POR GONZALO MAIER

El escritor de fragmentos no nace, se deshace.

El chiste es malo, pero al menos indica una ruta a explorar en los próximos párrafos: el mundo de los fragmentos no es el de las certezas o el de las grandes alamedas, sino el de los escombros y los rastros que van quedando en el camino, sin mucha forma, que se pierden como las migas que perseguían Hansel y Gretel.

A buenas y primeras es sencillo dar una definición: un fragmento es una parte, solo una, de algo más grande y complejo. Esa parte también puede ser un resto. En castellano: el fragmento puede ser la parte de algo que existe o que existió.

El tiempo verbal no da igual. Lo cambia todo.

A veces los fragmentos permiten deducir —¿reconstruir?— lo que ya no está —una taza que se quebró en el terremoto, amores desaparecidos, un fin de semana en la playa—, y a veces se quedan en el misterio, sin dar pistas de dónde vienen ni qué valor tenían para sus dueños.

El fragmento, sobre todo en este último caso, se asocia con las ruinas. Es decir, con el paso del tiempo, que más que Cronos comiendo a sus hijos parece un bulldozer amarillo, lento y firme, que avanza sobre sus orugas y lo destroza todo con calma e incluso con desgano.

¿Un ejemplo de ruina? Una vida cualquiera se construye y se sostiene a base de cosas: un secador de pelo, unos zapatos negros, la bolsa de comida para gatos. La lista es corta, pero la pueden ampliar cuánto quieran y con quién prefieran. De pronto esas cosas pierden su columna (es decir, su dueño) y dejan de tener forma (o un sentido). Digamos que esos elementos son fragmentos de una vida y, con el paso del tiempo, se separan, se esparcen y llegado el momento se convierten en ruinas irreconocibles.

¿Un ejemplo del ejemplo? Hace unos meses, mi mujer llegó con una maleta vieja y gorda y la puso sobre la cama. Salió una nubecita de polvo mientras corría el cierre. Adentro encontró vestidos descoloridos, relojes sin pila, peinetas y un montón de cosas sacadas de otro tiempo. Ya nadie se acuerda de quién eran esos objetos: si de una tía o una tía abuela, incluso de una prima lejana. Tampoco saben por qué alguien las guardó en una bodega durante décadas. Quizá prometió volver y no lo hizo.

Ya se ve que una de las cualidades del fragmento es mirar la parte para adivinar —o recordar o celebrar o ver o rendirse al no poder conocer— el todo.

Las cosas, esa novela tan linda de Perec, es un ejemplo del modo en que las vidas en pareja no son más que boletas y compras en conjunto que se superponen, que dan sentido. Un montón de objetos que sostienen una relación, que la llenan de materia, de concreciones, de tangibilidad. Parecen solo objetos, pero son todo lo contrario. Futuras ruinas, digamos. A propósito de esto mismo hay otra novela linda sobre las cosas y la vida en pareja: Las perfecciones, de Vincenzo Latronico. Se trata exactamente de lo mismo: las cosas que una pareja compra en el Berlín de comienzos del siglo XXI, y como si fueran la propia vida, están destinadas a ser futuros fragmentos y ruinas de su relación. Latronico, en un sentido, ofrece la narración y nosotros nos quedamos con los restos.

Puede que nosotros mismos también seamos fragmentos (o ruinas) de amistades y amores anteriores, de libros, yo qué sé, de cultura.

Y lo que hacemos —ganar en el dominó, lavarnos los dientes, comprar lentejas— son actos que luego serán recuerdos y más tarde recuerdos sueltos, sin mucho contexto, como cuando evoco un verano en Torres del Paine que no tiene sentido narrativo ni temporal, pero ahí está la cara de mi hermano del medio, mi madre prendiendo un cigarro, un guanaco corriendo cerca de nosotros, el olor a leña. ¿Qué hago con esas cosas desparramadas?

Por supuesto: el fragmento no es solo material, sino también emotivo o biográfico.

Hace más o menos veinte años apareció un ensayo que tuvo cierto éxito en el mundo de la filosofía analítica. Gallen Strawson, que me cae muy bien, proponía que no todas las mentes funcionan de un modo narrativo, sino que algunas lo hacen de forma episódica. Para los primeros la vida es una sola, que tiene un comienzo y un desarrollo, que lo siguiente viene dado por lo anterior, y que todo se explica como en una novela articulada y con sentido. Una vida, a grandes rasgos, sería una narración. Para los episódicos, sin embargo, la vida serían fragmentos y pedazos que pueden o no tener que ver unos con otros. A ellos el pasado no los determina ni los define, la narración no los explica, así como un budista responsable sale en la mañana rumbo al trabajo en un presente continuo y desapegado. Para él ni siquiera hay fragmentos de una gran historia, sino presente y más presente.

