Lejos de proseguir con una lista de nombres portadores de la mano que escribe y de sus obras, después de Rulfo el cuento en México avanza de la mano de la novela y entra en el turbulento y prolongado, aunque intermitente, periodo de crisis, iniciado en 1968 con la represión al movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco y en apariencia acabado en el sexenio del ya mentado Miguel de la Madrid (1982-1988), con inflación, devaluación y sismo de 1985 incluidos, no sin obviar sus hipos y regurgitaciones en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo (los doce años, entre 1970 y 1982, en los que se forjó el carácter nacional y la abundancia alcanzada sólo por las élites, desarrollo —esa nueva fase del progreso— nunca del todo domesticado).

Las décadas de los años setenta y ochenta están dictadas, editorialmente, por el acicate del boom, que hace más visibles a los novelistas que a los cuentistas, o a los novelistas que, gracias a sus novelas, pueden publicar luego colecciones de cuentos (o de crónicas, ese raro híbrido). Como quiere Mario González Suárez, nacido en 1964, más allá del mundo literario visible o evidente o presente en la geografía variante —aunque estancada— de las mesas de novedades, encontramos los «paisajes del limbo» (así titula una antología de voces narrativas mexicanas hasta cierto punto secretas, de culto o meramente olvidadas, luego recuperadas), allí donde escriben las reales manos que escriben, comercio aparte.

(Un nuevo paréntesis obligado, que es nota y referencia: en 1991, hace veintiséis años, justo antes del periodo que es el corazón de este texto, Christopher Domínguez Michael publicó el segundo volumen de su enciclopédica Antología de la narrativa mexicana del siglo xx en el Fondo de Cultura Económica —el primer volumen se publicó en 1989—. Con más presencias —ciento sesenta y dos plumas— que ausencias —ponga aquí el lector las que desee—, la antología de Domínguez Michael es un referente obligado para trazar cualquier mapamundi narrativo del México reciente, como es el caso de estas líneas).

Si pienso en un autor señero de la época, éste no puede ser otro sino el poeta, ensayista y narrador Fabio Morábito, nacido en Alejandría, Egipto, en 1955, pero habitante de México y del español desde hace muchas décadas, y que en 1989 publicó dos libros: La lenta furia, su primera colección de cuentos, y Caja de herramientas, un afortunado híbrido. Ya entrado en los años que aquí nos ocupan, Morábito siguió y sigue publicando cuentos en estado puro, así como prosa de varia invención, por lo cual es indispensable para este recuento.

Ocurre lo mismo, en otra ubicación narrativa, con Alejandro Rossi (1932-2009) y su Manual del distraído (1978), obra única, híbrida y alérgica a las clasificaciones y, dos décadas después y ya dentro del cuarto de siglo que nos ocupa formalmente, La fábula de las regiones (1998).

En otro tenor, se ubica la obra de Juan Villoro (1956), que no sólo se limita a los cuentos, como puede leerse en su ópera prima, La noche navegable (1980) —así como en su prolongación, Albercas (1985)—, sino a la crónica variopinta. En el caso de Villoro, las novelas vinieron después, en oposición a lo que ocurrió con el que llamaría su antecesor natural, José Agustín (1944), que sólo publicó su primera colección de cuentos, Inventando que sueño (1968), después de dos novelas fundamentales para la narrativa mexicana previa a la crisis de 1968.

Finalmente, Salvador Elizondo (1932-2006) es uno de los mejores ejemplos de la obra trans o sin género: ¿es Farabeuf (1965) realmente una novela o, como reza el añadido a su título, «la crónica de un instante», una obra de prosa ensimismada, encerrada en sí misma y, a la vez, infinita en sus posibilidades de lectura? Elizondo tiene una amplia producción previa a 1992, cuyos pilares son aquellos de la brevedad y en los que la mano que escribe parece tener otra mano que la escribe a sí misma, como leemos en la pieza que da su título a El grafógrafo (1972), colección de textos inclasificables, lo mismo que ocurre en Cuaderno de escritura (1969). Qué duda cabe: el protagonista de Elizondo, su gran legado a las generaciones posteriores, fue la escritura misma, mano que la escribe aparte.

 

4. 1992-2017: EL CUENTO MEXICANO RECIENTE, Y NO TANTO (PARTE 1)

De nuevo en 1992, nos encontramos, siguiendo con la idea con la que cierra el apartado anterior, más allá del limbo: mientras que, acabada la Guerra Fría y asentado el neoliberalismo, México parece haber resuelto su crisis, la crisis parece haberse desplazado a Europa central con epicentro en Sarajevo.

Este momento de calma aparente les sirve a los escritores más jóvenes, nacidos durante las décadas que comprenden las primeras grandes crisis del México posrevolucionario, para imaginar un mundo (literario) nuevo y, con el ánimo de matar a Papá Boom, crear un nuevo territorio de creación y posibilidades para las manos que escriben.

