En el caso de Espinosa, el origen de la obra está referido preferencialmente a la historia y sus grandes hechos y modos de experimentar ideologías en los comportamientos sociales, individuales y culturales. Si en Los cortejos del diablo se concentra en la histórica figura del inquisidor Juan de Mañozga, quien vendría a ciudad colonial para velar por la preservación del dogma católico, en La tejedora de coronas, el punto de partida se da en la histórica toma de Cartagena, la ciudad amurallada, por la flota francesa, en la plenitud de la Colonia, circunstancia que sirve de base en el trayecto narrativo para mostrar relaciones binarias entre Europa y América. En los dos lados se confrontan Inquisición e Ilustración, lo que explica la presencia de Voltaire, personaje histórico desdoblado en ficticio, guía y amante de Genoveva Alcocer. En esa doble perspectiva, Genoveva y el joven Federico Goltar, personajes literarios seducidos por el conocimiento científico y el deseo de libertad, como en su momento lo hicieron los independentistas gracias a las ideas de la Ilustración, quieren renovar el pensamiento de un país que vive de espaldas a los avances científicos ya las nuevas ideas.
La dualidad que rige la novela se ilustra con la imagen del espejo que sirve de foco y expone la confrontación Europa-América en las ideas, creencias y expresiones culturales, así como presenta al sujeto en su reflejo, en este caso Genoveva que al mirarse en el espejo asume su tiempo y espacio. En su diversidad de representaciones, la imagen del espejo se asocia a laberinto, multiplicidad, mundo fragmentado, caleidoscopio. Desde la mirada de América y hacia América, ésta es reflejo incompleto de Europa, pues si bien muestra en sus personajes e individuos la mitificación y atracción por las ideas del colonizador (blanco español o francés) que busca emular o seguir, al reflejar otras formas de su identidad en las estructuras de su imaginería, entre ellas la negra o indígena, el resultado de la transculturación refleja la forma híbrida de pensamiento y representación subordinada a su modelo fundacional. En ese sentido, la metaforma es la de un mundo escindido.
A la representación del mundo escindido en muchos casos se asoma el esperpento, que corresponde a la visión de lo deforme en el espejo. Así, por ejemplo, en una aproximación mínima a Los cortejos del diablo. Balada de tiempos de brujas, la figura esperpéntica concentrada en el inquisidor Juan de Mañozga, quien, en esta novela teatral, es caricatura de sí mismo, personaje degradado por el pecado y la culpa, poseedor de los atributos demoníacos del dragón infernal, de manera tragicómica refleja la decadencia de uno de los poderes oficiales de la Colonia. El personaje ha venido a las colonias americanas como representante de la Inquisición y, sin embargo, cae en lo que repudia y condena. Al final de sus días, en un delirio brujeril, se increpa:
¡Eres más brujo que los mismos brujos! […]. Todos estos brujos que aletean en mi cabeza, que surcan aladamente el cielo nocturno, ¿no son los mismos que hice quemar, con la pompa que exoneraba entonces estos autos de fe, en la Plaza Mayor, cuando todavía soñaba con el capelo y la birreta, cuando aún creía cebarme alguna vez en los festines del Sacro Colegio? (Espinosa, 1992, 14).
Es significativa esta visión, contenida en el subtítulo y el epígrafe de Archibald MacLeish, Conquistador:
El tiempo consumado es tenebroso como las espesuras del sueño.
Tenebroso es el pasado; ninguno en la vigilia lo transita
Ni pueden los hombres vivientes beber de esas aguas […].
¿Qué significan los muertos para nosotros en el prodigio del mundo?
¿Por qué (y otra vez ahora) en sus playas umbrosas
Vertiendo ante ellos la sangre lenta dolorida
Regresamos para obligarlos a que hablen la verdad
Gritando como becardones a lo largo de las arenas borrascosas
Y nos detenemos: y según se llena la oscura zanja les imploramos
(Extendiendo sobre el césped sus frágiles manos)
Que nos hablen? (Espinosa, 1992, 9).
El lenguaje barroco y carnavalesco estructura la novela y contribuye a la definición de Mañozga, y enfoca en las actividades persecutorias del Santo Oficio ante las herejías y actos contra el dogma. La gran paradoja se percibe en la forma como se subvierte la figura representante de la Iglesia que un día se vio en sueños como papa de Roma, pues termina su vida en un infierno desgarrador en medio de brujas y parejas que le cantan «como las sirenas a Odiseo», después de bajar y alzar su cuerpo monumental «por los aires impregnados de azufre, para conducirlo a Tolú, tierra del bálsamo, donde por toda la eternidad habría de besar a Buziraco —el espíritu de Luis Andrea— su salvohonor negro y hediondo» (Espinosa, 1992, 214). En la pesadilla resuena la persecución y condena que hizo a quienes en la Colonia consideró brujas, a su vez que refleja el doble monstruoso en su angustiado grito que presenta con alternancia narrativa entre la tercera y primera personas gramaticales, para mostrar, en una suerte de desdoblamiento del yo, al personaje desde afuera y hacia adentro:
¡No hay en el campo sino pedruscos!, ruge la jácara cándida y, desde el mirador del Santo Oficio, el anciano Juan de Mañozga oía aletear las parejas de brujas cuyos balidos de chivato confirmaban, a la mente senil del inquisidor, sus calenturientas presunciones; aquellos extraños seres bailaban de noche alrededor de un cabrón, le besaban el culo almizcloso, recibían su helado semen y luego lo diseminaban, volando con candelillas diabólicas en las manos, sobre el haz de la Tierra. ¡Es lo que me he ganado por venirme a las Indias, esta Iglesia de alzados y follones! ¡Es lo que mi codicia me ha deparado, zopenco de mí, que un día me vi en sueños confesor de sus muy católicas majestades! ¡Oveja y abeja y piedra y trebeja y péndola tras oreja y partes en la igreja deseaba a su hijo la vieja! ¡Zopenco, palurdo, mentecato de mí, que me he labrado mi propio infierno! (Espinosa, 1992, 13).
