Nacido en 1972, Bernardo Esquinca quedó en el limbo de los que nacimos entre 1970 y 1974, pero me parece pertinente incluirlo en este recuento, ya que es uno de los pocos narradores que han sabido hacer literatura pura a partir de los subgéneros fantásticos o de horror, como puede leerse en su primera reunión de cuentos Los hijos de paja (2008). Ocurre lo mismo con el ya mencionado Alberto Chimal, nacido en 1970 y autor de varios libros de cuentos y minificción, entre los que sobresalen Grey (2006) y La ciudad imaginada y otras historias (2009).

Luego de una selección crítica y de eliminar, no sin pena, a las voces del limbo temporal 1970-1974, me quedé con poco más de dos decenas, que fueron vertidas, casi todas, en los dos volúmenes de 22 voces. Narrativa mexicana joven, publicados en conjunto y en 2017 por la editorial electrónica Malaletra (en 2015 se publicó el primer volumen, con once voces, y la descarga es gratuita en su sitio).

A diferencia de lo ocurrido en Una ciudad mejor que ésta, casi la totalidad de las plumas incluidas en 22 voces, nacidas entre 1975 y 1992, se dedican de manera seria al cuento, así como a formas alternativas o híbridas de narración, y me parecen, en realidad y haciendo caso al quid de este ensayo, las que debemos atender, además de las ya mencionadas, si queremos conocer el estado del cuento en México, al cabo de este último cuarto de siglo.

En el prólogo de 22 voces, escribí: «Encuentro en las escritoras y escritores mexicanos nacidos a partir de 1975 un ánimo liberado —es decir: «desgeneracionalizado»—, así como una no pertenencia a grupos y tendencias: se trata, por así decirlo, de islas bañadas por el mismo mar y con corrientes comunicantes».

Fuera de la antología, aunque bien podría estar adentro, se encuentra Carlos Velázquez, autor de La Biblia Vaquera (2009), conjunto —o pequeño atlas— de nueve relatos que ocurren en una zona llamada PopSTock!, representación originaria o Rosetta de una de las semillas de lo que ha sido llamado lo «posnorteño», es decir, los acontecimientos culturales recientes, y alejada del falso epicentro que es la Ciudad de México.

Lo mismo sucede, en la antípoda de Velázquez, con Valeria Luiselli (1983), cuya ópera prima, Papeles falsos (2010), demuestra de nueva cuenta (como ya habíamos aprendido con Rossi) que el mejor ensayo es el narrativo, al borde de la crónica y luego de la autobiografía o la llamada autoficción, así como de la propia crítica.

Entre los reunidos en 22 voces se cuentan el propio Sánchez, así como Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975; vive en México desde 1976, tras el exilio) y Antonio Ortuño (1976), autores de tres libros indispensables para conocer el estado del cuento y el relato en México: Catálogo de formas (2014) y Las moradas (2017), del primero (ambos publicados por Periférica, editorial independiente de Cáceres; en un origen, ambos libros eran uno mismo), y La señora Rojo (2010), del último (quien recientemente fue acreedor del Premio Ribera del Duero de narrativa breve con La vaga ambición, su tercera colección de cuentos, publicados todos por Páginas de Espuma).

Antitéticas en estilo y temáticas, las manos que escriben de Cabral y Ortuño son los linderos del conjunto de 22 voces, es decir, de la narrativa mexicana breve más reciente: mientras que el primero recurre a la atmósfera —mejor aún: el espacio que nos rodea, a través de una prosa que podría llamarse matemática y/o arquitectónica— como protagonista, el último es un realista de lo absurdo y el encono —un falso costumbrista, pues—, a través del humor negro, recurso que encuentra una de sus raíces, acaso, en La ley de Herodes (1967), único libro de cuentos de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983).

En territorios igualmente opuestos se encuentran César Albarrán (1978) y Emiliano Monge (1978): el primero, poseedor de una prosa fina y orgánica, vuelta de tuerca del barroco, es un autor casi inédito —salvo por algunos cuentos en antologías y revistas—, mientras que el último es evidente, cada vez más visible: su ópera prima, Arrastrar esa sombra (2008), es una suerte de canto de guerra anti establishment editorial, publicado por Sexto Piso (mientras que sus novelas, sin embargo, han sido muy premiadas, pese a su sabia densidad específica, por así ponerlo).

