POR DANIEL ESCANDELL MONTIEL
(Universidad de Salamanca)

Quizá peor que el olvido es la incomprensión, esa forma de mirar prejuiciosa hacia aquello que no parece provenir del molde que se conoce bien. Quienes muchas veces nos interesan son quienes no responden a esos parámetros, ni pretenden ser parte de los centros. Decía Pitol que la diferencia entre el excéntrico y el vanguardista es que este último quiere hacer norma de su desorden. La rareza y la excentricidad nos son siempre llamativas y curiosas, al menos durante un rato; luego pasan a ser extenuantes y agotadoras para quienes viven cómodos en hormas. Romper el molde parece conllevar siempre imponer otro (según el pensamiento vanguardista), pero estar fuera es, simplemente, vivir sin su imposición y no desear sucumbir a lo común y usual. Lo convencional, por su parte, tiene tendencia a querer imponerse porque lo homogéneo es percibido como bueno. Es, por tanto, una de las razones por las que algunas firmas caen en el olvido o se las sitúa en las periferias de los centros de poder. En este dossier nos acercamos a una muestra de figuras que trazan una de las muchas posibles líneas difusas de lo inusual. Así, se da una visión intergeneracional que permite pasar desde las figuras de Lola Montez, José Eufemio Lora y Max Jiménez hasta Margo Glantz y Federico Peralta Ramos, y, de ellos, a Gabriela Wiener, Pablo Katchadjian y Verónica Gerber.

Mi intención en estas primeras páginas es sumar a esos nombres raros (expresión que usó Rubén Darío, que retomó Pitol, y que en este dossier retomamos en múltiples ocasiones), el de la actriz y escritora María Luisa Elío Bernal por su carácter de autora (forzosamente) transatlántica tantas veces incomprendida. Una autora con una obra breve, aunque significativa y sentida, que cruzó el océano desde España cuando en 1939, con apenas trece años, toda su familia huyó al exilio en México. Su producción queda lejos de los tomos titánicos de otras trayectorias, pero basta un texto -quién sabe si una línea (o menos para los gigantes de la brevedad)- para merecer el recuerdo.

Como tantos inusuales, la crónica de sus días no siguió una línea recta. Su vida social y profesional estuvo unida desde muy temprano a autores destacados. Octavio Paz, Mary Leonora Carrington, Juan Rulfo, Lezama Lima, Álvaro Mutis y Emilio Prados son algunos de los nombres con los que se codeó. Y es bien sabido que Gabriel García Márquez le dedicó su Cien años de soledad a Elío y a su esposo, Jomí (José Miguel) García Ascot.

Su obra la conservamos por el impulso editor de su único hijo, Diego, a través de El Equilibrista, con sede en México. En 1988 publicó Tiempo de llorar y en 1995 Cuadernos de apuntes en carne viva. Mucho más tarde, ya póstumamente, llega en 2017 Voz de nadie. Con el guion de En el balcón de vacío, de 1961, se cierra su producción. En 2021 Renacimiento, en España, presenta Tiempo de llorar. Obra reunida, un esfuerzo por impulsar su figura, y que sucede a Tiempo de llorar y otros relatos, que Turner había publicado en 2002 y que fue la base para una edición a través de la UNAM en 2022.

Su guion En el balcón vacío llegó a hacerse realidad en 16 milímetros con la dirección de Jomí en 1962. La historia esencialmente autoficcional de María Luisa se hace cine en una cinta que logra presentar desde la candidez la crudeza de la guerra y el dolor del exilio. Es la historia de una mujer que evoca, desde México, su huida de España y una infancia perdida, combinando la propia vida de la autora con las licencias necesarias para construir una historia en la que tantos otros pudieran verse reflejados. Y hacerlo con ganas, pues se considera la primera película sobre el exilio español y tuvieron que financiarla, escribirla y grabarla exiliados. Elío refuerza ese lazo con su propia vida al aportar su voz como narradora a la cinta: eso ata la autofictividad más incluso que una lectura en paralelo de la biografía que le dedicó Eduardo Mateo Gambarte (2009). Conviene recordar que este es un guion que se firmó y llevó a la pantalla unos pocos años después de que Rodolfo Walsh publicara su Operación Masacre (1957), y antes de que Truman Capote hiciera lo propio con In Cold Blood (y Richard Brooks con su primera adaptación al cine). Elío no buscaba fundar lo que conoció como nuevo periodismo, ni definir las bases de la novela testimonio; sin embargo, podemos afirmar que su guion hizo una aportación destacada situándose entre el documental -el testimonio- y la ficción, y una esencial: buscar la restitución de la dignidad de los exiliados, darles voz y reivindicar la memoria histórica.

En Elío Bernal el fragmentarismo y la brevedad son dominantes. También lo es desdibujar la frontera entre lo prosaico y lo poético, incluso en su guion. Pero a lo poco convencional de esa escritura, debemos incorporar su independencia y su compromiso con los exiliados (rasgos que definieron también a su marido). Esta autora construye con su palabra un retrato de una infancia mitificada, pero doliente, que solo puede resolverse con la decepción de la vida presente, adulta, como tantas veces sucede. María Luisa lo vivió de primera mano cuando en sus textos ya especulaba con el posible desencanto de regresar a su Pamplona natal: esa debacle, por supuesto, llegó. «Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse», escribió en Tiempo de llorar.

Elío no es una autora olvidada; no del todo, al menos, como nos recuerda el volumen de Renacimiento, aunque sí es cierto que se la evoca con cierta frecuencia en nóminas (extensas) de aquellas personas a las que no leemos lo suficiente. Es rara e inusual, y, como el resto de quienes aparecen en estas páginas, eso es, sobre todo, por la dificultad para encajar y responder a las exigencias de los troqueladores. Una incomodidad con la preforma de la fábrica de la literatura que han vivido y viven, entre otros muchos, quienes ocupan estas páginas, que quieren celebrar lo inusual de no acomodarse en el molde.