Vicente Luis Mora
Cúbit
Galaxia Gutenberg
184 páginas
Es posible apreciar en los últimos años una paulatina mutación que afecta a la literatura, una variante que prospera como una nueva cepa vírica y que tiene que ver, sobre todo, con el tipo de narrador que da cuenta de la historia o la trama. Podríamos hablar de un giro desantropocéntrico. Nos referimos a la floración de narradores no humanos en la última literatura hispanoamericana. Podríamos mencionar, a modo de ejemplo, Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Sola o El vasto territorio (2023), de Simón López Trujillo, donde los personajes humanos comparten protagonismo (y voz) con objetos y elementos de la naturaleza. Voces que emanan de la naturaleza, pero también de la tecnología y, en particular, de las omnipresentes inteligencias artificiales. Así ocurre en Membrana (2021), la última novela de Jorge Carrión. No son tres ejemplos aislados, los de Sola, Trujillo y Carrión, sino solo una muestra de cuanto decimos. Podríamos concluir que parte de la última narrativa se ha imbuido de un nuevo animismo, que asistimos al regreso de espíritus elementales que alientan en organismos vivos (pero también en esa otra química no orgánica que es la del silicio) que nos hablan, que insisten en que ellos también tienen algo que decir. Quizás siempre lo hicieron (hablarnos), pero tal vez no los escuchábamos. Y aquí conviene hacer un inciso, o más bien dar un paso atrás para ganar algo de perspectiva, porque la literatura no es ajena (nunca lo es) al contexto de las ideas que la rodean. Más bien dichas ideas son el caldo de cultivo donde esta fructifica. Y ese nutritivo contexto tiene que ver con corrientes de pensamiento actuales como son eso que se da en llamar los nuevos realismos (el realismo especulativo, la ontología aplicada a objetos), con una apuesta (frente a las hasta ahora imperantes -e inoperantes- corrientes vinculadas al idealismo o a la hermenéutica) por la materialidad y lo no estrictamente humano, con la lábil frontera que separa la vida humana (bíos) de la no humana (zoé), lo orgánico de lo inorgánico. Relacionado con esto último se multiplican las publicaciones que reflexionan acerca de si la inteligencia es privativa del ser humano o se trata de una escala que admite una gradación de la que podrían participar los hongos, las plantas, los animales e incluso la materia inanimada. Inteligencias naturales, pero también artificiales. Y, si hablamos de inteligencia, lo lógico es presuponer que esta ha de manifestarse a través de esa capacidad que suponemos a toda inteligencia como es el habla. Pero, ¿también la literatura?
Si hemos de buscar un precedente de este tipo de narración de la que hablamos podríamos encontrarlo en uno de esos prólogos de libros inexistentes (no por especulativos menos interesantes) que integran Vacío Perfecto y Magnitud imaginaria, dos de las obras de Stanislav Lem. Precisamente en este último volumen Lem dedica un capítulo a la Historia de la literatura bítica. Según el imaginario prologuista, «Bajo la denominación de literatura bítica englobamos toda obra de procedencia no humana, o sea toda aquella literatura cuyo autor directo no haya sido el hombre». Lem (su narrador) se centra sobre todo en la literatura elaborada por sistemas inteligentes artificiales. Aunque, ateniéndonos a la definición original, cualquiera de las narrativas mencionadas más arriba podría encuadrarse dentro de esa precursora etiqueta de ‘literatura bítica’ salida de la imaginación del genial escritor polaco.
Creemos necesario el prolegómeno anterior si queremos acercarnos a una novela de las singulares características de Cúbit, de Vicente Luis Mora. Y ello, como veremos, por múltiples motivos. El más evidente de ellos es que, entre los diversos narradores de Cúbit, varios de ellos corresponden a existencias no humanas. Los más importantes de ellos son Cúbit, una criatura de aspecto infantil (calificada en muchas ocasiones como niña) que no pertenece a la especie humana sino a otra (los itrios) cuya existencia ha transcurrido en paralelo -en secreto, en túneles excavados por la propia naturaleza- a la del homo sapiens. Cúbit, con su aspecto antropomorfo, resulta ser la última representante de los itrios, una especie que ha ido evolucionando con el paso del tiempo. Cúbit no siente necesidad de alimentarse (no como lo hace un humano, al menos), sino que obtiene su energía del contacto físico con la naturaleza. Las peripecias de Cúbit corren en paralelo con las de Alcio B., un puntero científico chileno (casado -y divorciado- con Lidia, una mujer española) que la analiza con interés científico y acaba intimando con ella hasta convertirla en su protector frente a aquellos (gobiernos, militares) que pretenden capturarla para convertirla en objeto de estudio. En su huída, Alcio y Cúbit se mueven por distintos espacios del planeta. Es en España donde, para sorpresa de Alcio, acaban siendo acogidos y protegidos a cambio de cumplir una misión encomendada por el Ministerio de la Diversidad. El segundo narrador no humano con relevancia en esta novela es Ibris, la némesis de Cúbit, una inteligencia artificial general (también con aspecto de niño), fruto de esa inquietante singularidad tecnológica que es la emergencia de una inteligencia superior a la humana.