Enfrentarse a un fragmento supone una puesta en perspectiva y, por lo mismo, cierta vocación de detective que —vaya sorpresa— da cuenta de un sentido, de un origen, de algo más grande.

Grande, sí, pero que ya no está.

Nosotros, los fragmentistas, tendemos a ver en los románticos alemanes e ingleses el origen de estas ganas extrañas por escribir de a pedacitos. Porque para escribir también se puede hacer así: por gotera, por bloques, por ruinas que se juntan y a veces toman sentido, y otras no tanto. Ignoro si es algo generalizado, pero al menos a mí se me hace evidente que los fragmentos vienen directo de fines del siglo XVIII hasta nosotros, como los cuadros de Carl Gustav Carus, que están llenos de restos de edificios, que en realidad son restos de una civilización, y que en realidad son restos del cristianismo e incluso, ay, de Dios.

En un momento cojeó el proyecto ilustrado, medio que se cayó junto con la promesa de la modernidad, de la ciencia, de la independencia frente a las religiones o a eso que podríamos llamar tradición. De pronto, quiero decir, muchos se vieron en medio de una cultura en la que no quedaba nada en pie, sino un montón de ladrillos y ruinas un poco más o un poco menos articuladas.

Y comenzaron a escribir así.

Dicen que Friedrich Schlegel habría inventado el uso del término romantisch para estas cosas. Schlegel, por lo demás, fue el primer teórico del Romanticismo y desarrolló buena parte de eso en sus Cuadernos literarios, que, como ya sospecharán, no son más que fragmentos y apuntes. No sé si decir pequeñas verdades, pero pedacitos de ideas que se yuxtaponen como si no quedara otra forma de pensar.

Creo que Susan Sontag decía eso de que el estilo es otra forma de insistir en el tema.

Pues bien, llegado un momento, no queda más que pensar de a pedazos y, por lo mismo, sentarse a escribir de ese modo. Algo así proponía Schlegel.

No sé si sea de ese modo, o así para todos —ojalá que no—, pero ahora mismo miro mi biblioteca y veo fragmentos en todas partes. Es como si de cada estante —y casi de cada libro— saliera una mano impertinente pidiendo atención. A fin de cuentas, ¿dónde comienza un fragmento? Los diarios de vida, por ejemplo, son un género delicioso porque se puede entrar y salir de ellos por cualquier página. Si la memoria son pedazos sueltos de experiencias, pues los diarios también.

¿Eso vale como fragmento?

Muchos ensayos —breves y largos— se arman precisamente de fragmentos. Las ideas parecieran vivir mejor en espacios breves (Liechtenstein dixit).

Un ejemplo al azar —sigo mirando los estantes que tengo por acá cerca—: los poemas de Andrés Anwandter pueden ser leídos como poemas no sé si fragmentarios, pero como pedazos o ruinas, como montoncitos de palabras de una belleza que se niega a aparecer de frente y completa.

Los ensayos de Hazlitt, puestos uno al lado de otro, veo que también son fragmentos de un gran ensayo, y lo mismo se podría decir de los libros de Josep Plá, de Montaigne, de Sergio Bizzio, incluso. Los buenos libros, en una de esas, son siempre fragmentos de una obra más grande.

En otras palabras, el fragmento es opinable y depende incluso de la perspectiva.

Los tipógrafos, aunque imagino que también los ilustradores o los arquitectos, hablan de espacio negativo para referirse al vacío que queda, por ejemplo, entre los palitos horizontales de la «E». Esa nada, esa falta de raya, permite la aparición de la letra. Con el fragmento sucede algo parecido. Lo que se omite da forma al fragmento, es decir, posibilita la aparición del texto.

La tentación de los fragmentistas, entonces, es trabajar como recicladores: sólo con restos y pedazos.

Sería más fácil si hiciéramos al revés y ofreciéramos un mundo lleno de certezas y de grandes narrativas, sin tanto escepticismo ni vacíos que vuelven los textos más oscuros, pero, ahora que lo pienso, una cosa así sería muy desarrollista y el fragmento siempre ha tenido una vocación ecológica, que, con algo de suerte —chanchanchán—, termina salvando al mundo.