POR DAVID MIKLOS

Regina Swain (1967-2016), in memoriam

 

0. UNA ACLARACIÓN ENTRE CORCHETES, ANTES DEL ARRANQUE

Si bien este ensayo busca explorar el quid de la producción de cuento en México en los últimos veinticinco años y ofrecer un recuento en mayor o menor medida crítico, es preciso anotar que, como en muchos otros países latinoamericanos, el cuento suele ir de la mano de la novela. Y, aunque la mayoría de los novelistas han publicado cuentos, hay también cuentistas puros, las rarae aves de dicha cuestión (en Estados Unidos, por ejemplo, y en oposición a lo ocurrido en nuestro gran terruño continental, el género llamado short story ha tenido voces exclusivas y ha logrado insertarse con bastante sanidad en el mercado editorial).

Además del cuento, se hablará, de manera inevitable, como ya se dijo, de su nodriza, la novela, pero también se abundará en otro tipo de narraciones, luego híbridas u originarias que, al no encontrar etiqueta, suelen caer del amplio lado de la cancha de la novela (en un sentido metafórico, pensemos en la novela como la cancha y en el cuento como la red que, vista desde arriba, aparece como una mera línea que divide un par de áreas idénticas: la misma área).

De igual modo, y dentro de lo posible, se hablará del contexto histórico que aparece como pantalla de fondo de la producción cuentística en particular y narrativa en general, porque hay, siempre, un puente entre esa historia que ocurre y lo que «la mano que escribe» traza dentro de su acontecimiento y a lo largo de su línea temporal (hablaré de esta idea, ya sin entrecomillarla, más adelante).

Este no es un texto que busca tener un hálito canónico, sino, por así decirlo, abarcativo a través de ciertas puntualizaciones, es decir, obras pergeñadas por la mano que escribe y la voz que la dota de vida, allende el cuerpo que la exhala.

Hasta aquí la aclaración.

Comienza el texto.

 
1. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN: HISTORIA, MERCADO Y CUENTO

El 3 de enero de 1992, hace veinticinco años, ese número poco redondo, joven, que representa un cuarto de siglo, Estados Unidos y Rusia, convertida en federación tras la disolución de la URSS, establecieron relaciones diplomáticas y terminaron de ponerle el punto final a la Guerra Fría, iniciada en 1947, a un lustro de alcanzar la media centuria de duración.

En México, Carlos Salinas de Gortari se encontraba en el inicio de su cuarto año de Gobierno y a dos de firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), legado de su mandato neoliberal que convirtió, de la noche a la mañana —sin olvidar la tierra silenciosamente arada por Miguel de la Madrid, quien renovó tanto el concepto de inflación como de peso mexicano—, a un país tercermundista en uno en vías de casi alcanzado desarrollo.

Tanto el mundo como México parecían haber superado un estado de crisis, prolongada en el primer caso, intermitente en el último, y entrado en el aparente bienestar, aunque si esta historia se contara desde la aún entonces existente Yugoslavia, en donde se gestaba una de las más crudas guerras civiles del orbe, otro sería el cuento, por así decirlo.

Sirvan mi ínfimo recuento histórico y mi no tan socarrón juego de palabras en su cierre para hablar de los últimos veinticinco años del cuento en México, ese género luego en apariencia polizón o beneficiario de la novela, expresión de la narrativa ensalzada por el mercado, no muy afín a la reunión de tramos de texto de mayor o menor brevedad —salvo en el valor prolongado de sus clásicos, esos raros long sellers—, sino a la continuidad del relato de largo o muy largo aliento y su tendencia a las grandes ventas.

Y es que la historia literaria no es otra cosa sino ese entramado de historia en sí —mundial y local—, el rol del mercado en la labor editorial —y no viceversa, necesariamente— y las formas en la que los escritores encaran sus voces, talentos y, desde luego, ambiciones.

¿Por qué ser cuentista en México en 1992 si el boom latinoamericano, comandado por la agente literaria Carmen Balcells y el colombiano Gabriel García Márquez —periodista devenido narrador y que cumplía diez años de haber recibido el Premio Nobel—, demostraban que la novela era el mejor contenedor para la literatura exitosa, a la cual, si y sólo si la novela funcionaba, el cuento se adhería como lapa?

Creo que, antes de responder dicha pregunta, es obligado hacer un pequeño viaje en el tiempo, a treinta y nueve años de 1992 y sesenta y cuatro de 2017, es decir, a 1953, año en el que el cuento mexicano vio nacer su primer parteaguas contemporáneo o moderno o nada más, en ese entonces, actual.

 

2. JUAN RULFO Y LA TOMA POR ASALTO CONTENIDO DE 1953

Pese a que en 1952 Juan José Arreola (1918-2001) ya se había erigido como el timonel de la narrativa breve con su colección de cuentos Confabulario, en donde mostraba, por un lado y con evidencia explícita, sus influencias y, por el otro, la gracia y el alcance literario de su voz, la publicación de El llano en llamas al año siguiente encontró en Juan Rulfo (1917-1986) al portador de una estafeta que había que encender o avivar de nuevo, aunque ya en 1931 Nellie Campobello (1900-1986) había esbozado o esculpido una nueva manera de narrar, a través de la brevedad y el fragmento —llámese cuento, minificción, relato o episodio aislado—, en Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México, mezcla de testimonio, tradición oral y literatura en sí.

