POR ANDREA GARROTE

Primera carta a Sor Juana Inés de la Cruz. Se refuta el concepto del ego póstumo en pos de la esencia spinoziana y su permanencia relacional en este mundo

de Andrea Garrote
Para: Juana Ramírez
Asunto: Escribí una obra sobre vos durante una peste mientras leía a Spinoza

¿Sabrás que estás muerta, querida Juana Inés? Yo creo que no, que no lo sabés. Perdón por mi falta de elegancia intelectual, pero casi ni lo dudo. No sé si hay un más allá después de la muerte y hasta me resulta atractivo imaginar diferentes formas de ese más allá. Conservo el recuerdo de mis primeras clases de catequesis en dónde la hermana Carmencita nos pedía que cerremos los ojos y nos imaginemos lugares y situaciones que nos hicieran felices. La primera vez comencé imaginándome que flotaba con mis amigas en una gran pileta de agua azul. Pero luego Carmencita, ordenaba -«Ahora imagínense más felices»- y yo agregaba delfines que nos paseaban en sus lomos y pegaban grandes brincos en el aire. Y volvía a retumbar la voz de la monja: «Aún más felices…» y entonces aparecían confites, chocolates, gaseosas de naranja y los Beatles tocando en la orilla, pero otra vez el implacable: «¡Más felices aún!» Y ya me angustiaba porque sumar más felicidad era para nosotras niñas, concentrarnos en visualizar una gran lista de juegos, música, colores y sabores, como un cumpleaños celebrado por un Aladino maníaco. Cuando la hermana Carmencita, percibía la tensión creciente en nuestras caras, nos hacía abrir los ojos y con la frente y el pecho sudado- como si hubiera estado ella saltando delfines en aquella súper fiesta- nos decía: «Niñas, pues mucho, muchísimo más feliz aún, es el cielo». Así, nos vendían el más allá unas inocentes monjitas por mil novecientos setenta y pico en un suburbio de Buenos Aires, Argentina. País, que no existía en tu época como tampoco Los Beatles, la fábrica Disney de ficción, ni el comunismo, ni el consumismo. 

Me pregunto cómo imaginaban vos y tus hermanas el cielo prometido a los justos. ¿El alma de una persona pura, al morir su cuerpo, quedaba demarcada en la eternidad del cielo o del infierno como una unidad histórica y responsable para siempre de su destino? ¡Qué de locuras hemos creído! Y aún creemos. Porque actuamos como si hubiera un más allá y sobre todo como si hubiera un yo en el más allá. Hoy, son otras envolturas ficcionales que nos hechizan con esa idea, pero ahí siguen, firmes como rulo de estatua. 

Te escribo Juana Inés, sabiendo que nunca me leerás, ni sabrás de mi existencia, te escribo emulando tu propia costumbre de citar y traer al presente a las mujeres doctas de la antigüedad. Las citabas como una invocación para hacerte compañía, las reafirmabas como ejemplo ante un mundo que sometía a tus contemporáneas con impiadoso desprecio. Te invoco y a la vez aseguro que no hay Sor Juana Inés de la Cruz en el más allá. Y creo que esto vos lo sabes o lo sabías. (¡Saltemos por arriba de los tiempos verbales y de los otros!). A pesar de haber sido educada y sometida a la idea contraria, a la de salvar el alma a través del sacrificio, a penar por un paraíso post morten, yo creo, Juana, que vos renegabas de ese mundo en el que te tocó vivir. Vos conocías de historia, de cosmogonías antiguas, de otros usos y costumbres y ese conocimiento alumbra de sospecha lo establecido como natural en cada época, y en cada geografía. 

