Alejandro Zambra:
No leer
Anagrama, Barcelona, 2018
312 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)
He leído No leer, lo que supongo es una rebeldía hacia Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), que es quien tituló su libro con esa exhortación tan gratamente antipedagógica. Confieso que tuve una tentación de obediencia: hay demasiados libros y, si él mismo apela a dejar el suyo a un lado, razones que el lector desconoce tendrá. Pero las paradojas me intrigan y acabé por morder el anzuelo: por lo pronto, decidí comprar el libro online y luego ya vería (como si de mí dependiese) si lo leía o no. El título es buen cebo, la incoherencia es insinuante.
Pasaron varios días y el libro —por azares varios— no llegaba. Empecé a pensar en Zambra como en alguien dueño del devenir de sus palabras, capaz de imponernos la no lectura. A la tercera semana de espera, ya estaba convencido. Acepté que el título fuera más oráculo que ironía y me resigné, no sin enfado, a No leer. ¿Hasta qué punto podía Zambra imponerme la imposibilidad de la lectura? Por descabellado que parezca, sabemos de escritores que han hecho cosas peores: estafas, manipulaciones de todo tipo, incluso se ha llegado a matar al lector. Recuerden «Continuidad de los parques», de Cortázar, o La asesina ilustrada, de Enrique Vila-Matas. No hay derecho.
El paquete se hizo esperar, pero llegó. No obstante, me encontraba ya en un estado de semisospecha. ¿Y si el autor fuese tristemente coherente y el libro no fuera sino una suerte de acción artística, un eficaz contrasentido a lo Magritte con su Una pipa no es una pipa o como esas fotografías de Chema Madoz en donde nada es sólo lo que parece? Quizá lo que había comprado —pensaba mientras desembalaba— fuese una especie de libreta Moleskine con No leer impreso en la portada y las páginas vacías: tendría su gracia, aunque pasada de moda. O podría tratarse de un libro que fuese más bien un gesto, inútil pero bello: un libro escrito con tinta blanca sobre la hoja en blanco, emulando a Malévich, a su Blanco sobre blanco. De este modo, no leerlo sería una imposición, pese a que el texto estuviera ahí, frente a nuestras narices. Un amigo letraherido me confesó una vez algo similar, que, tras escribir sus textos en el ordenador, pone las letras en blanco. El texto está ahí, pero ni su mujer ni sus hijos pueden fisgonear en los documentos porque, de abrirlos, los tomarían por meros archivos vacíos. Se protege de la curiosidad, de una curiosidad probablemente inexistente.
El caso es que el libro de Zambra —para alivio de mi cicatería y curiosidad— es un libro completo (mi ejemplar al menos) que, por tener, tiene hasta índice onomástico. Así que di rinda suelta a mi apetito lector, que, incrementado por la espera y la oposición, me inquietó por su fiereza: «Te voy a leer», pensé avergonzado. Y, como desacatando alguna autoridad imaginaria, opté por echar un vistazo primero y por leer el final al principio. Como no es un libro de detectives, aunque haya algún misterio, no importará que diga cuáles son las últimas dos palabras: «Sin literatura». Trescientas páginas y un índice onomástico que contiene, a ojo, cientos de nombres de escritores, para esta doble negación inicial y final. Recordé de pronto cómo termina esa película absurda —con todos mis respetos— de José Luis Cuerda, Amanece, que no es poco. Un personaje nos dice, cuando ve salir el sol por el oeste: «Esto es un sindiós».
Detuve mi lectura antes de haber propiamente comenzado y pensé en la afirmación (la negación, más bien) del antropólogo Lévi-Strauss al inicio de Tristes trópicos: «Odio los viajes y a los exploradores», y me pregunté por el «tira y afloja» de Zambra con la literatura. Los rechazos, cuando provienen de alguien que dedica su vida a aquello que supuestamente repudia, son intrigantes y, muchas veces, el revés visible de una búsqueda intensa. Pienso ahora en Contra el arte y otras imposturas, de Chantal Maillard, o en el Bartleby de Vila-Matas —cuántas negaciones literarias están recopiladas ahí y cuánto amor por la literatura—, o en los rechazos de Henri Michaux en los viajes de los que dio cuenta en Un bárbaro en Asia, o en Henry Miller… Me permito estas digresiones porque las palabras contagian actitudes y No leer abre con la siguiente cita de Raúl Ruiz, que bien pudiera ser una declaración de intenciones de Zambra: «En eso, mis amigos, consiste nuestro arte: en irse por las ramas, derecho a lo esencial».
