hallado en la calle Sócrates (2021), firmado por el escritor y guía turístico suizo, Rupert Ranke, y Metempsicosis (2024).

—Alguna vez te escuché decir que entendías la literatura como un juego y me pregunto si te acercaste así, como jugando, a las ideas y a las filosofías que abarcan estas novelas. ¿Te ocurre lo que a los metafísicos de Tlön que no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. 

—Sí, con ese espíritu. Leer algunos pasajes de metafísica es como leer poesía, tienen esa belleza y me produce un placer literario más que epistemológico. Hay poca diferencia entre la poesía y la metafísica. De adolescente, leía a Nietzsche o Las enseñanzas de don Juan, y aunque esas lecturas sí fueran, digamos, de búsqueda epistemológica, también me provocaban una especie de sustos gozosos que después seguí buscando. Leer a Heidegger o a Schopenhauer me regalaba momentos de tanta belleza literaria que poco importaba si tenían razón. Leer a Wittgenstein, por ejemplo, puede generar una emoción literaria, a veces, incluso, sin entender el fondo filosófico o lógico del sistema al que te estás acercando.

—¿Te acercaste de la misma manera, y particularmente en estos libros, a la religión?

—Sí, aunque creo que la religión tiene más aspectos antipáticos y provoca más resistencia o rechazo, precisamente porque la filosofía, cuando no se vuelve política, tiene siempre esa apertura y ese espíritu de búsqueda, más que de certeza y de convicción, como lo tienen las religiones. De adolescente mi curiosidad religiosa quizá sí estaba buscando una especie de guía, pero después ya no. Tampoco mi aproximación ahora es científica o analítica, lo que busco es la emoción, el gozo literario casi hedonista.

Después de esos primeros libros yo creía que necesitaba ser más expresivo, pero Paul me dijo: cada uno hace lo que hace, pero yo no le recomendaría cambiar. Desarrolle ese estilo, no lo cambie. Paul también me dijo que creía que era un error seguir modelos, que el estilo era lograr que se lea lo que uno piensa, tratar de traducir el pensamiento en palabras

—En Manuscrito hallado en la calle Sócrates hay un relato fantástico que, pese a su aparente simpleza, es el eje alrededor del cual se articula toda la novela, su complejidad, y sus distintos niveles de lectura. En ese relato, un niño y su perrito descubren un pasaje secreto en el Montículo de la Culebra, ese monumento del preclásico maya. El pasaje conduce al niño y al perrito primero hacia Xibalbá, el inframundo de los mayas narrado en el Popol Vuh, y después a una playa en la Grecia antigua. ¿Ves una conexión entre Grecia y Guatemala? ¿Se puede entrar por Xibalbá para salir a Grecia? ¿Nos estás diciendo que los seres humanos somos todos lo mismo y que, a pesar de las distancias históricas y culturales, nos unen esa clase de conexiones secretas?

—Ese cuento de niño con perrito, que no puede ser más estereotipado, era una ejercicio en lengua griega para poner en práctica las palabras y los verbos que acababa de aprender. Por eso su espíritu infantil.

Pero sí, a mi me sigue sorprendiendo, por un lado, las similitudes entre la civilizaciones maya y griega. También sus enormes diferencias. Por otro lado, en Guatemala todos mamamos literatura y filosofía griegas. En Grecia, en cambio, hay una ignorancia total sobre la mitología maya, al punto de que, a la fecha, nunca se ha traducido el Popol Vuh a lengua griega.

Mientras escribía, ya teniendo más formada la novela, veía conexiones constantes entre Guatemala y Grecia: en mitología, la idea de que los dioses son malos, engañan y mienten. También hay paralelismos entre los politeísmos maya y griego, la lucha entre los hombres y los dioses es común en este tipo de mitologías precristianas. También encontré, inesperadamente, conexiones culturales actuales entre Grecia y Guatemala que creo que cualquier centroamericano que viajara a Grecia las podría a sentir también.

*

—Tanto en Manuscrito hallado en la calle Sócrates como en Metempsicosis, se combinan erudición clásica con suspense, literatura de viaje con dramas íntimos, pasados remotos con actualidades de noticiero y aunque uno nunca deja de sentir que transita de manera orgánica y natural por todo ese material, en el resultado final hay unas simetrías y unas redondeces que parecen haber sido minuciosamente diseñadas. ¿Cuánto diseño y planeación previa hay en estas novelas?

—Ninguna. Yo sigo defendiendo un tipo de escritura que no es analítica, sino más bien automática, parecida al sueño en el sentido de que lo que se te venga a la cabeza tenés la obligación de plasmarlo en la página y después hacerlo encajar con lo que escribiste antes. La complejidad no es armada, como un lego, sino algo que va creciendo y tiene arborescencias que no han sido agregadas, sino proceden de manera orgánica de un mismo tronco original. El trabajo posterior consiste en facilitar la lectura de todo eso.

