Hasta los años veinte, la crítica artística de Eugenio d’Ors fue trasmitida fundamentalmente diluida y dispersa en el Glosario. Esto cambia en cuanto el autor empieza a escribir en castellano y se afinca en Madrid. Entonces empezamos a encontrar tratados de arte publicados en libro de forma autónoma: Cézanne (1921), Tres horas en el Museo del Prado (1923), Mi Salón de Otoño (1924) y, ya instalado en París, L’art de Goya (1928), La vie de Goya (1929), Pablo Picasso (1930), La peinture italienne d’aujourd d’hui: Mario Tozzi (1932) y Du Baroque (1937). En nuestra biografía de Eugenio d’Ors apuntábamos como posible causa de esta decantación hacia la crítica de arte el hecho de tener que competir, como filósofo, con Ortega y Gasset, que le aventajaba claramente en capacidad de dirección intelectual en la capital española. Lo cierto es que esta tendencia a cultivar la crítica artística siguió incrementándose durante la segunda etapa de instalación, ya definitiva, de D’Ors en Madrid, es decir, durante los años cuarenta. Ese cultivo tuvo dos ejes principales, el desarrollo de las actividades de la Academia Breve de Crítica Artística y la lujosa colección Index Sum, compuesta por siete libros de crítica artística, que impulsó el autor en la editorial Aguilar: Lo barroco, Cézanne, Teoría de los estilos y espejo de arquitectura, Mis salones, El arte de Goya, Pablo Picasso y Arte de entreguerras. (Fue proyectado un octavo volumen, que se tenía que titular Teatro, títeres, toros. Exégesis lúdica, que no vio la luz pero que pudo ser reconstruido por la editorial Renacimiento en el año 2006).
Según indican Ángel d’Ors y Alicia García-Navarro (2006, p. 9), la colección Index Sum tendría que haber alcanzado los 12 volúmenes. Pudo influir el hecho de que Eugenio d’Ors ingresara en la Academia de San Fernando el 29 de noviembre de 1938. De las ambiciones, satisfacciones y decepciones que deparó la organización anual de las exposiciones antológicas de los Once en Madrid, fue dando fe en las glosas del periódico Arriba. Sobre ellas expresó que tenían «un doble mensaje de continuidad clásica y de aireación ecuménica» (D’Ors, 2000, p. 168) muy necesario en el Madrid de la época.
El manifiesto fundador de la academia fue redactado y publicado en 1943, y D’Ors (1945, pp. 182-194) le dio el nombre de «Proclama de la Academia Breve de Crítica de Arte». En ella explicaba que cada año un miembro de la Academia patrocinaría y presentaría una obra de algún artista de su predilección. En ese año, Eugenio D’Ors (1945, p. 186) escogió a Nonell, porque «la historia de la pintura postimpresionista empieza en el mundo con Paul Cézanne. En España, con Isidro Nonell. Entrambos reaccionan contra la anarquía del impresionismo, no por ministerio de las disciplinas lineales que más tarde habían de adoptar Pablo Picasso y otros, sino mediante el culto a las razones de la estructura, en el seno mismo de la embriaguez del color». Llegados a este punto, podríamos lanzar al aire la siguiente pregunta: ¿Quién no solo en la España de 1943 sino en la de varias décadas antes y después podía escribir con esta autoridad, conocimiento y soltura sobre pintura y arte? Eugenio D’Ors debía de saber muy bien que en ese sector no tenía rival. Y seguramente eso le encantaba. Escribía, en el mismo papel: «En Madrid, y respecto a las artes, había el Museo del Prado sin duda. Pero ¿qué le pasaría al estómago de un hombre que, a lo largo de los años y los lustros, no comiera otra cosa que pavo?” (D’Ors, 1945, p. 189). Alguien debía viajar, buscar cosas de afuera e importarlas.
