David J. Skal
Algo en la sangre. La biografía secreta de Bram Stoker
Traducción de Óscar Palmer Yáñez
Es Pop Ediciones, Madrid, 2017
688 páginas, 30.00 €
POR BLAS MATAMORO

El nombre del irlandés Abraham Stoker (1847-1912), más conocido como Bram, se vincula con dos libros, uno referido al conde Drácula y el otro, a una momia viviente. Más que a ellos, quizás, a sus versiones teatrales y cinematográficas, que han hecho equívoca su gloria, según la definición de Flaubert. En efecto, si bien Boris Karloff, en la película de Karl Freund, dio con la exacta figura del resucitado, en Nosferatu, de Murnau, el monigote que hace de vampiro es un espantajo que nada tiene que ver con el personaje de Stoker.

Popularidad y equívoco de lado, lo cierto es que Drácula puede situarse con elocuencia en la encrucijada de su tiempo, digamos, la segunda mitad del xix. El siglo llegaba con rapidez a una cumbre de la técnica, la ciencia y la secularización de la vida cotidiana, especialmente en las ciudades. Los filósofos habían inhumado a Dios y los científicos no aceptaban otro conocimiento que el suyo. Era fácil, además, asociar este saber profano con el ateísmo, la revolución social, el final de las monarquías y hasta la evaporación ácrata del Estado.

Como siempre en la historia, este complejo impulso generó una reacción. Los fundamentalistas religiosos sostuvieron que el laicismo engendraba el caos y había que volver a la devoción y, de ser posible, a la mística. El hombre es un ser natural, pero también sobrenatural, y ahí están los fantasmas, los espectros, los lobisones y los vampiros para probarlo. Sobre este filo de la navaja se instala Stoker, se corta y hace sangre.

¿Por qué la literatura toma a su cargo este fenómeno? Sin duda, porque es muy atractiva la ambigüedad antropológica que propone la época. Las teorías de Darwin sobre el origen animal del hombre abren un ancho campo al animalismo, a la posibilidad de fantasear con seres mixtos, eslabones perdidos y criaturas que apuntan a lo infrahumano, que bien puede ser lo contrario, lo sobrehumano. La ciencia aporta lo suyo en libros como Degeneración, de Max Nordau; Antropología criminal, de Cesare Lombroso, y Sexo y carácter, de Otto Weininger. Y así vemos que el degenerado puede ser genial, que el delincuente puede serlo desde el seno materno y que, si bien hay dos sexos genitales, hay veintisiete combinaciones que dan para toda suerte de entrepaños.

La ciencia y la fantasía, separadas en una epistemología general y abstracta, se tocan y hasta se entreveran gozosamente en campos como el mesmerismo y la hipnosis, motivo de experimentación y charlatanismo en personajes como el curandero y falsario Francis Tumblety, próximo, asimismo, a Stoker. Nada digamos de ouijas y mesas parlantes, por ejemplo, con la espiritista Hester Dowden, hija de un compañero de clase y mentor de Stoker, que mantenía largas y sabias conversaciones con el fantasma de Oscar Wilde, amigo de juventud de Bram. El tema da para mucha tinta porque existen testimonios de estos coloquios y similares de señores tan serios como Anatole France, André Gide, Victor Hugo, Maurice Maeterlinck y Thomas Mann. Un buen fondo para que sobre él aparezca el conde Drácula.

Como tantas cosas en el mundo de Stoker, hay aquí confusión y penumbra. La obra fue publicada en 1897 y su autor sostuvo que había trabajado en ella siete años, desde luego, que no con exclusividad. También que se había inspirado en un sujeto histórico, el transilvano Vlad Tepes, el Empalador, déspota del siglo xv que se hizo famoso por sus extremas y masivas crueldades, que generaron la leyenda de que se alimentaba con sangre humana. Ciertamente, Stoker hace de su vampiro un Vlad, es decir, un conde, cuyo nombre evoca al drac, al dragón.

La obra tuvo una primera redacción, Los poderes de la oscuridad, que se ha perdido y sólo pudo rescatarse de modo indirecto, por su versión al sueco. Nunca sabremos qué debe a Stoker y/o a su traductor. Resulta más escabrosa y tremendista que la segunda y ha dado lugar a especulaciones acerca de si medió en ella algún corrector —se habla de una correctora—, lo cual intensifica la penumbra del asunto, muy acorde con el género del misterio.