Lo que quiero decir es que, tal vez, el pensamiento detrás de la novela es simétrico y crea esos arabescos. Si lo dejás fluir, cualquier pensamiento que se prolongue terminará siendo complejo. Después me hago responsable de lo que se me venga a la mente y lo escribo, aunque a veces pueda ser ofensivo para alguien que se vea identificado o aunque me coloque a mí mismo en lugares vulnerables u oscuros. Esa es la única pureza que reclamo. Es un contrato conmigo mismo que si rompo no sigo escribiendo. Romperlo sería como hacer trampa jugando solitario.

—¿Ves esto como una postura ética?

—Sí, es otra dimensión ética de la escritura, que exige además no falsearse a uno mismo: si hablás mal de los demás, tenés que ser capaz de hablar mal de vos mismo.

—¿Te has arrepentido alguna vez de haber dejado consignada en la página una postura o una idea en la que ya no creés?

—Eso casi siempre pasa mucho después, cuando ya es demasiado tarde para arrepentirse. De lo que sí me he arrepentido, por ejemplo, es de haber escrito alguna broma que hirió a la persona involucrada. Sobre todo si me doy cuenta de que la pude haber tachado y sin que eso fuera un pecado hacia mí mismo.

Quizá haya una especie de vanidad en esa auto imposición de decir siempre la verdad. A veces, decirla te puede hacer sentir más puro, pero estás jodiendo a alguien innecesariamente, como con las infidelidades. A veces, ser demasiado purista o demasiado honesto puede llegar ser cruel.

—En toda tu obra hay una conversación permanente con la actualidad política y social más inmediata. En estas dos novelas griegas son importantes la pandemia y el confinamiento, la invasión a Ucrania, los refugiados sirios, una visita del papa Francisco a Atenas. Al mismo tiempo, toda esa actualidad convive armónicamente con ideas tan antiguas como la transmigración de las almas o el tiempo circular de los mayas.

—Debe ser una especie de realismo psicológico. Así son nuestras mentes hoy en día: estamos en todo, no estamos en nada. Muy pocas veces he llevado un diario, pero creo que de cierta manera tus creaciones literarias son una especie de diario en clave. Esto tal vez viene de una idea muy literal —literal no literaria— de la novela como «novedad». Una de las gracias de la novela primitiva era su capacidad de contar la cotidianidad de entonces y ese es un valor de la escritura que yo reivindico. Hoy día se cruzan mucho más tiempos en un mismo lugar, la memoria es mucho más larga, el registro de esa memoria y las técnicas para transmitirla se han potenciado de tal manera que sí, muchos mundos pueden convivir en un mismo ser humano.

—Sobre la convivencia entre el mundo contemporáneo con ideas tan antiguas, también pensé, leyéndote, que no hemos cambiado tanto y por eso es tan fácil que esa convivencia ocurra.

—Estoy de acuerdo. Escribiendo sobre la transmigración de las almas, se me ocurrió que no somos una persona, somos muchísimas personas en una circulación cíclica constante. Ahora podemos entender que lo que decía un filósofo presocrático y lo que dice la teóría cuántica es parecido: el inexplicable viaje de las partículas, su falta de continuidad y la constante migración del pensamiento.

—¿La enfermedad mental, tan presente en estas novelas, forma parte de tus intereses literarios o intelectuales recurrentes?

—Sí. Cuando estudiaba medicina lo que quería era ser psiquiatra y me interesan los desórdenes mentales tanto como los efectos de las drogas psicotrópicas. Pero la locura en el sentido foucaltiano, la locura como una especie de síntoma de la sociedad, como alienación, me interesa sobre todo porque es un estado mental que todos podemos padecer. Todos, en algún momento, sufrimos accesos de locura más o menos graves.

—De hecho, el psiquiatra de tu novela considera que la locura es un rasgo distintivo de los escritores: los grandes escritores, dice el psiquiatra, son todos, pero todos, casos clínicos.

—Estoy completamente de acuerdo con lo que opina el doctorcito. Para la normalidad, los escritores acusamos algunos rasgos de anormalidad mental, ya el hecho de escoger esto como oficio es un síntoma. En ese sentido, la gente normal —si es que la hay— la gente que se conforma con los cánones de normalidad ve cierta locura en estas ocupaciones. En Marruecos hay un tipo de locura que se considera gracia divina.

—Ese mismo psiquiatra propone una terapia radical: convertir a sus pacientes Rupert Ranke y Rodrigo Rey Rosa en una especie de etnógrafos en territorios peligrosos. ¿De dónde viene esa idea?

—De un consejo que le dio un doctor a Norman Lewis, el gran escritor de viajes: usted tiene que buscar el peligro, porque en un lugar calmado se desequilibra.

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