Vicente Luis Mora siempre ha sido un autor interesado en la ciencia y así encontramos referencias temáticas y formales propias de su lenguaje en muchas de sus obras, tanto ensayísticas como narrativas o poéticas. En Cúbit, más allá de la frecuente aparición de términos científicos a lo largo de sus páginas, la ciencia tiene un papel medular. Avezado crítico, atento siempre a las últimas tendencias literarias, Vicente Luis Mora ha destilado en esta novela referencias tanto a los últimos avances tecnológicos como a las mutaciones literarias y filosóficas de las que hablábamos en el arranque de esta reseña. En esta ocasión Vicente Luis Mora no solo se inspira en la ciencia para componer su obra sino que se adentra plenamente en el terreno de la ciencia ficción. He aquí algunos de sus materiales: viajes espaciales, conspiraciones de las máquinas contra los humanos, operaciones para insertar un tercer ojo, inventos como el visiochip (un chip que produce imágenes de entretenimiento, una especie de televisor interno a la conciencia), y un largo etcétera.
Estructurada en breves capítulos, se entreveran en Cúbit los tonos y los estilos, desde el paródico de la entrevista de Cúbit y Alcio con la ministra de Diversidad (empeñada en que ambos lideren una misión espacial para acabar con la sonda espacial Voyager, al considerar que esa placa que muestra las figuras de un hombre y una mujer ofrecerá al extraterrestre que la contemple un binarismo ofensivo con la pluralidad de géneros) hasta los netamente ensayísticos o incluso líricos, pasando por envíos epistolares electrónicos entre los distintos personajes. El resultado puede parecer heteróclito pero este aspecto puede encontrar una explicación narrativa si atendemos a las posibilidades de composición textuales desgranadas por uno de los personajes de la novela. Se trata de Bende Mann, profesor de Teoría de la Literatura de la universidad chilena Diego Portales. Bende Mann analiza una novela (no se hace explícito, pero todo da entender que el texto analizado por el filólogo corresponde a Cúbit) cuya autoría no está en modo alguno clara. Podría tratarse de un texto escrito por un humano, pero también por Cúbit, o por Ibris u otro tipo de inteligencia artificial. Estas tres últimas posibilidades caen de lleno en lo que Lem denominaba, como ya mencionamos anteriormente, literatura bítica. De hecho, el excurso teórico del profesor Bende Mann (observemos el calambur con el nombre del famoso crítico literario Paul de Man) se asemeja bastante al estilo exhibido por Lem en sus prólogos a libros inexistentes. Puede ser, al fin y al cabo, que Cúbit (al menos en la ficción ideada por Vicente Luis Mora) no sea sino un libro escrito por una inteligencia no humana capaz de superar el test de Turing hasta el punto de hacernos creer que tras ella hay un autor de carne y hueso.
A pesar de la diversidad genérica, tras la aparente fragmentariedad de Cúbit subyace una lectura indubitable, un hilo conductor que hilvana la pluralidad de tonos y estilos. Podríamos decir que en esta novela comparecen confrontados (como en tantas obras contemporáneas de ficción, literarias o fílmicas) los dos estereotipos que emanan del progreso tecnológico. Por un lado, Ibris y sus secuaces algorítmicos encarnan ese mito (hasta que no se demuestre lo contrario) de la Gran Singularidad, una inteligencia sobrehumana que muy bien podría decidir prescindir de nosotros, simples homo sapiens. Contra la conjura de Ibris lucha Cúbit (en alianza con Selva Preston, una ermitaña ocupada en escribir una memoria global, una especie de crónica planetaria de la extinción) y el sentido común de muchos humanos. Cúbit encarna un mensaje ecológico, respaldado por el hecho de ser la última de una especie abocada a la extinción por la voracidad extractiva de los hombres y la consiguiente contaminación del medio ambiente. Cúbit posee una conciencia colectiva (desconoce el uso de la primera persona del singular) y, en ese sentido, rechaza la noción habitual de sujeto. Cúbit habla el lenguaje del universo, representante mineral (su tacto es como el de una piedra blanda) de su energía primaria. Cuando seamos nosotros, los humanos, los que nos hayamos extinguido, Cúbit regresará en su nave espacial, recreando así ese memorable final de la película de Kubrick 2001: Una odisea del espacio. Una pena que no podamos estar allí para verlo.