El llano en llamas es, qué duda cabe, una obra que, más que buscar el retrato regionalista y el eco aún sonoro de la revolución —que en la época en la que Campobello escribió su Cartucho era de una estridencia ensordecedora—, buscaba dialogar, ensimismada, con el propio lenguaje que la había hecho nacer, a través de la mano que escribe (que escribía) de Juan Rulfo.

Digo la mano que escribe y no el escritor para pensar el texto en sí mismo, más allá de la circunstancia en la que fue escrito y más acá de la manera en la que fue pergeñado y, de algún modo, tomado por asalto, es decir, apropiado por el autor, allende el cuerpo.

Si bien El llano en llamas —que sufrió la pérdida y la suma de algunos cuentos hasta alcanzar su edición definitiva y la transformación de minúsculo en mayúsculo Llano, que es, acaso, otra manera de decir Comala (o lugar o zona de escritura)— es una colección que renueva la hechura del cuento, luego parece más un objeto transicional que hizo posible, sí, una novela, domesticada la voz y encontrado el derrotero de la mano que escribe: Pedro Páramo, publicada dos años después y construida a partir de fragmentos en apariencia deshilachados, como exhalaciones —o murmullos originarios, pues— a destiempo.

Es decir, y en resumen: aunque Rulfo nació o devino escritor a través del cuento, se consolidó como voz y mano que escribe con su novela debut —y despedida—, Pedro Páramo, así como hiciera Albert Camus con El extranjero en 1942, y que a Barthes le dio por llamar «el grado cero de la escritura», que es la voluntad o el designio del escritor verdadero de desprenderse, metafóricamente, de la mano que escribe y dejarla allí, sobre el papel, libre del contexto y la historia —personal y nacional— del autor (Camus, sí, escribió cuentos, pero sólo después de consolidarse como novelista y, más importante aún, pensador).

Pese a lo anterior, El llano en llamas es la obra originaria que, de la mano de Rulfo, abre la puerta a una nueva hechura del cuento en México, y por la cual ya se había asomado, veintidós años antes nada más, y como ya dije, Nellie Campobello en Cartucho, obra que, lejos de tener la visibilidad —¿el éxito?— que merecía, en su momento, fue sepultada por el peso de la llamada oficial de la «novela de la Revolución mexicana» (y de la cual Rulfo supo escabullirse muy hábilmente, sobra decirlo).

Menos evidente, dentro del breve periodo de publicación rulfiano, pero no menos importante, es Guadalupe Dueñas (1920-2002), cuya ópera prima Las ratas y otros cuentos vio la luz en 1954: un libro innovador y del que abrevaría la mejor literatura, por así decirlo, fantástica —acaso, mejor, literatura de la imaginación, como quiere uno de sus mejores representantes en México, Alberto Chimal (1970)—, o bien de una suerte de realidad aparte, aun del canon mismo.

Este fenómeno, el de las obras escritas por mujeres puestas al margen de aquellas escritas por hombres —como si la mano que escribe tuviera algo que ver con el género del cuerpo que la posee—, se verá replicado una y otra vez a lo largo de los años venideros, aun hoy en día.

 

3. DESPUÉS DEL LLANO PÁRAMO: 1953-1992

¿Qué ocurre después de Rulfo, que renuncia a la escritura tanto de cuentos, en 1953, como de novelas, en 1955?

En América Latina —o Hispanoamérica—, ya lo sabemos, estalla el boom, nacido de manera comercial a principios de los años sesenta con La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, y Rayuela (1963), de Julio Cortázar, novelista total el primero y cuentista absoluto el último, aunque su obra más circulada y visible sea un conjunto de fragmentos textuales metido en la conveniente botarga de la novela, hecha a la medida del renacido mercado literario mundial.

En México, por su parte, la narrativa encuentra su primera expresión realmente posmoderna en El libro vacío (1958), de Josefina Vicens (un nuevo punto de partida después de Pedro Páramo, otro «grado cero», mucho más contundente pero mucho menos celebrado, acaso por lo mismo y por las aún hoy insondables y recién mencionadas cuestiones de género y heteronormatividad, hay que decirlo: insistir en ello), obra que no es una novela en sí sino la ausencia de una novela, un texto sobre el no texto, una voz liberada incluso de la mano que escribe.

(Paréntesis obligado: en 1963, a una década de la aparición de El llano en llamas del retirado de las letras Rulfo, Arreola publica su obra más lograda, La feria: una suerte de novela en fragmentos, que bien pueden ser cuentos o minificciones).

En términos formales y metidos en el corsé de los géneros literarios, el cuento se expande y encuentra momentos altos en La señal (1965), de Inés Arredondo (1928-1989), y en Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), de Amparo Dávila (1928), ambas cuentistas de cepa, aunque jamás tan promovidas como sus pares masculinos, así como en el mejor Carlos Fuentes (1928-2012) y el inmejorable José Emilio Pacheco (1939-2014; también consiguió su «grado cero» en 1967 con Morirás lejos, otro texto de textos protagonista de sí mismo, etiquetas aparte), quienes vivieron el fenómeno de ver dos cuentos suyos convertidos en esa rareza llamada novela corta: las canónicas Aura (1962), del primero, y, dos décadas después, Las batallas en el desierto (1981), del último, si bien creo que sus mejores cuentos se encuentran en Cantar de ciegos (1964), en el caso de Fuentes, y El principio del placer (1972), en el caso de Pacheco.

Total
33
Shares