Ahora yo estoy viva en el dos mil veintidós, dos años atrás nos recluimos en nuestras casas por una peste, una situación que afectó a todo el mundo, a todo el orbe –literal, Juana- pero no puedo contarte todo en una sola carta. El asunto es que fui invitada a crear una obra de teatro de un ciclo que se llama «Invocaciones» y me otorgaron como una responsabilidad y un reconocimiento, el regalo de traer tu esencia al territorio de uno de mis amores, el teatro. Y me puse a leerte y a leer sobre tu tiempo y tu ciudad. Sobre ese medioevo tardío americano, en una ciudad de conventos, iglesias, cabildos y rústicas murallas colocadas a la fuerza sobre las ruinas de la magnifica Teotihuacán, que de tan recién derribada aún agonizaba con más vitalidad que el terror al fuego divino y al acero de la real espada. En medio de un sistema anómalo de organización social, ahí estabas vos, Juana Ramírez, testaruda como la peor de todas, sin parar de estudiar y de escribir a pesar de todos los obstáculos, de todos los castigos. En una lucha solitaria, acusada de soberbia, y siempre a merced de imbéciles con poder. A Pascal, a Galileo los obligaron a abdicar de ideas, argumentos, conclusiones, lógica. A vos te obligaron a abdicar de vos misma, a renegar de lo que te gustaba, de lo que te hacía libre y con eso ejemplificar al resto de las mujeres que se tentaran con los símbolos. Esos documentos finales, las peticiones de misericordia que presentas al tribunal divino, en dónde agradeces la piedad de quienes te esclavizan y ofreces tu dote, y vivir y morir en perpetua clausura, sin estudios, sin libros, usando tu boca sólo para afirmar dogmas como la virginidad de María, son el testimonio de una de las abdicaciones más desgarradores de la historia.

Escribí, entonces en esa cuarentena de meses, una obra de teatro con tu nombre, una comedia coral, Juana y sus hermanas en el convento de Las Jerónimas, entre mil seiscientos ochenta y mil seiscientos noventa y cinco. 

Imbuirme- en esa ensoñación de la escritura- en otra normalidad, y en una tan exótica como la de Nueva España, me sirvió muchísimo para adaptarme a la nueva normalidad que el año dos mil veinte nos impuso. Ya hablaremos, amiga, de cómo es este mundo hoy, lo que quería decirte, ahora, es que me inventé mi propia Sor Juana Inés de la cruz y la llamé Juana Ramírez. Ramírez, el apellido materno, el del abuelo Pedro que te abrió su biblioteca. A esa Juana la fui deshilando de un telar frondoso, contradictorio y fascinante. Pero volviendo al tema principal de esta primera misiva, es que esa Juana que yo invoqué tampoco cree que hay un yo en el más allá. Porque insisto: la diferencia no está en creer si existe un más allá, la gran diferencia está en creer que existe un «yo» en el más allá. Un verdadero parte aguas. Porque si no existe un «yo» en el más allá, el alma, el espíritu están en la materia, no la trascienden. Dios, lo ideal, el alma, lo sagrado, todos los conceptos son materia, moléculas de este mundo, parte inseparable de lo que hay. Podemos jugar a pensar ese separación del mundo de la materia y de las ideas que impuso Platón y varias religiones por sobre otras maneras de estar en el mundo. Y Juana si te cuesta entender estos párrafos, paciencia, no tenés una idea de lo enmarañadas, equívocas y oscuras que son las referencias de tu barroco para nosotros habitantes de un mundo que por decirte algo alarmante, volvió a los jeroglíficos. 

En estos tiempos, estuve leyendo a otro muerto célebre que anduvo rondando en esos mismos tiempos en que rondaste vos, él escribió: «El alma es una idea que existe en la cosa pensante, y que procede de la existencia de una cosa que existe en la naturaleza». (1)