En el caso de La tejedora de coronas, el doble se revela de diversas maneras: por una parte, con la nonagenaria Genoveva Alcocer frente a un enorme espejo barroco que devuelve tiempos, sombras, miedos y angustias referidas a su violación, su largo periplo por años, sus encuentros y desencuentros, sus situaciones de peligro:
Desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo aún floreciente, del cual ahora, sin embargo, no conseguía enorgullecerme como antes… porque lo sabía, no ya manchado sino invadido por una costra (Espinosa, 1992, 139).
La figura senil y decrépita de Genoveva se presenta a la vez frente al espejo y el Tribunal de la Inquisición. Se desdobla en joven y, más adelante, en bruja, la de Antero —ella misma antes y después de su violación—, analogía de la toma de Cartagena de Indias y de la violación de América por conquistadores y colonizadores. A medida que el personaje habla, ve la proyección de su imagen esperpéntica en el espejo y evoca también anteriores reflejos erótico-narcisistas cuando su belleza juvenil mostraba horizontes que deseaba conquistar. Ver su reflejo en el espejo es también ver el reflejo de la historia que como voz narradora enuncia, en un largo monólogo que abre paso a conciencia de sí misma. De alguna manera ella, personaje-voz, es el fluir de la historia, su espejo y su reflejo, imagen de una travesía vital. En contraste con Mañozga, Genoveva encarna la historia misma, su voz da testimonio de la historia de su tiempo y, a la vez, corresponde a la del sujeto migrante dispuesto al conocimiento de las ideas liberales, mientras Mañozga es la voz atormentada y delirante del yo inquisidor que invoca desde su condición de pecador:
Tantos, tantos nombres de brujos brujuleados en mi cerebro, apeñuscados, felpudos como murciélagos de convento, y yo, Mañozga, trepado en este mirador, escrutando la noche oceánica que se tragó al Adelantado en desquite de sus orgías y maladanzas […] Mayozga, es la vejez el infierno, ¡y es verse cómo zumban ahora, las muy ladinas, aprovechadas de mis impedimentos, carcajeadas como mazorca sin farfolla, brujas granujas salidas de los palos de bálsamo, brujas vegetales, animales y minerales, enseñoreadas de la comarca, cuya capital es ahora Tolú […] las brujas, las brujas, las brujas! (Espinosa, 1992, 212).
El espacio geográfico, Cartagena o Tolú, es depositario de la realidad y de la historia americana con sus paradojas: la construcción de un hombre nuevo y su estancamiento. Al Genoveva exponer, ante el Tribunal de la Inquisición, sus aventuras de erotismo y conocimiento, busca salvar del olvido el pasado y logra ser conciencia histórica del paso del siglo xvii y gran parte del siglo xviii en ese forcejeo entre Inquisición e Ilustración, Europa y América, tradición y ruptura. Pero también, y esta sería otra cara, al dirigir su relato no sólo a los miembros del Tribunal sino a Bernabé, su amigo fiel y exesclavo (quien la recibe como a la tierra misma al fundirse con ella en una profunda comunión de cuerpos y espíritus), reivindica al ser simbólicamente atado al pasado primordial y atento a la invocación y al llamado de sus guerreros.
DEL ESPEJO AUSENTE AL DOBLE LEJANO
El espejo ausente está en el lado de allá. Es la cultura colonizadora, la admirada como modelo cultural e ideológico. Es el espejo al que se aspira como forma de identidad. En Latinoamérica. Las ciudades y las ideas (1976), José Luis Romero se refiere a «una América hispánica, europea, católica; pero, sobre todo, a un imperio colonial en el sentido estricto del vocablo, esto es, un mundo dependiente y sin expresión propia, periferia del mundo metropolitano al que debía reflejar y seguir en todas sus acciones y reacciones» (14), destaca el carácter monolítico y rígido de sus estructuras, y afirma que, con el tiempo, construye unos imaginarios sociales y culturales que la reconocen como «una nueva Europa», en la que priman los modelos del otro lado: españoles, franceses, ingleses y de otros territorios. Por su lado, el novelista y ensayista R. H. Moreno-Durán, en su célebre libro De la barbarie a la imaginación (1996), afirma que el modelo colonial, el de colonizado, responde a la prolongación del imperio español sujeto a un centro de poder en el que «América fue la más preciada de sus utopías» (100). En nuestras sociedades latinoamericanas esos imaginarios han prevalecido, reflejándose en la fisonomía de las grandes capitales, primero con la arquitectura española en la Colonia, posteriormente con la francesa e inglesa, lo que a su vez inspira respectivamente usos y costumbres, formas de pensamiento y acción. Ajenos a sus ancestros, alimentados con las ideas del mundo de afuera, la sumisión de los latinoamericanos se percibe en la manera como asumió el aprendizaje del modelo que encarna el poder religioso, gubernamental, oficial, así como los símbolos políticos y sociales, los modos y las modas.
