José Ovejero
Insurrección
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019
290 páginas, 18.90 €
La portada de la última novela de José Ovejero (Madrid, 1958), Insurrección, debida a Beatriz Mencos, ofrece una idea cabal y justa de la misma, y por eso lo traemos a colación aquí, ese lado de testimonio casi obligado en que se desarrolla la obra del autor desde sus comienzos y que le hace rara avis entre los miembros de su generación, algo no tan extraño si tenemos en cuenta que gran parte de la vida de Ovejero se ha movido entre Bruselas y Bonn, recibiendo tradiciones muy diversas y a veces en abierto contraste con lo que por aquí se llevaba o se tenía en cuenta. En la portada, de hecho un grafiti, leemos: «Your tourism kills our neighborhood», donde «kills» aparece tachado y sustituido por «Feeds», es decir, «Tu turismo mata nuestro vecindario» es sustituido por «alimenta», con lo que de manera harto eficaz se nos da cuenta de una situación extrema que se transforma en situación esperanzada, y todo ello expresado bajo la fórmula del mensaje corto, publicitario, de querencia impactante. Ovejero parte siempre en sus novelas de situaciones próximas al testimonio pero que transforma en una forma de realismo más acorde con los tiempos actuales. Creo que en esto hay cierto magisterio de la literatura centroeuropea, y en concreto hay momentos en esta novela, por ejemplo, el texto en forma de canción que tiene por tema los canarios, donde la influencia del poema-canción de Heinrich Heine y Bertolt Brecht me parece evidente: «Somos los canarios que se usan en la mina / para detectar el grisú. / Sabemos. / Estamos convencidos. / Tenemos experiencia / transmitida de generación en generación. / Nos gustaría tanto alertar del peligro. Pero nadie nos enseñó / a hablar. Sólo a cantar, Cantar para decir atención, / tened cuidado, que delante está la muerte. / Cantar en lo oscuro, / como quien silba para espantar el miedo».
Junto a esto, se encuentran capítulos como el llamado «Okupas contra zombis» que es muestra idónea de ese expresionismo de que hace gala Ovejero en su escritura y que poco o nada debe al expresionismo tradicional español, muy próximo a la farsa, y que remontándose a Quevedo tiene en Ramón del Valle-Inclán y Camilo José Cela sus representantes más acendrados. Un expresionismo que suele resolverse en agotar las posibilidades del lenguaje, de hecho Quevedo y Valle-Inclán son dos de los grandes estilistas del idioma, para reflejar una realidad mostrenca que precisamente por ello, aunque parezca contradictorio, se muestra más precisa que el tradicional realismo carente ya de misión. Hay que decir, además, que por influencia de la literatura norteamericana existe entre nosotros una manera de hacer thriller, el género donde se esconde ahora la novela de denuncia, muy próximo al expresionismo pero cuyo perfil deformante pertenece a otra índole. La manera en que Ovejero aborda el testimonio se aleja de estas dos vertientes. La suya, más que incidir en el lenguaje, como el español, o la deformación social, como el norteamericano, de claro origen basado en el inconsciente apocalíptico del puritanismo, incide en un estilo que busca incidir en las ideas. Algo que podría recordar a la novela de tesis, salvo que en las narraciones de Ovejero lo narrado prima sobre cualquier atisbo abstracto.