Skal opina con agudeza que el novelista optó por componer un «aterrador cuento de hadas para adultos». En efecto, el personaje de Jonathan Harker, que va a Transilvania a concretar la venta de una propiedad inglesa con el conde sin sospechar, obviamente, lo que es, resulta ser el típico héroe joven de las consejas, de cuyos padres nada sabemos —tampoco lo sabemos de Superman ni, desde luego, de Adán ni de Eva—, que se interna en un bosque encantado y perverso donde habrá de derrotar a un terrible monstruo con la ayuda de la fe y la astucia. La fe se concreta en un crucifijo que enerva al vampiro y la astucia, en la estaca que le dará muerte. O sea que vamos, como en los cuentos para niños, del abandono infantil al rescate. Las figuras de Stoker parecen adolescentes hechizados por su ingrata edad, sin embargo, no quieren abandonar sus encantos y madurar. De algún modo, optan por una actitud romántica de rechazo a un siglo cientificista y realista cuyo modelo es la adultez.

El matiz decisivo de la fábula es su impregnación erótico-sexual. No hay sexo convenido, pero sí una identificación de la absorción de la sangre humana por el vampiro y sus vampiresas con el coito y el orgasmo. Él y ellas se refieren a las mordidas como posesiones y las víctimas no lo parecen tanto, porque las evocan como un suave éxtasis, dulce y ensoñado. En todo caso, tanto Jonathan como su amada toman un rol sexual pasivo, en tanto los chupasangres de ambos sexos, el activo. Esta disposición ha llevado a Christopher Craft a una lectura psicoanalítica rasante, quizás un poco abusiva, aunque no infundada. Jonathan hurga todo el cuerpo dormido de Drácula en busca de una llave que no encuentra. Traduzco: el vampiro se ha quedado con su falo, lo ha castrado y feminizado, y el muchacho carece de la llave/clave de su virilidad, lo cual casa bien con el hecho de que ignora quién es su padre. Oportunamente, ayudado por un maestro, figura paterna sustituta, hallará su masculinidad con la estaca y aprenderá a penetrar y a matar. Craft llega más lejos: el cuerpo tumefacto y lleno de sangre del conde es como un falo perpetuamente erecto, el dueño de toda la virilidad del mundo, de manera que, sin matarlo, no habrá forma de llegar a adquirirla.

Por mi parte, añado que no es gratuito el título nobiliario de Drácula, como tampoco que su carácter de inmortal haga que no tenga hijos, un detalle superfluo en una vida sin muerte. Más bien entiendo a tal personaje en tanto símbolo de la aristocracia, visto por ojos burgueses en ese fin de siglo también burgués. El aristócrata es ocioso, se alimenta de lo que obtiene de los plebeyos, tiene buenas maneras, conoce todas las cortesías, habita un castillo —no por ruinoso menos señorial—, ejerce una suerte de seducción melancólica, propia de un fin de raza y, como remate, atrae con su elegancia hasta revelar que, detrás de ella, alienta un monstruo, un gigantesco lagarto pringoso, maloliente y sediento de sangre humana. El dragón de los cuentos de hadas, bello en su extravagancia lejana y temible en su ávida cercanía.

Stoker no inventó el mito del vampiro. Aparece en narraciones de Polidori, James Rymer, Boucicault, James Planché y Sheridan Le Fanu, entre otros. Los hay de connotaciones homosexuales: en Le Fanu, con el lesbianismo de Carmilla, y en Manor, del alemán Heinrich Ulrichs, con el amor gay de un marinero vampirizado por un joven aún intacto. No faltan los libros que tratan el asunto con sesgo científico, como el de Augustin Calmet (1746), que propone diversos métodos para eliminarlos. Respecto de los lobisones, Sabine Baring sostiene en 1865 que un hombre lobo, al morir, se vampiriza.

Un veloz examen temático de otras obras debidas a Bram puede fijar sus preferencias y obsesiones, que en un escritor suelen ser lo mismo. La más señera es la del redivivo, que apunta a un más allá de la muerte teñido de naturalismo, desligado del tópico cristiano del alma inmortal. En La joya de las siete estrellas, un hombre momificado en el antiguo Egipto revive en busca de la mujer que amó y que se reencarna en una señorita inglesa contemporánea de Stoker. Hay, asimismo, redivivos en Salvados por un fantasma y en La dama del sudario, sólo que aquí se trata de una aficionada que no pasa de cataléptica. Catástrofes y escabrosidades abundan y sólo señalo una de cada cual: en The Snake Pass una casa se hunde en una turbera y sepulta vivos a sus ocupantes y en The Squaw una gata lame golosamente las cuencas reventadas de un hombre al cual han dejado ciego las púas de un aparato de tortura. Bueno, también hay cuentos para niños, los cuales, según es sabido, asimismo guardan sus aspectos siniestros, en El país del ocaso.

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