Juana, cuando vos ingresabas casi niña a la corte, luego a las carmelitas y por fin a las jerónimas, más o menos en esos mismos años entre 1665 y 1675 un tal Baruch Spinoza escribía un tratado geométrico sobre la ética. Spinoza, un fruto maravilloso de la libertad religiosa y artística de los países bajos en esas décadas que sin embargo, fue demasiado lejos. Sus hermanos judíos lo excomulgaron; y lo mismo hubieran hecho los hermanos de cualquier religión institucionalizada porque cualquiera de éstas intentaría borrar sus ideas para que no entren en la cabeza de nadie, porque Spinoza propone unos de esos sistemas benévolos para pensar el estar en el mundo, que desactivan el miedo, la paranoia, la ansiedad y la venta de un ego vivo en el más allá. Pero mirá Juana, qué curioso, que vuelta de tuerca, Spinoza sí propone una relación con la eternidad, pero en el acá. La relación con la eternidad cuando el cuerpo está vivo es un sentir, una experiencia cercana a la sabiduría, cuando ese cuerpo está muerto queda la esencia del mismo relacionándose con el mundo, con este acá de movimientos, ritmos, células, átomos y luces.

No dice inmortalidad, dice eternidad. No es que vamos a vencer a la muerte reencarnando en pato, viajando en una nube en plena beatitud o gozando de un vergel con setenta vírgenes. Muchas religiones defienden la inmortalidad porque con ella amenazan y prometen castigos y recompensas, un sistema emocional, súper efectivo para hacerse obedecer, una promesa de futuro fiel al tiempo. Desde el punto de vista de La Eternidad y El Tiempo, Vida y Muerte son transformaciones de la sustancia, nada más. Para estos dos personajes, La Muerte no es un tema importante de hecho La Eternidad no pretende vencer a La Muerte porque la eternidad vence al Tiempo, salta por afuera de él o coexiste con él, ya que se puede tener una experiencia de eternidad metida dentro del tiempo.

Ya puedo imaginarme uno de tus autos sacramentales en donde La Eternidad y La Inmortalidad discuten con El Tiempo y con La Muerte. ¿Quién es mejor? ¿Quién puede más? ¿Quién es la más deseada? ¿Qué sensaciones y dones trae cada una? ¿Qué desgracias? Y en esos versos tuyos, cada concepto encarnado, haga reír y pensar a una platea de tus contemporáneos y de los míos. ¿Sería eso posible? Disfruté muchísimo el acto de festejo de tu comedia «Los empeños de una casa», ese que aparece en las ediciones nombrado así: «Loa que precedió a la comedia que se sigue». En dónde La Música invita muy contenta a celebrar una contienda entre varias dichas a ver cuál es la mayor. Entonces aparece en escena El Mérito, La Diligencia, La Fortuna y El Acaso, y comienza una batalla de versos. Y en esa esgrima hay belleza, inteligencia, ironía, humor, en fin, lo que ustedes llamaban como una suma de varias gracias: Fineza. 

¡Qué divertido sería para nuestro teatro contemporáneo volver a representar conceptos! Por ejemplo la Muerte y la Inmortalidad, la Eternidad y el Tiempo contando sus problemas vinculares, sus quejas, sus sometimientos, sus logros, sus favores. ¿Ves Juana? Aquí hay perfecto ejemplo de lo que decía anteriormente con Spinoza. Vos, como tantas otras personas, dejaste mucha de tu esencia en este mundo. Una esencia relacional con moléculas concretas de este ahora, como por ejemplo, yo que hecha de moléculas y partes extensivas, en fin cuerpo, humildemente te escribo creyendo que somos amigas porque tu accionar sobre el mundo, aunque pasado, me ha influido. Tu presencia ha hecho muchas cosas en todo este tiempo que llevas muerta. Hay una escena en la obra que te escribí, en dónde una joven indígena te prepara un té de hongos y alucinas voces que te cuentan algo de tu póstumo futuro. Te transcribo el fragmento:

Juana se saca los hábitos, se suelta el pelo, se pone un camisón blanco. Mientras bebe el té. Iyalí la arropa, le acaricia la cabeza, y le canta un Ícaro. Juana se va durmiendo.

Iyalí: No temas Juana, no te espera el fuego, el doloroso de los hombres, ni el eterno del divino. Sos criolla, hija de la Iglesia, famosa en la madre patria. El fuego aquí es para nosotros, los hijos de Coaticlué y Quetzacotl. No habrá fuego para ti. Sólo años de frío silencio en esta celda como un témpano insonoro de sumisión y resistencia. 