Los años noventa sirven para limpiar y aplanar el terreno literario mexicano: mientras que las voces narrativas nacidas en las décadas de los años cuarenta y cincuenta comienzan a —o terminan de— publicar sus obras cumbres —novelas casi todas—, aquellas voces nacidas en las décadas de los años sesenta y setenta se hacen escuchar y leer, tanto en suplementos como en revistas, lo mismo que en sus obras primeras.

No es, la década de los años noventa, una de las mejores del cuento mexicano, aunque sí una muy fértil para la novela y para los novelistas que también, luego, escriben cuentos.

No de espaldas, pero sí con la mirada por encima del hombro puesta en el boom, durante los años noventa los autores del autonombrado crack, y cuyo manifiesto es presentado en 1996, buscan crear una ruptura y una renovación del medio literario, sobre todo desde su aspecto comercial, con la novela como punta de lanza, aunque entre ellos se desmarque un cuentista (que escribió novelas para que sus cuentos tuvieran mejor luz): Ignacio Padilla (1968-2016), autor de una genial Micropedia narrativa vertida en tres volúmenes, publicada entre 2001 y 2012.

Aunque no es Padilla sino Daniel Sada (1953-2011) quien, en 1997, publica una obra híbrida que representa lo mejor del texto breve aparecido en la década: El límite. Su título es premonitorio: un año antes de que terminen siglo, década y milenio, en 1999, la narrativa mexicana es testigo de la aparición de un par de obras entre las que se tiende una frontera iluminada o un sólido muro: En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, novela que busca darle nuevos bríos al Premio Biblioteca Breve, antiguo vehículo editorial del aún dominante boom, y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, obra maestra de Sada y del siglo xx no sólo mexicano, sino hispanoamericano. Pero, claro, nada de cuentos así de contundentes o aupados por el mercado y/o la crítica.

Nacido en 1954, Francisco Hinojosa aparece como un autor desmarcado en 1995 con Memorias segadas de un hombre en el fondo bueno y otros cuentos hueros, publicada por Ediciones Heliópolis, sello que también imprimió tres libros fundamentales para la narrativa breve del último cuarto de siglo en México: Confesión de Benito Souza, vendedor de muñecas y otros relatos (1994), de Javier García-Galiano (1963); El sitio de Bagdad y otras aventuras del doctor Greene (1994), de Pablo Soler Frost (1965), y Evocación de Matthias Stimmberg (1995), de Alain-Paul Mallard (1970).

Entre el marasmo de novelistas que buscan encontrar su sitio en el tren comercial y además de los cuatro recién citados, una voz parece erigirse como solitaria en el desierto del puro cuento. El portador de la mano que escribe se llama Eduardo Antonio Parra, nacido en 1965, habitante del norte y heredero en apariencia directa de Rulfo, aunque escritor de avanzada de la violencia mayúscula que no tardaría en asomarse del todo en el territorio mexicano. Sus primeros dos volúmenes de cuentos publicados por Era son, a mi gusto, las mejores colecciones de textos breves aparecidas en la década: Los límites de la noche, en 1996, y Tierra de nadie, en 1999.

A este par de libros añado la ópera prima de Cristina Rivera Garza, nacida en 1964 y habitante de otro norte, una colección de cuentos ganadora del Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí en 1987 y publicado en 1991 por Joaquín Mortiz: La guerra no importa. Si bien Rivera Garza se consolidaría por primera vez —hay manos que escriben que saben consolidarse continuamente: la de Rivera Garza es una de las pocas que conozco que saben cómo hacerlo—, de nuevo en 1999, con la novela Nadie me verá llorar (acreedora del Premio Nacional de Novela José Rubén Romero en 1997), su voz textual, que recurre más bien al cuerpo textual, se decantaría hasta encontrar su lugar preciso en el texto que se dice a sí mismo, en ese híbrido literario que da cabida a cualquier género, siempre a partir de cierta idea como protagonista, como puede leerse en su obra más reciente: Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016), diálogo y apropiación franca, original y provocadora de Juan Rulfo, vida, imagen y obra, en donde el cuento figura como una de sus muchas partes.

Autor a caballo entre una y otra generación, Álvaro Enrigue (1969) —que me parece que es el último autor de un conjunto que comienza con el ya mencionado Villoro— escribió uno de los mejores libros de narrativa breve de la primera década del 2000: Hipotermia (2006), obra de pronto biográfica y revestida de ficción en la que un mexicano se mira a sí mismo como habitante de un país ajeno, Estados Unidos (en el que, finalmente, terminó viviendo), una suerte de salida del laberinto solitario paceano.

Mientras que los creadores del crack se asentaban en el medio y sus predecesores asimilaban su tenaz y nunca súbita aparición tanto en el medio como en el mercado, los autores nacidos en las décadas de los años setenta y ochenta parecieron entender que había que poner la mano que escribe, además de sobre el papel, en otra parte.

¿Quién quería matar al no padre que estaba matando a su propio padre, nuestro no abuelito (lo digo en diminutivo y en primera persona porque formo parte de dicha generación, y desde aquí se dice mi mano que escribe)?

Es pertinente, por tanto, dar inicio a un nuevo apartado, que no deja de ser la continuación y, al mismo tiempo, parte no del todo escindida del anterior.

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