Ovejero es, además, un escritor que ha tocado casi todos los géneros, lo que le otorga una versatilidad fuera de lo común. Comenzó con la poesía en 1994 con Biografía del explorador, al que sucedieron los poemarios El estado de la nación en 2002 y Nueva guía del Museo del Prado en 2012 y llamo la atención sobre los títulos de los dos últimos, algo inusual en la poesía española; en el género del relato es conocido por Qué raros son los hombres, Mujeres que viajan solas y, sobre todo, por Mundo extraño (2017), su último libro de cuentos. Ha practicado con éxito, además, el ensayo, recuerdo aún la inquietud que produjo entre algunos la lectura de Escritores delincuentes (2011) donde se refería a la relación de algunos escritores con el crimen, caso de Jean Genet, al que defendieron gentes tan dispares como Jean Cocteau o Jean Paul Sartre; Álvaro Mutis, que estuvo en Lecumberry por malversación; Anne Perry, la conocida escritora estadounidense de thrillers, que confesó su inducción al asesinato cuando era adolescente; Chester Himes, que justificaba sus delitos de robo y violencia con una exculpación racista por ser negro; William Burroughs, que mató a su mujer jugando a ser Guillermo Tell; Karl May y sus estafas… en fin, un largo camino no exento de polémica donde podrían convivir seres tan distintos como Oscar Wilde, encarcelado en tiempos en que la homosexualidad era un delito, Miguel de Cervantes por quedarse con cierta parte de la recaudación de impuestos al trigo con destino a la llamada Armada Invencible, caso oscuro y no resuelto a pesar del tiempo transcurrido, o François Villon, que quiso que le conmutaran la pena a la horca por asesinato componiendo una balada. A este libro siguió, al año siguiente, La ética de la crueldad, galardonado con el Premio Anagrama de Ensayo, donde defiende una exposición a la crueldad que no satisfaga el morbo del lector-espectador, sino que le haga confrontarse con sus miserias. Y para ello, Ovejero analiza la obra de escritores como Georges Bataille, Elías Canetti, Luís Martín Santos, Cormac McCarthy o Juan Carlos Onetti en unas páginas brillantes por lo que tienen de insólito en nuestra literatura.
Esta conformación de la ética adquiere ya otra dimensión en su obra novelística. Añoranza del héroe, por ejemplo, es una clara muestra de la excelencia de un escritor desde sus inicios mismos al relatar, mediante un personaje muy perfilado y complejo como Naftalí, medio siglo de historia española y cubana. A esta novela, de 1997, le siguió Huir de Palermo; Las vidas ajenas, galardonada con el Premio Primavera 2005, narración ambientada en Bruselas y donde, amén de describirnos el gran cambio sufrido por una ciudad sede de organismos internacionales, se nos muestra el abismo de una clase enriquecida al socaire de negocios turbios en intereses inconfesables y una legión famélica consistente en una masa de hombres procedentes de las migraciones del Tercer Mundo; La invención del amor, Premio Alfaguara 2013, una curiosa historia que tiene como protagonista a un empresario de la construcción, Samuel, que es un don Juan de imprecisa memoria y que un día recibe la noticia de que una mujer, de nombre Clara, ha muerto. Ni que decir tiene que de ella no recuerda nada pero se convierte en una obsesión próxima a la pasión. Y hago tamaña exposición porque en esta trama se advierten con claridad esa mezcla de realismo casi testimonial y exposición al misterio de las cosas que conforman su narrativa. En La seducción, por ejemplo, se describe una venganza y su correspondiente violencia a través de la manipulación que sufre el escritor Ariel Hernández por boca de su protegido, David, que sufre una brutal paliza. En esta novela hubo críticos que vieron cierta complacencia en las situaciones próximas al costumbrismo, con algunas dosis de parodia, caso de Francisco Solano en reseña de Babelia de mayo de 2017, pero lo cierto es que ese afán testimonial contiene, dije antes, la tendencia a cierto didactismo que muchos pueden confundir con esquematismo y que creo, influencia magistral de Brecht, puede llevar a pensar en esa deriva costumbrista, deriva que no es tal.
