Esta tensión inherente a todo texto autoficcional —en especial cuando se trata de plantear cuestiones ligadas a la posmemoria— se proyecta, a menudo, en la forma del relato. Así sucede, por ejemplo, en La estrategia del koala (2013), de David Roas, donde se ensayan distintas versiones de la historia —desde el relato testimonial y comprometido hasta el pastiche posmoderno—, todas ellas parodiadas en el capítulo 8; y así puede interpretarse que Javier Cercas alterne en El monarca de las sombras (2017), su última novela, dos narradores distintos: aunque ambos emplean la primera persona y responden a la figura jurídica del escritor, el narrador de los capítulos pares aborda la narración de los hechos de manera distanciada, como si se tratara de un historiador, mientras que el de los capítulos impares se afana en contar las motivaciones de su relato, el cómo y el porqué de enfrentarse a una parte de su herencia familiar que le resulta conflictiva e incluso desagradable.

La narrativa autoficcional que tiene como principal asunto la Guerra Civil y la represión que siguió a ésta atiende, en definitiva, a un proceso de reconstrucción de una verdad que, aun siendo subjetiva y, por lo tanto, sujeta a contradicciones y vacíos, atañe al narrador de un modo muy particular. Así, se reitera el proceso de investigación (periodística, universitaria o incluso amateur) a cargo de los narradores con respecto a la memoria familiar o colectiva: en Soldados de Salamina (2001), un periodista llamado Javier Cercas trata de componer, a través de testimonios escritos, pero, sobre todo, orales, un episodio de la Guerra Civil —el fusilamiento frustrado del intelectual e ideólogo de la Falange Rafael Sánchez Mazas—; el narrador —profesor de antropología, para más datos— de Los rojos de ultramar (2005), del mexicano descendiente de exiliados catalanes Jordi Soler, reconstruye la experiencia bélica, la represión posterior y la huida a México de su abuelo Arcadi gracias a las memorias manuscritas de éste, nunca publicadas, y a los documentos del archivo de Luis Rodríguez, antiguo embajador de México en la Francia ocupada, aunque, especialmente, trata de aclarar los detalles del complot para matar a Franco en el que su abuelo y sus socios del cafetal participaron en la década de los sesenta; en La estrategia del koala, de Roas, el hallazgo fortuito de un diario de bitácora redactado a bordo de los buques de guerra del bando nacional España y Mar Cantábrico, así como un álbum de fotografías tomadas durante la contienda, sirve al narrador para interesarse por la figura de su abuelo —de la que apenas puede trazar unos pocos rasgos—, transmutado luego en símbolo de la historia reciente de su país; El monarca de las sombras presenta también una estructura similar, en este caso el narrador —identificado plenamente con el escritor Javier Cercas— busca documentos, entrevista a testigos directos e indirectos, bucea en su propia memoria familiar con el fin de reconstruir la vida y, sobre todo, la muerte, acaecida durante la batalla del Ebro, de Manuel Mena, su tío abuelo y oficial del bando fascista.

El proceso de investigación implica un deseo de conocer aquello que se ignora, de desmantelar los silencios en torno a una serie de acontecimientos y reflexionar, por lo tanto, sobre los procesos de transmisión de esa memoria de los que el narrador acostumbra a ser depositario. De igual modo, no podemos perder de vista que estamos ante la expresión de una búsqueda que es, fundamentalmente, personal e identitaria (Tyras, 2011, p. 353): al final de su investigación, ante el lugar exacto donde debió morir su tío abuelo, Javier Cercas comprende que «La historia de Manuel Mena era mi herencia, mi parte fúnebre y violenta e hiriente y onerosa de mi herencia, y que no podía seguir rechazándola, que era imposible rechazarla porque de todos modos tenía que cargar con ella» (2017, p. 277).

De ese modo, la doble temporalidad que suele vertebrar estas obras, configurando lo que Ana Luengo ha dado en llamar «novela de confrontación histórica» (2004, p. 49), pone frente a frente dos épocas distintas: el pasado evocado y el presente de la enunciación; y, en consecuencia, dos generaciones distintas: la que vivió los hechos que se cuentan y la que, a lo sumo como testigo involuntario de esos mismos hechos, trata de comprenderlos o de dialogar con ellos. En casi todos los casos, no sólo domina el punto de vista del narrador situado en el presente, sino que el relato se interroga acerca del impacto que el pasado ha acabado teniendo en su identidad. Los protagonistas de estos relatos aprenden algo de sí mismos que les resulta fundamental y que, a menudo, marca un antes y un después en sus existencias o en su manera de ver el mundo. De esta forma, se hace recurrente la toma de conciencia por parte de los protagonistas, para quienes recuperar el pasado que se desconocía, o que a duras penas se intuía, implica poder vislumbrar una identidad distinta a la que hasta entonces se creía poseer. En Los rojos de ultramar el encuentro con unos alumnos en la Universidad Complutense de Madrid, durante el cual el narrador constata la ignorancia de los jóvenes en relación con la historia reciente de España, lo lleva a interesarse por sus propios orígenes familiares. Así, evoca la decisión de su abuelo Arcadi de alistarse como voluntario en el ejército republicano, a la vez que trata de entender los efectos que esta acción ha tenido para él y su familia: «A veces se toma una decisión —dice— y, sin reparar mucho en ello, se detona una mina que irá estallando durante varias generaciones» (Soler, 2012, p. 13).