Han sido muchos los autores colombianos que lo han reflejado en su literatura, como lo vemos en La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor, en la que gran parte de la trama se desarrolla en diversos escenarios de la Cartagena colonial con la complejidad de su estructura social y los espacios para su diversidad de habitantes, la arquitectura urbana y los lugares emblemáticos como calles, murallas, iglesias, construcciones oficiales, sus casas y sus espacios, en fin, en una clara muestra de seguimiento de sus valores y principios y la sumisión ante los modelos fundacionales. Cabe anotar aquí que, a diferencia de las novelas señaladas de Espinosa, el énfasis dado en la novela de Burgos Cantor se establece especialmente en la confrontación de la ciudad hidalga generada por los colonizadores españoles y la de los esclavos dolorosamente transterrados a tierras americanas.
En el siglo xix y con el modernismo, el paradigma del espejo anhelado de los latinoamericanos se centra en París y su arquitectura monumental, reflejada en la construcción de palacios y teatros, así como en los modos de la vida de la sociedad burguesa, lo que en poesía y narrativa se muestra también en el cosmopolitismo y el refinamiento cultural, como en gran parte del mundo poético de Rubén Darío y en la novela ensayo De sobremesa, de José Asunción Silva. Experimentar el desplazamiento a París, Londres u otras ciudades europeas significa impregnarse de nuevos modelos culturales que darán otras posibilidades a los criollos. Romero reconoce esta actitud como una pulsión arraigada que incita a la «cotidiana imitación de Europa», exacerbada en el espíritu burgués del siglo xix, tal como se percibe, por ejemplo, en el dandismo asumido por José Asunción Silva y muchos individuos de la sociedad burguesa, que exquisitamente son recreados en los escenarios y debates incluidos en su mencionada novela.
Este imaginario se amplía con otras ciudades de Europa. En el caso colombiano, en la narrativa de otros autores posteriores a Gabriel García Márquez, con larga experiencia vital en diversas ciudades europeas, como por ejemplo, R. H. Moreno-Durán, Ricardo Cano Gaviria y el mismo García Márquez de Doce cuentos peregrinos (1992). Si el Nobel sitúa estos cuentos en diversas ciudades de Europa como una forma de abandonar Macondo y confrontar la racionalidad por encima de las fantasías esperanzadoras del reino de lo real maravilloso donde todo es posible, los otros presentan el anacronismo colombiano frente al desarrollo de un mundo considerado perfecto para el debate de la aristocracia de la cultura. Europa es asumida desde el mito de la civilización. Moreno-Durán lo expresa en Metropolitanas. Canon para seis voces (1986), a través de interesantes personajes femeninos que se mueven en el mundo artístico y cultural de diversas ciudades europeas, entre ellas, Lisboa, París, Barcelona, Milán, Roma, que define como mapas y formas de la memoria creativa y del pensamiento, así como una gran biblioteca del mundo. En Prytaneum (1980), Una lección de abismo (1991) y algunos relatos de Cano Gaviria, se destacan el aprecio por la cultura europea y la mirada crítica a quien ve en el propio territorio apenas un cuadro de costumbres, de la misma manera que desde el personaje que considera viajar a Europa como una elevada forma de conocimiento para nutrir la propia literatura y asumir el viaje como paradigma del destino literario sólo posible en el lado de allá, tema propio de los modernistas y desarrollado entre las décadas de los sesenta y comienzos del siglo xxi. Algunos autores colombianos lo ilustran: Eduardo Caballero Calderón en El buen salvaje (1966), premio Nadal en 1965, muestra a un estudiante hispanoamericano que llega a París con el deseo infructuoso de escribir una novela; Plinio Apuleyo Mendoza en Años de fuga (1979), premio nacional de novela Plaza y Janés, en 1978, retoma el tema y le agrega complejidades propias de la vida política de la época en Colombia y Latinoamérica; y en su primera novela, Páginas de vuelta (1995), Santiago Gamboa propone una temática similar a la de Plinio, pero en años más recientes, y en El síndrome de Ulises (2005), sin abandonar la idea del escritor latinoamericano o de otros lugares que busca su destino creativo en París, centra las angustias de migrantes de diversas nacionalidades subordinados a tareas denigrantes en territorio francés.