Aparecen figuras con las caras pintadas o con máscaras americanas y europeas. Vestidas con miriñaques, hábitos, plumas, coronas, alas y pelucas en un alucinado collage.

Una: Serás famosa Juana, a través de los siglos y de los mares. 

Otra: Los ratones se comerán toda tu correspondencia. 

Una: Habrá un barco con tu nombre, le dirán «crucero» y emulará el paraíso terrenal.

Otra: Gran parte de tus obras se quemarán, 

Una: Decenas de calles y plazas llevarán tu nombre.

Otra: Casi todos los lectores odiarán lo que quede de tus barrocos sonetos lisonjeros, literata mercachifle de una época incompresible, oscura y mañosa. 

Una: El gran galardón-categoría femenina- de las letras hispánicas será el Sor Juana Inés de la cruz. 

Otra: Pero casi nadie habrá leído tus cuartillas, tu prosa filosófica, y si alguna de tus obras sobrevive en casi ningún escenario brillará.

Juana: ¿A quién debo creerle? 

Todas: A todas.

Una: Todas las cosas sucederán.

Juana: No es lógico que yo quede en la memoria y mi obra olvidada.

Otra: El mundo no es lógico, nunca lo será.

Una: Y no será lógico el mundo que vendrá.

Otra: Pero no pienses que tu biografía será muy real, Juana Ramírez.

Una: Harán de ti una leyenda, la vida de una santa, exaltarán tu devoción a dios, y la santa Iglesia, 

Otra: Disolviendo tu prosaica realidad de criolla sin dote, tu picardía, tu capacidad para decir sin decir, y deslizarte entre poderosos para conseguir tiempo para cultivarte a vos misma, ególatra soberbia.

Una: Dirán que dejaste el estudio y la escritura porque te diste cuenta que la verdad está en el Divino y en sus sacramentos.

Juana: ¡Momento! ¿Qué han dicho? ¿Dejo los libros?

Otra: Dejas tu astrolabio, tu telescopio, tu ciencia, tu latín, tu helenismo, tus sonetos, redondillas, villancicos, cartas, en fin toda tu caligrafía y tus ojos no se posarán en símbolo alguno.

Juana: ¿Pero por qué? Por qué hago eso?

Otra: Por lo mismo que el gran Blaise Pascal fue perseguido, por la misma razón que abjuró Galileo y renegó de sus locuras.

Una: Por temor, entras en razón y te sometes

Juana: ¡Maldito el miedo! ¡Traicionera la razón!

Una: Pero Juana, también serás un emblema para muchas de nosotras.

Juana: No me interesa ser emblema de nada.

Otra: Serás la inspiración, la confirmación insoslayable para muchas mujeres adoctrinadas en pensarse inferiores que no es verdad que eso no está en su naturaleza. ¿Sino cómo explicamos a Sor Juana, a Hipasia de Alejandría…

Juana: ¡Y a todas las mujeres sabias de la Antigüedad! ¡Voy a publicar la respuesta! ¡Voy a jugar quizás la última jugada! (1)

Imaginé esa noche en dónde tomas valor para escribir la increíble Respuesta a Sor Filotea que es el texto por dónde recomendaría a mis contemporáneos empezar leerte porque te alumbra como ningún otro texto. Juana, sé qué adorabas la ciencia y hubieras querido saber más sobre el funcionamiento de las cosas. Pero quiero decirte qué como escritora, política y diplomática has dejado un legado enorme. ¡Ay, Juana, si supieras lo que hemos hecho los humanos con la ciencia! No quiero aterrarte, y es tema para una segunda y-o tercera carta. 

Voy a cerrar el motivo de este primer envío; confirmar que no hay lugar fuera del mundo para los muertos. 

Y decirte- paradójicamente como si quisiera o pudiera alimentar tu ego- que vos estás aún hoy relacionándote con personas y produciendo efectos dentro del mundo. No estás en un más allá, estás hoy todavía y para siempre, acá.