La meditación sobre las consecuencias de ese acto concreto tiene un carácter «filiativo» (Faber, 2011 y 2014), en la medida en que el narrador es el nieto que busca desentrañar la historia de su abuelo. Sin embargo, en los relatos sobre la Guerra Civil este lazo filiativo se convierte a menudo en lazo «afiliativo» (Faber, 2014), pues la joven generación simpatiza (y se identifica) con aquella que vivió los acontecimientos: el narrador se siente solidario del sufrimiento de todos aquellos que pasaron por la experiencia de su abuelo, trascendiendo dicha relación el ámbito de la familia y lo consanguíneo. Resulta significativa, por ejemplo, la escena en la que el personaje pisa la arena de la playa de Argelès-sur-Mer, donde Arcadi estuvo detenido y donde murieron tantos republicanos. Frente al ruinoso obelisco conmemorativo, deja un bolígrafo como gesto de homenaje (2012, p. 162) —a falta de una flor o de un objeto más apropiado—, no sólo para honrar a los vencidos, sino para alinearse a ellos por razones éticas e ideológicas.

En Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o en el cómic de Paco Roca Los surcos del azar (2013), no hay vínculos familiares, pero sí persiste el esquema intergeneracional a través del cual los jóvenes que no vivieron la guerra dialogan con los que sí lo hicieron, llegando en algunos casos a producirse procesos de «desfiliación» (Faber, 2014, p. 148), como el tantas veces comentado con relación al narrador de Soldados de Salamina, cuya evolución ideológica lo conduce del interés intelectual por la figura de Rafael Sánchez Mazas a la admiración sin paliativos por Miralles, el anónimo héroe republicano. Un esquema que se reitera en Lo que a nadie le importa (2014), de Sergio del Molino, o en La estrategia del koala, de David Roas, esta vez sobre la base del parentesco, donde los nietos «repudian» los actos y las ideas de sus abuelos —en ambos casos combatientes del ejército nacional—, llegando a cuestionar conceptos tales como familia, lugar o herencia. Sucede de este modo en el texto de Roas, cuando el narrador renuncia a escribir la novela del abuelo gallego, como en un cierto momento había sido su propósito, y escoge referentes «familiares» distintos de los que le han tocado en suerte: los setecientos quince fusilados en la comarca de Ferrol al poco de iniciarse la guerra, los diecisiete vecinos de Ares, en la provincia de La Coruña, que fueron paseados, o los anarquistas y militantes de izquierda que secuestraron un barco de pesca con el fin de llegar a la costa francesa, de donde fueron llevados al campo de concentración de Argelès. La única memoria que, para Roas, cabe reivindicar es la de las víctimas, de las que su protagonista se siente hijo (o nieto).

Al contrario, en El monarca de las sombras el narrador entiende que Manuel Mena «se había equivocado políticamente», pero reconoce también que «había sido capaz de arriesgar su vida por valores que, al menos en un determinado momento, estaban para él por encima de la vida» (2017, p. 270). En este sentido, Cercas adopta la visión desencantada que la Odisea ofrece de Aquiles —el joven de la muerte hermosa y perfecta en la Ilíada, que es como la familia del narrador ve a Manuel Mena—, cuando, al ser interrogado, confiesa con melancolía que es preferible ser el siervo de un siervo, y tener una vida longeva, antes que ser el monarca de las sombras.

Como sucediera con Soldados de Salamina, esta última novela de Cercas no ha podido librarse de agrias polémicas en torno a su posicionamiento ideológico (Faber, 2017; Moreiras, 2017). El escaso trabajo, desde un punto de vista colectivo e institucional, llevado a cabo en torno a la memoria de la Guerra Civil y de la dictadura conlleva, en las expresiones literarias, una exigencia de toma de partido que, cuando se ve matizada —como en el caso de Cercas— desencadena todo tipo de reacciones, algunas de ellas muy airadas. También es posible que en las posmemorias autoficcionales subyazca aún una actitud, hasta cierto punto, deudora de la noción de compromiso ético del escritor. Aunque esta visión del autor ha tenido un largo recorrido en la tradición literaria española, se hace sobre todo muy evidente en la narrativa de la posguerra con el auge del realismo social. Si entonces urgía desvelar los aspectos ocultos de una realidad manipulada por los discursos oficiales, ahora se impone —parecen decirnos estos textos— desenmascarar la versión, o las versiones, de esa misma realidad que, todavía a instancias de ciertos poderes políticos y fácticos, siguen tergiversando y silenciando determinados hechos. Ello explicaría también la marcada tendencia al realismo literario como forma de expresión privilegiada a la que se refería Sibilia (aun en los relatos con un fuerte componente metaliterario, como los de Cercas y Roas). La modulación autoficcional vendría a reforzar la presencia del autor en la obra y su compromiso —aquí en el sentido de afinidad y cercanía— con respecto a la materia narrada.

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