Y ello se transparenta, de nuevo y con dosis más intensas y prolijas, en esta nueva novela. La trama es tan cotidiana que casi podríamos pasar del testimonio al costumbrismo si no cayéramos en la cuenta de que la cosa no es sólo de grado, sino que implica cierta mirada, y la de Ovejero está muy alejada del costumbrismo. La novela gira en torno a Ana, una joven de clase media, su padre, Aitor, es periodista, redactor jefe en una cadena de radio y su madre, Isabel, es una de estas mujeres que quieren dominar las situaciones gracias a una ampliación de la comprensión del mundo y de las cosas. Ana «okupa» una casa en Lavapiés, barrio multicultural por excelencia y que está adquiriendo cierto tono en la literatura española actual, así Jorge Eduardo Benavides en su novela, El asesinato de Laura Olmo, donde ofrece una descripción cabal del barrio mediante una trama feliz de género negro. Lavapiés, pues, como epicentro de la insurrección, es decir, como ombligo de la resistencia de los jóvenes marginados a los poderes fácticos. Desde luego, cabría realizar una mirada distinta del presente y destino de ese barrio, como hace Benavides en la novela antes citada y que se muestra menos simbólica, más escéptica y menos dada a buscar legendarias historias de la modernidad.
En cualquier caso, como sucedió en Las vidas ajenas, Ovejero se ocupa de la clase especial de la marginación y explotación de los desamparados de este mundo en la Unión Europea de hoy día. En realidad, es una mirada que busca remedios, aun sea con cierta distancia fruto del conocimiento, al caos casi irremediable en que estamos sumidos. Ovejero busca en lo alternativo, en los movimientos juveniles alternativos, la única contestación al sistema imperante. De ahí que se ocupe de los okupas mediante las cuitas de la joven Ana, que rechaza un futuro prometedor que le otorgan sus padres, gente vinculada con cierta visión revolucionaria en su juventud y claramente abocada a la socialdemocracia en su madurez. O todo o nada.
Desde luego que esta mirada recuerda otras muy antiguas. Así, las andanadas que lanzaba Ludwig Böner a los revolucionarios alemanes que querían instaurar la república al modo de los jacobinos franceses en plena era romántica y que Heinrich Heine desmontó con amargo dolor. Ni que decir tiene que Ovejero posee la experiencia que le ha otorgado el fracaso monstruoso de las utopías en el siglo xx, pero también es cierto que el autor se limita a dar voz a un narrador que da voz a unos personajes, con lo que la identificación de éstos con el autor queda bastante mediatizada. Lo importante de esta novela radica en el modo en que el estilo responde a las necesidades del momento, como el naturalismo de Émile Zola se correspondía al positivismo de su época. En el caso que nos ocupa convendría establecer un paralelismo más idóneo con Jules Vallés por el ímpetu peculiar de ahondar en lo íntimo en medio de un conflicto social.
Dijimos antes que el poema de los canarios tenía connotaciones brechtianas, tanto por el modo de conjurar los versos como por la intención didáctica de los mismos. Es un bello poema canción, que usa a los animales como metáfora, esa vieja metáfora que va desde Grandville a George Orwell, y que es recurso inteligente para memorizar al combatiente. En realidad los recursos narrativos de que dispone Ovejero son varios y ya hicimos mención antes del llamado «Okupas contra zombis». Seguimos con las metáforas. Sólo que en esta ocasión la cosa se remonta a tiempos más recientes. El capítulo resulta muy bello, escrito con un estilo muy sobrio, cosa que sorprenderá a más de uno a tenor del título del capítulo y que resulta ser un recorrido curioso por un mapa de Madrid sugerente y desconocido. Hay también el recurso al catálogo, donde una crema hidratante sirve de preludio a dos novelas de Ursula K. Le Guin que, a la vez, sirve de preludio a una lata de espárragos… Y todo ello enmarcado en las asambleas en que participan Ana y sus compañeros con ánimo de establecer una estrategia de sabida impotencia ante el poder y donde convendría preguntarse si no se esconde un proceso de inmolación.
Con Insurrección, Ovejero lleva su particular camino de perfección a altas cotas. Un camino obligado para la santidad, pero también para el arte, que es de lo que aquí se trata.