Mario Vargas Llosa
La llamada de la tribu
Alfaguara, Barcelona, 2018
313 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)
Es factible constatar que gran parte de las novelas de Vargas Llosa son de ideas y que son muy pocos los novelistas occidentales que se dedican a examinar esas ideas. Es significativo que no se puede decir que una novela suya es sartreana, o que las del siglo xix son liberales en su (meta)mensaje económico, y que en ellas el aprecio de la libertad individual es persistente. En la presentación de La llamada de la tribu (Alfaguara, 2018) en Madrid se manifestó que es «el libro del liberalismo», tal vez porque la centroderecha ha eliminado la socialdemocracia de su ideario para ser portavoz de un liberalismo progresista, a lo Vargas Llosa.
Es igualmente obvio que sigue dedicado a indagar a fondo en un pensamiento que sería una base de su ficción y del deseo de mejorar una sociedad de la que hay mucho de qué quejarse. Cuando manifestó en 1967 que «la literatura es fuego» (en 2011 le dijo a Claudio Magris que era su venganza), dialogaba con algunos pensadores con disfunciones progresistas más que con ideas filosóficas consecuentes; para luego ser peregrino en su patria y defender visiones democráticas más justas para el mundo. En el camino hacia su todavía mal definido (por otros) liberalismo, ha homologado intereses culturales y políticos y su voz es más realista que denunciatoria.
La gran mayoría de La llamada de la tribu tiene raíces en los tres volúmenes de Piedra de toque (2012), en actualizaciones, entrevistas, el discurso del Nobel, y aun en Conversación en La Catedral. Lee a Smith, Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Aron, Berlin y Revel señalando virtudes y miserias, todo cuidadosamente documentado. Esas relecturas revelan a la vez un diálogo consigo mismo que calibra, pule y profundiza ideas. Como pensador no enreda o crea confusión, desvíos, posverdades o ruidos inventados por críticos políticamente correctos e intelectuales baratos. Su libro no es un relato vital directo, pero es inevitable percibirlo así por el brío de su expresión. Tanto transcurre en su vida que las bogas interpretativas no captan la revolución real que activa; y ver su progresión como resultado de un desencanto, como tan bien la define Carlos Granés, es primordial para entender su pensamiento actual.
Si el tribalismo —contrario a la apertura, divergencias e incluso errores del liberalismo— sólo girase en torno a clase, economía, educación (deficiente), ideología, poder, raza y religión, la cerrazón aliada a esas utilerías bastaría para pensar en cómo prospera primitivamente con otras intolerancias. Por eso examina cómo se trasformaron en nacionalismo y populismo y por qué esas regresiones se entretejen de manera histórica para socavar las democracias existentes. Ese «hoy» se debe a más de medio siglo en que su monumentalidad como escritor e intelectual público le otorga una tribuna poco exenta de polémica.
La introducción es la parte más personal de La llamada de la tribu, un recorrido lleno de revelaciones y anécdotas. Para su autor, las obras de estos pensadores no son una matriz o punto de partida, ni modelos iguales; por eso el estribillo de «leí y releí». Son más bien un andamiaje y trasfondo viable para sus resoluciones actuales, a pesar de que no es claro que la filosofía ayuda a explicar pegamentos tribales. Aun así, por liberal no entiende un simpatizante de un partido político o de la derecha. Es más productivo entonces examinar sus ideas sobre los pensadores que trata en términos de su influencia en él, no en el orden en que los presenta.
Su lectura de Popper es, en todo sentido, dialógica, pues contiene lecturas aleatorias necesarias para determinar la originalidad de un pensamiento y conocimiento relacionados al poder. Para él Popper es el nuevo héroe de relatos ciertos, cuya red y periplo traza dentro de la responsabilidad política y literaria. Leído cuidadosamente, Vargas Llosa no está entre los que se quejan de que trazar la genealogía de la tiranía de Stalin, retrocediendo a Lenin, Marx, Hegel y Platón, no es otra cosa que un gran emplazamiento del optimista Popper. Así, actualiza corolarios y tangentes de las discusiones acerca de las fracturas de la sociedad. Diferente de aquéllas, apunta algo importante y obvio en este momento histórico: el mundo ha cambiado casi por completo desde que Popper publicó por primera vez The Open Society and Its Enemies en 1945, como el mismo filósofo notaba.
Respecto a Smith, el más investigado de sus pensadores y el ensayo más cercano al modelo «vida y obra», recuerda que el cinismo del escocés hacia el Gobierno y su devoción a la libertad individual lo han convertido en símbolo conservador a doscientos años de su muerte, lo que falsea su concepto de la «mano invisible» como codicia y olvida su Theory of Moral Sentiments (1759), en que simpatía, deber y propiedad (sus vocablos favoritos) proveen ideas fundacionales para la psicología moral de la vida liberal. Smith argüía que el autointerés, no los impulsos caritativos, motivaba a los carniceros y panaderos a darle de comer a la sociedad. A los trabajadores la tribu del liberalismo académico anglófono (de gustos previsibles, que el filósofo John Gray ha llamado recientemente «hiperliberalismo») no les dice nada. Smith no sostiene que la codicia y actitudes similares son buenas, sino que la economía de mercado libre está estructurada de tal manera que conduce al público a buscar el tipo de autointerés que termina beneficiando al bien común.