En cualquier caso, regresemos al hilo, por fino que sea, de esta narración. Me preguntaba dónde está el rechazo de Zambra por la literatura o de qué tipo de literatura habla cuando formula su «sin literatura», contra qué imposturas se está rebelando y la forma que toma su rebeldía. Para averiguarlo, está claro que hay que leerlo, lo que hice, de un tirón, por las ganas que tenía, supongo, y porque Zambra tiene una manera de escribir enormemente ágil. No tengo claro el resultado de mis averiguaciones, me distraje, porque el libro es ameno y anecdótico, y contiene referencias a numerosos autores y una colección de citas bien escogidas. Digamos al respecto, simplemente, que el que Zambra haya leído mucho y con fe inquebrantable el Manual del distraído, de Alejandro Rossi, da alguna pista (a quien haya leído el manual, claro).
En alguna parte de No leer, tirando hacia el inicio, dice Zambra que no quería que su libro fuese un volumen de reseñas. Lo cierto es que lo parece bastante, ya que recoge críticas literarias suyas publicadas aquí y allá, adaptadas para la publicación, reformuladas, entremezcladas con otros textos, y, para esta edición, ampliadas con algunas recensiones más con respecto a la edición de 2010. El libro va engordando con los años, como casi todos (los lectores). Es decir, la mayoría de los capítulos son reseñas, ahora incluso más que en la anterior edición. Pero ¿y qué? No seré yo quien minusvalore una reseña, aunque el nombre en sí, «reseña», sea como para avergonzarse. En una mesa se sientan un poeta, un científico, un novelista y uno que escribe reseñas. No sé cómo termina el chiste, pero seguro que el de la reseña es el blanco de la diana. En fin, no me extraña que Zambra diga que su libro es otra cosa.
No leer se puede leer como nos dé la gana, faltaría más, así que yo lo he leído como si fuera un diario y como un libro de detectives, lo que quizá acabe por dar la razón a Zambra con esto de que éste no es un libro de reseñas al uso. Una cita de Alejandro Rossi, una de tantas en No leer, puede haber condicionado gravitacionalmente mi lectura, pues me he visto buscando a Zambra mientras él ponía su vista en otros. La cita es ésta: «Es a veces un alivio poder expresarse a través de otro», dice Rossi, y Zambra lo cita porque estará de acuerdo, y yo lo cito porque nos habla de Zambra a través de Rossi y porque, es cierto, es un alivio. Y es que cuántas veces vemos al autor de reseñas tratar de asomarse al texto, reivindicar un espacio para sí, contarnos un poco de sí mismo. Para encontrarlo, las citas son una buena pista. No tanto las que corresponden a la recensión en sí —por cierto, siempre más de la cuenta—, que son las del libro que tiene entre manos, el último que ha leído y del que no sabemos la impronta que le va a dejar, sino las otras, las que corresponden a la trastienda de Zambra, las de aquellos autores que lo acompañan y que se cuelan en sus reseñas con una continuidad imperceptible si leemos la crítica de turno en el periódico, aunque rastreables si nos las presentan recopiladas, como en este caso. Las mejores, cuando cita de memoria, y, de entre ellas, las citadas erróneamente. Sería de un tremendo mal gusto reprocharle a un autor que haya citado mal a otro, puesto que esas citas adaptadas por la frecuentación y los ajustes de la memoria corresponden a un tipo de relación… más estrecha. ¿Qué escritores aparecen una y otra vez cuando Zambra habla de su lectura puntual, pero comienza a divagar? Roberto Bolaño, Ezra Pound, Julio Ramón Ribeyro, Raúl Zurita, Mario Levrero, Gonzalo Millán, Natalia Ginzburg y, sobre todo, Borges y Nicanor Parra. Macedonio Fernández le gusta mucho, cuando le gusta. Ésta es una broma para el futuro, cuando hayan leído ya el libro.
