Leila Guerriero
La llamada
Anagrama
430 páginas
POR RODRIGO FRESÁN

Mi novela favorita de Joan Didion se titula Una liturgia común y transcurre en una republiqueta centroamericana que no es Argentina pero que podría serlo por su contexto revolucionario y clandestino. Y porque habla y cuenta acerca de la pérdida de personas —de seres más o menos queridos— en el nombre de la Historia. Y porque se concentra —los encomillados son de Didion— en las «complicaciones».

Y la de Didion podría ser del tipo de novelas que —por ambición y por talento y por riesgo; y porque en ella una mujer escucha a otra y toma notas— escribiría la gran cronista argentina Leila Guerriero de no estar dedicada y exclusivamente preocupada y ocupada por la realidad. Esa palabra a la que Vladimir Nabokov recomendaba —a la hora de serle fiel y preciso a y con sus complicaciones— escribir siempre entre comillas.

¿Y a qué género pertenece La llamada? Es una crónica, claro. Pero, también, La llamada es otra crónica de Guerriero. Género muy particular dentro del género general acerca del que, me pregunto, cuáles serán sus constantes y reincidencias, sus rasgos comunes y reconocibles. En principio no parece que los tenga. Pero al poco tiempo se me ocurre que los «protagonistas» o los «héroes» de los libros de Guerriero tienen algo que los une. Se me ocurre que esos ventosos suicidas de la Patagonia, ese casi samurái-zen bailarín de malambo, ese pianista diferente como suelen serlo todos los grandes pianistas, esos soldados bajo tierra extranjera que se quiere patria e, incluso, la misma autora postulando en dosis homeopáticas la teoría de su gravedad con agudeza son, sí, todos mutantes. Todos empiezan siendo algo que ya eran y acaban siendo algo que ya serían luego de oír el llamado de una vocación o, sí, de la llamada de algo que los convoca y los arrastra. Y que entonces el trabajo y la tarea de Guerriero —eso que es también lo que le gusta o, usando ese verbo tan ambiguo y de maldición china, le interesa— es el de atraparlos/retratarlos en el acto mismo de esa metamorfosis a veces íntima, a veces colectiva.

Y La llamada es el retrato de una mutante.

Y su título alude a una providencial a la vez que condenatoria llamada telefónica (y en la novela de Didion hay, también, una llamada telefónica de esas) pero, también, a una llamada ideológica-revolucionaria-histórica-sociológica-etc. y, por lo tanto y a su manera, a una llamada cuasi litúrgica-religiosa-mística (y la propia Guerriero confiesa, en las primeras páginas del libro, como si se tratase de algo que no es penitencia pero tampoco bendición, que «Así inauguro mi peregrinación a esa mujer»). La llamada es, también, antes que nada y después de todo, la peregrina protagonista de La llamada. Pero la llamada es también Guerriero, quien acude a su llamado. Y aquí viene y voy a dejar que Guerriero presente a esa mujer a la que se acerca con la más cercana de las distancias, como debe ser, así: «Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: “En el limbo”». A lo que añade Silvia Labayru, y se lo anticipa a Guerriero: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo».

Pero Silvia Labayru —secuestrada y violada y abducida y poseída durante un año y medio en esa casa embrujada que es la Escuela de Mecánica de la Armada— no tiene por qué o de qué preocuparse por su temperatura mental o corporal. Porque quien la cuenta a ella —y a su particular odisea con mucho de ilíada generacional— es Guerriero.

Y en La llamada se insiste una y otra vez en la conjugación de un verbo. Y es ese verbo que está en el principio y en el durante y en el final del oficio que Guerriero supo elegir. Y ese verbo es reconstruir que —tal vez, para Guerriero— sea sinónimo de peregrinar.

Así, en La llamada, hay un párrafo que —como si fuese una oración, una plegaria, una liturgia poco común— se repite varias veces y que, pienso, es además una suerte de mantra de todo el asunto a la vez que es el llamado al que acude Guerriero.

Allí se lee: «A lo largo de cierto tiempo —días, semanas, meses—, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Después, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas».