El Berlin al que acude Vargas Llosa patentiza también su propia madurez respecto a los efectos de una actitud ideológica. Si se piensa en el concepto de «libertad negativa», la historia de la noción sartreana de la libertad muestra que la noción de Berlin resulta ser tan compleja como la de «mercado libre» o «libre empresa», especialmente, si se considera que el ensayo original de Berlin es de 1958 (cuando Vargas Llosa comenzó a escribir La ciudad y los perros). Menciono esa fecha porque, no importa qué discuta en La llamada de la tribu, las conexiones literarias y personales son inevitables. En ese sentido, el peruano resulta ser el más político de sus contemporáneos y un ejemplo para las nuevas generaciones de escritores, tan cuidadosas con su compromiso liberal o progresista.
Para él Hayek reformula el liberalismo clásico usado de forma consciente como etiqueta política a principios del siglo xix. Traducido a los ensayos de pátina social del incansable Vargas Llosa, se ve en ellos el liberalismo reformista e impaciente de Popper (a diferencia del liberalismo más conservador e indignado de Hayek), que no rechaza los experimentos sociales, con tal de que se los pueda revertir fácilmente si resultan desacertados. Aunque es parte de la red de ideas de las que se ocupa, la obra de Hayek —tan importante como la de Popper o Berlin para pensar en el mercado libre como fuente de creatividad e innovación— tiene una presencia difusa en el novelista, quien se concentra en un libro elogiado por Keynes y Friedman, The Road to Serfdom (1944), y los peligros allí revelados sobre la ingeniería social y los errores de la mentalidad estatista.
En un lapso relativamente corto, las ideas de Revel, como las de Popper, se convirtieron en influyentes respecto a América Latina y las importantes conexiones con un antecesor como Carlos Rangel. Comparten una obstinación hostil hacia el historicismo, aunque la debilidad de Popper es su suposición de que la dinámica de la historia es el resultado de la interacción de agentes humanos ya presentes y completamente constituidos. Vargas Llosa y Popper se ven en un conflicto que no son capaces de resolver, de la misma manera que Revel, en Le Regain démocratique (1992), entiende que la caída del comunismo no invalida un papel para el Estado en asuntos económicos. En El conocimiento inútil, Revel distingue entre información genuina y la opinión de interés creado que hoy se quiere hacer pasar por información, y ésa es la actualidad que Vargas Llosa traduce en La llamada de la tribu.
Su gran conexión con Aron, el pensador cuyo lado humano es el más patente del libro, es la crítica deferida del otrora idealizado Sartre y de la izquierda sesentayochista. Si en sus comienzos como intelectual defendió a Sartre, con Aron Vargas Llosa comparte el enfrentamiento a «los pensadores radicales de su generación» y la percepción de que los jóvenes comprometidos de hace medio siglo fueron neutralizados por los grupos revolucionarios, a quienes Aron instaba a enfrentarse «sin temer a la impopularidad», llamado aplicable al momento actual. Y, si toda la última parte de su ensayo sobre Aron se dedica a la relación de éste con Sartre, es porque, como dice al principio, Aron, con ironía y sarcasmo, nunca se tragó mitos circundantes como el del proletariado y mostró «que tanto la derecha como la izquierda viven en su seno tantas divisiones que es irreal hablar de una izquierda unida».
Un hilo de La llamada de la tribu es que para cada pensador enfatiza su preclara inteligencia. Si cree que Sartre metió la pata al disfrazar «de verdades los peores sofismas», con Ortega y Gasset está ante un pensador cuya realidad dio alcance a sus pronunciamientos. Con muchísima razón concluye que, si el español hubiera sido francés o inglés, sería un Sartre y un Bertrand Russell, y más conocido y leído como el gran prosista que fue, porque, desde el punto de vista político, fue «Librepensador, ateo (o, por lo menos, agnóstico), civilista, cosmopolita, europeo, adversario del nacionalismo y de todos los dogmatismos ideológicos, demócrata, su palabra favorita fue siempre radical». Es decir, no se diferencia mucho de los otros, o de él; y pone así un dedo en una llaga cultural: aunque las cosas han cambiado, lo que se lee en español tiende a tener menor categoría. A pesar de que las obras más conocidas de Ortega y Gasset han sido traducidas al inglés, su prestigio es alto entre los académicos, pero nada similar al de los otros pensadores.
Por experiencia acumulada, estar en el meollo de los inquietados y no ser acomodaticio, Vargas Llosa no pretende ser ecléctico y por eso escoge de estos pensadores los puntos de inflexión que resisten la erosión del tiempo. Su diálogo con Smith, Hayek, Popper (el más extenso) y Berlin pasa por el prisma de la cultura angloparlante (que no entiende que Vargas Llosa es una fuerza política), vivida con buen olfato; y es lo mismo con Aron y Revel. Con Ortega y Gasset, evidentemente, está en su vivencia hispana, que sí entiende su poderío político. Y, si nota deficiencias y limitaciones, es porque, como aquéllos, no funciona con códigos excluyentes o pretende un todo armónico que los encierre en una tribu. Estos ensayos son optimistas, nunca cándidos, y justiprecian la libertad de ser múltiple en un mundo más y más dogmático. A la vez revelan la inutilidad de separar el pensamiento «antiguo» de la teoría, ya que, si los mismos términos fueran usados, las limitaciones de lo nuevo serían más fáciles de ver. No se les puede pedir más.