Así que puede pasarnos que leamos, por ejemplo, una reseña de la correspondencia entre Ribeyro y su hermano, en la que, citando a Paul Léautaud, reflexione acerca de aspectos que quizá nos acerquen al diarista que ando buscando, así como a la razón del título y su final: «De vez en cuando es bueno quedarse felizmente detenido en los peldaños anteriores a la literatura». Y es que a Zambra le agradan poco «las frases para el bronce», la exhibición de autoridad. Se halla más cómodo con los libros que dicen no a la literatura que con aquellos que la subrayan. «Para hacer literatura es necesario no hacer literatura», afirma. Tras el aparente galimatías está una irreverencia que perfila sus filias, fobias y caprichos literarios.
Sus textos son irónicos y se burla —para contrapesar el apasionado elogio, supongo, porque es un lector hedonista— de poetas y novelistas, de críticos literarios e incluso de los lectores. Quita peso en un ámbito donde sobra postín. Zambra lo hace a menudo, se le da bien. Dos de los capítulos se titulan, para que sepan a lo que me refiero, «Contra los poetas i» y «Contra los poetas ii». Y ¿quién es Zambra? Pues un poeta y novelista, crítico literario y fervoroso lector. Arquero y blanco de sí mismo, una fórmula infalible para que simpatice lo que podría resultar acusador. Es, eso sí, un crítico honesto —muy honesto—, lo que lo singulariza. No presume de haber leído más de lo que lo ha hecho —no tiene ese complejo o esa vanidad— y escribe acerca de sus lecturas sin pretensión de objetividad. Sabe que no hay ninguna verdad sobre el texto, por lo que más bien deja constancia de una —una entre muchas— experiencia del mismo. La subjetividad es el hilo conductor de estas reseñas, que tratan sobre numerosos autores chilenos y unos pocos no chilenos, pero mucho también del propio Zambra. Tan próxima está su crítica a sus circunstancias que, por ejemplo, «Un lector borrado», supuestamente, la recensión de Toda la luz del mediodía, de Mauricio Wacquez, es otra cosa. Lo personal (leyó la novela en un ejemplar de segunda mano comentado y subrayado) se convierte en el centro de la historia y la reseña acaba por no ser tal, se transforma en cuento. El que peor parado sale es Wacquez, del que casi no se habla, pero nunca llueve a gusto de todos. Aunque, si la comparamos con la reseña de un ensayo-antología de Harold Bloom, que comienza así: «No he leído y espero no leer jamás Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades», podría darse con un canto en los dientes. Desconozco si hay una ortodoxia de la recensión, si bien estas de Zambra vuelan por libre, como cuentos a la manera borgeana, como digresiones llenas de ingenio y audacia narrativa.
Y es que, en las reseñas, vale todo. Zambra discurre sobre el trabajo del crítico literario sin queja alguna. Afirma que se puede escribir de cualquier cuestión, argumentar en una u otra dirección, divagar —un placer del que disfruta con talento— o centrarse en un solo aspecto de la obra que se comenta, o en ninguno. ¿Y por qué tanta libertad? Por lo que todos sospechamos: «Nadie nos lee». Pero «De puro neurótico cuidamos la prosa, saboreamos cada adjetivo, perdemos un tiempo valioso decidiendo si dos puntos o punto y coma, y nos duele el corazón cuando descubrimos que se nos pasó alguna errata o que escribimos mal la palabra idiosincrasia». Así de cómico es el oficio. En el fondo, sabemos que las palabras no son inofensivas. «Tenga cuidado al leer libros de medicina, una errata podría matarlo», nos dice Zambra que aconsejaba Mark Twain. Por si acaso, mejor No leer.