Habitante de un islote aparte, el académico, periodista y narrador Oswaldo Zavala (1975) es autor de Siembra de nubes (2011), una falsa novela escrita a través de relatos, todos sitos en Ciudad Juárez, su terruño, en los que hace una lúdica e irreverente historia del boom, con escala en Rulfo, para así realizar un ejercicio crítico disfrazado de narrativa pura. Esta obra es, sin duda, uno de los secretos (aún) mejor guardados de la literatura mexicana reciente, junto con la del ya mencionado Albarrán.

Luis Panini (1978), por su parte, se inició en la narrativa breve con Terrible anatómica (2009) y Mala fe sensacional (2010), el primero publicado por Conarte en Monterrey, Nuevo León, su cuna, y el segundo por el Fondo Editorial Tierra Adentro, libros que pervierten las narrativas tradicionales y las fabulan a través de un lenguaje a la vez parco y crudo, alejado de la rimbombancia del centro del país, acaso el ave más rara del grupo, en el mejor sentido del término.

En un terreno temático similar al de Panini, aunque a través del cuento más tradicional, en un sentido de forma, se encuentra Luis Carlos Fuentes (1978), autor de Mi corazón es la piedra donde afilas tu cuchillo (2014), uno de los libros más notables que se hayan publicado recientemente en México, y que habla de la vigencia que Era aún tiene como sello independiente que le da cabida a la narrativa joven.

Más cercanas a las artes visuales que a la literatura o, mejor aún, en el encuentro o la fusión de sus fronteras, Daniela Bojórquez (1980) y Verónica Gerber (1981) son la avanzada de la generación, artistas más que autoras, cuyas manos que escriben tienden más al vacío que al relleno de la página en blanco, aunque su derrotero sea muy distinto —o tal vez no— de aquel de Vicens o de Elizondo.

Bojórquez encontró su punto creativo más alto en Óptica sanguínea (2014), una pieza narrativa a un paso del objeto o de la palabra liberada de su plataforma habitual, y no ha escrito un libro, propiamente hablando, desde entonces. Gerber, por su parte, publicó Conjunto vacío (2015), narración y gráfica que se opone de manera brillante a la literatura genealógica o familiar.

Como autores del más fino registro, poseedores de una prosa consciente de sí misma y, a la vez, libre de cualquier yugo —autores de evidente «grado cero»—, se encuentran Gabriel Wolfson (1976), uno de los mejores narradores de Puebla, estado fértil para la narrativa breve —pienso en el caso de Yussel Dardón (1982) con Motel Bates (2013) y de Alejandro Badillo (1977) con La mujer de los macacos (2013), que bien cabrían en un volumen llamado «33 voces»—, Franco Félix (1981), de Hermosillo, y Alfonso Valencia (1984), de Hidalgo, terruño de otro narrador portentoso y afecto a la brevedad contundente: Yuri Herrera (1970).

Finalmente, tenemos los casos de Paulette Jonguitud (1978), Mariel Iribe Zenil (1983), Lola Ancira (1987) y Aniela Rodríguez (1992), poseedoras las cuatro de manos que escriben el devenir cotidiano sometido, en cierto modo, a sus fantasmas y sombras, lo cual no quiere decir que, ni por asomo, sean autoras que haya que encasillar en el subgénero de lo fantástico, sino todo lo contrario.

El realismo que habita El último intento (2013), de Zenil; Son necios, los fantasmas (2016), de Jonguitud; El problema de los tres cuerpos (2016) y El vals de los monstruos (2017; aún inédito, aunque será publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, tal vez con otro título), de Lola Ancira, habla de una condición humana que no repele su género ni busca replicar a su opuesto, pero que sí reclama su espacio en el cosmos de las manos masculinas que escriben y todo parecen firmarlo. Dentro de este conjunto, aunque no aparece en 22 voces, incluiría a Úrsula Fuentesberain (1982) con la formidable colección de cuentos Esa membrana finísima (2014).

En este sentido, y pensando en las generaciones previas y en los casos mostrados en este recuento, desde Campobello hasta las seis autoras aquí citadas —más la novelista y cronista Fernanda Melchor (1982), que ha hecho del periodismo narrativo una bella y terrible arte en Aquí no es Miami (2013)—, luego pienso que el futuro inmediato del cuento mexicano (así como de sus hibridaciones) será femenino o no será.

Y creo que no hay mucho más que decir.

Por ahora.

Hasta aquí esta historia.

 

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