Esta es, pienso, una parrafada no didionesca sino un puñado de palabras por las que Didion hubiese matado por escribir e incluir en esa novela, Una liturgia común, que empieza con la frase: «Seré su testigo».

Y, sí, en La llamada Guerriero es testigo de Silvia Labayru y de los suyos. De sus idas y vueltas, de sus evoluciones e involuciones y de revoluciones. De su ser arrastrada por las tempestades de una época. De su, digámoslo de una vez, vida «de novela». Porque La llamada es, seguro, el libro más novelesco de Guerriero. Y el más realista en el sentido en que lo son Anna Karenina o Madame Bovary que, como La llamada, tuvieron su primer latido en la lectura casual de un artículo de periódico. Y el más modernista en el sentido en que lo es, siempre con esa ambigüedad, La señora Dalloway; o lo son esas tramas —de Henry James o de Joseph Conrad o de Ford Madox Ford— que siempre empiezan en una veranda con alguien contando algo un poco al pasar para que enseguida pase de todo.

Y en La llamada pasa de todo y son muchos los que pasan para dejar de pasar o seguir pasando: víctimas y victimarios de Guerra Sucia, padres e hijos, amigos y amantes y camaradas de batallitas que se quieren limpias, civiles y militares y guerrilleros, torturados y torturadores, médiums y fantasmas, caídos en acción y veteranos de trincheras, chispas e incendios, llamadas y llamaradas. Y una chica inmensa que en otra dimensión hubiese sido la perfecta muchacha ojos de papel reconocida —no como montonera chic bajo el alias del nombre-de-guerra de Mora— sino como la sonrisa y las curvas en alguna de esas setentistas publicidades argentinas de jingle irresistible cantándole a una marca de cigarrillos o de jabón.

Y el mejor elogio que se le puede hacer a La llamada es que entiende y hace entender el pasado del mismo modo en que nos lo enseñó William Faulkner: «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado».

Pero el pasado está y, como ya se sabe, es la parte más importante del breve presente y del futuro que nunca acaba de llegar por más que se lo llame. En cambio, si se lo llama, el pasado siempre acude a nuestra llamada. Es más: nada le gusta más al pasado que el que lo llamen. Pero, claro, hay que arriesgarse a hacerlo. En La llamada se arriesga a llamarlo Silvia Layburu (por motivos que para mí siguen siendo un gran misterio, y ese es uno de los más grandes méritos de La llamada). Y en La llamada también se arriesga Guerriero (por motivos más que evidentes: aquí hay una gran historia que más que merece a una grande para que la cuente a lo grande).

Podría decir que siempre pensé que Leila podía llegar a escribir un libro tan formidable y estremecedor como La llamada. Pero estaría mintiendo y me privaría de uno de los grandes y más culposos placeres en la vida de un lector y de un escritor quien conoce personal y amistosa y admirativamente a quien está leyendo: el de que ese alguien y ese algo superen aún sus expectativas más optimistas y fantásticas. La llamada —me parece, estoy seguro— es ese libro que Leila Guerriero estaba llamada a escribir. Guerriero escribió muy buenos libros antes y, seguro, escribirá muy buenos libros después; pero puedo asegurar que, en la obra y vida de Guerriero ya hay y habrá un antes y habrá un después de La llamada.

En Una liturgia común, Didion comienza con la narradora prometiendo dar voz al testimonio de una mujer, y termina con la admisión de un fracaso: «No he sido el testigo que quería ser».

En La llamada, alguien le dice a Guerriero: «No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?… No sé qué le ves».

Y, una línea más abajo, Guerriero explica: «Hay una pregunta que hacen siempre: “¿Por qué elige las historias, con qué criterio?”. Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no. A lo mejor por preguntas de hace dos décadas que quedaron flotando en el viento».

En la nada abstrusa y del todo y en el mejor sentido soberbia La llamada, Guerriero pregunta y se pregunta.

Y se responde.

Y es la testigo que quiso ser.

Y así vemos y oímos a la compleja Silvia Labayru porque —habiéndola llamándola primero para llamarnos después— es Leila Guerriero quien se complica la vida con esta vida para, al final pero desde el principio, vencer.

O sí.