Laura Fernández
La señora Potter no es exactamente Santa Claus
Literatura Random House, 2021
608 páginas
A partir de una de las numerosísimas reflexiones sobre la creación literaria que puebla las también numerosísimas páginas (todas excelentes, todas esculpidísimas, algunas excesivas) de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, Laura Fernández (Terrassa, 1981) se desnuda (quizás involuntariamente) y pone lo siguiente en boca de uno de sus personajes: «¿Y si la vida de los escritores era eso? ¿Y si lo que hacían era lanzarse a sí mismos salvavidas con aspecto de palabras en mitad del frondoso vacío que constituía el mundo a su alrededor? ¿Y si no podían ver con claridad todo aquello que los demás veían con claridad y necesitaban nombrarlo para que existiese?». Tener esta idea en mente creo que es la mejor forma de aproximarse como lector inopinado a una novela tan aparentemente disparatada como esta, en la que uno termina oyendo, o al menos creyendo que lo hace, entre sus cientos de descacharrantes escenas, el latido de la verdad autobiográfica que insufla vida a toda obra literaria que se precie. Así al menos se da a entender en la nota final que acompaña a la edición, en la que la autora confiesa que todo lo que contiene esta novela ocurrió, de una forma u otra, en alguna parte, aunque no exactamente como aquí se cuenta (¡menos mal!), siendo entonces cuando el manido adverbio cobra toda su dimensión en el desquiciado mundo de ficción que se (nos) inventa para la ocasión.
¿Y qué es lo que no ocurre exactamente en La señora Potter no es exactamente Santa Claus?, se preguntarán. Resulta imposible siquiera resumir en este espacio todas sus subtramas, si bien el vórtice de todo tiene su origen en el día en el que la siempre nevada Kimberly Clark Weymouth ve peligrar su estatus turístico, construido alrededor de una famosa novela infantil –titulada precisamente La señora Potter no es exactamente Santa Claus– escrita por la famosa y escurridiza Louise Cassidy Feldman, quien encontraría en aquella desapacible población la inspiración necesaria para escribir su impepinable best-seller, culpable a su vez de haber convertido a Kimberly Clark Weymouth en lugar de obligatorio peregrinaje para todos los fanáticos de su novela. Al frente de la tienda en la que se venden todo tipo de souvenirs relacionados con el mundo de la ya célebre señora Potter se encuentra el hijo de Randal Peltzer, atado de pies y manos a aquel maldito pero muy próspero negocio desde que su padre falleciera y su madre desapareciera del mapa. Con sigilo (aunque no con el suficiente), el joven Peltzer tratará de desprenderse de aquella tienda-tumba, provocando lo anterior un auténtico avispero de cotilleos e intereses creados entre los múltiples periodistas, agentes inmobiliarios, abogados, espías aficionados y estrafalarios escritorzuelos que viven en Kimberly Clark Weymouth y alrededores.
A Stumpy MacPhail, uno de los principales protagonistas de los muchos (con desopilantes nombres americanizados como Sean Robin Pecknold, Cats McKisco o Urk Elfine Starkadder) que pululan por esta novela ciertamente coral, le gusta de hecho pensar en el mundo «como en una inabarcable colección de miniaturas» (al fin y al cabo su hobby, su pasión, es el modelismo, y algún que otro magistral cuento de Kurt Vonnegut Jr. se me vino aquí a la mente), una imagen que bien valdría para describir el andamiaje sobre el que está construida esta novela, si bien un servidor, mientras leía, ha tenido todo el tiempo la sensación de estar dentro de una de esas bolas de nieve que se agitan con mala leche creando el caos en su interior, siendo no obstante el proceso posterior de recomposición de lo más placentero de ver. Porque, sí, hay mucho caos (y nieve) en La señora Potter no es exactamente Santa Claus, multitud de estrafalarios (por no decir fantasiosos) personajes que entran y salen, que hablan sin parar entre sí (por teléfono, por carta, ¡incluso en persona!) normalmente sin escucharse, lo que dará lugar (no queda otra) a infinitas situaciones (domésticas, en el fondo, si bien) de lo más extravagantes. Adviértase en todo caso que no estamos desde luego ante una novela exactamente realista, lo que por otro lado es ya marca de la casa dentro de la narrativa de Fernández. Al final, lo importante, como siempre, es presenciar cómo tras el caos provocado por la nieve que incesantemente cae durante las seiscientas páginas que ocupa esta novela termina todo transformado en un (metafórico) hermoso manto blanco donde todas las piezas del puzle parecen encontrar su acomodo espiritual. Habrá incluso a quien le parezcan un tanto ñoñas ciertas resoluciones: piénsese quizás entonces en el cine ochentero auspiciado por Steven Spielberg para sopesarlo todo.
Al margen del imponente trabajo estructural que destila una obra tan aparentemente compleja y sin duda alambicada (tan solo sea por la cantidad de «miniaturas» que confluyen en ella), no cabe otra que pararse a divagar algo sobre la prosa única que gasta Laura Fernández, llevada aquí al paroxismo por no decir al virtuosismo, consiguiendo con ello a su vez un grado de brillantez inusual. En su empeño por apropiarse de los guiños petrificados de cierta narrativa estadounidense, malamente traducida al castellano durante años (ceños fruncidos mediante…), esa con la que por otro lado tantos nos hemos criado sentimentalmente hablando, Fernández parece querer lanzar (aunque seguro que esto no es así) todo un órdago a lo que puede o debe entenderse como parte de nuestra tradición literaria, pues ya hace tiempo que los escritores españoles dejaron de amamantarse de los clásicos básicos de la alta cultura para convertirse en omnívoros consumidores de cultura popular (anglosajona, a más señas). Hay por tanto algo de combativo en su empecinamiento por escribir así –con sus sorpresivas interjecciones que no sorprenden a nadie, con sus letras en cursiva o en mayúsculas puestas ahí sin orden ni criterio, por su forzado aunque magistral abuso de las comas– a contrapelo, en definitiva, de todas las críticas que pudieran hacérsele desde la ortodoxia del castellano (RAE mediante). Me parece evidente, no obstante, que cuando Fernández plantea así su escritura lo hace con la suficiente distancia irónica como para validar (por supuesto) su muy meditada decisión estética, amén de para facilitar a sus lectores (al menos a ciertos lectores de ciertas generaciones) un sinfín de guiños pop a los que agarrarse, no ya a modo de gymkana cultureta sino como fórmula válida para hacer sentir en casa al que viene de fuera, a pesar de lo desapacible que se dibuja aquí a la fría y siempre nevada Kimberly Clark Weymouth.
Por su ambición literaria, por sus paralelismos referenciales y por su clara vocación totalizadora de una poética narrativa, La señora Potter no es exactamente Santa Claus bien podría compararse, en cuanto a pretensiones, con la imponente trilogía que Rodrigo Fresán publicara hace poco bajo el título de La parte contada. Fernández muestra así aquí toda su madurez como creadora, al ser capaz de insuflar vida hasta al último rincón del aparentemente plasticoso entramado de casualidades que recorre los pasillos ocultos de esta su última maravillosa novela, escrita con la pasión y la despreocupación con la que pintan los niños, cincelada luego con la mente trabajadora del escritor que es más que consciente de que la única forma válida para convertir la realidad en literatura es transformándola en la más pura ficción.