Pero fue en las densas Tres lecciones en el Museo del Prado (1941), curiosamente excluidas de Index Sum, donde Eugenio d’Ors empezó a sistematizar en serio su propuesta filosófica aplicada a la crítica artística. Esta crítica, entendida como una pieza fundamental de su pensamiento, se vertebraba en tres ideas fundamentales: en primer lugar, la superación del psicologismo y las explicaciones costumbristas o nacionalistas, románticas en su base; en segundo lugar, su sustitución por un acercamiento verdaderamente científico a las materias con las que se construía la materia artística y, en tercer lugar, la construcción de una crítica del sentido que permitiera ver y analizar escrupulosamente la obra de arte a través de «figuras», y no de palabras abusivas que añadieran interpretaciones intrusas, deudoras de los intereses de los intérpretes y totalmente ajenas a las intenciones de los creadoras.
En el «Epílogo» a Mis salones, Eugenio d’Ors (1945, p. 154) escribió que «la crítica sugestiva pudo ser buena para el impresionismo», es decir, para la fase recién superada y enterrada. El cometido de un buen comentarista consistía en «racionalizar la estructura de su conjunto. Sustituir en él la suma de los retratos por la articulación de los esquemas». ¿No era esto estructuralismo puro?
Lo expresaba en varios pasajes de esta obra fundamental a la hora de entender el acercamiento orsiano a las obras de arte: D’Ors propone un enfoque integrador en el que hay sitio para comentar a Pitágoras y a Einstein en un tratado de crítica artística. Este acercamiento global considera la intuición creadora como una función más de la inteligencia, al lado de la ciencia y de la religión. Escribe: «Gracias a todo esto, identificadas la física, la matemática y la lógica, pueden reunirse en un saber total, de carácter asépticamente formalístico, que recibe el nombre de logística» (D’Ors, 1989, p. 72). En el glosario cotidiano, D’Ors no dejó de mofarse de las construcciones tipistas, pintorescas, costumbristas o nacionalistas; como cuando el pintor italiano Baldo Guberti visitó Madrid en 1948 y quiso convencer a los españoles de que eran rotundos y dramáticos: «Baldo ha traído a España el prejuicio de un carácter, en cuanto ha de ver. Nuestros condumios han de ser, según sus ideas, pimentados en el gusto y pimentados en el color. Nuestras pasiones han de ser furiosas. Hemos de cenar todos a las once y media y levantarnos de la cama doce horas después» (2000, p. 37).
Si Ors hizo hueco en su Salón de Otoño de 1924 al pintor vasco Aurelio Arteta es porque, parafraseando a Rafael Sánchez Mazas, le parecía que su obra compensaba el etnicismo importado de Zuloaga (D’Ors, 1945, p. 90). Arteta quiso ser «universal» y no «cosmopolita», es decir, quiso sumarse a la pintura eterna y no parecer muy moderno con las novedades de París. La sala quinta de ese salón imaginario estuvo dedicada a artistas muy diversos entre sí: José Gutiérrez Solana, que le parecía sospechoso y cuya presencia ponía en condicional; Daniel Vázquez Díaz, a quien admiraba mucho como retratista; el uruguayo Rafael Barradas y el cubista Juan Gris. De Gris, colocado junto a Braque, valoraba el hecho de que hubiera abrazado la pureza estética sin ningún límite. Siendo «cosmopolita» y parisino, lo que en principio resulta desastroso para D’Ors, consideró que lo salvaba cierto «ascetismo» plástico que lo alejaba de gesticulaciones y literaturas: Gris proponía únicamente temas plásticos, sin admitir invasiones ni más experimentos que el suyo propio. A Solana, el Pantarca lo consideraba demasiado deudor de los inadmisibles Zuloaga y Regoyos (D’Ors, 1945, p. 100). En cambio, de Vázquez Díaz –que lo retrató en dos ocasiones– D’Ors destacaba su talento para extraer los rasgos eternos, y no los temporales, de un rostro humano, es decir, su extraordinaria capacidad de síntesis. Barradas lograba una «difícil realidad» que no era ni lirismo, ni impresionismo, ni libertad pura, sino carácter propio, personalidad.
Esto nos ayuda a entender al Xènius de la primera época catalana, empeñado en figurar en la sección científica del Institut d’Estudis Catalans y también en la sección filológica de la corporación, por la sencilla razón de que, para el D’Ors de todas las épocas, no había diferencia de campo entre un texto sobre bacterias, una crónica medieval, una memoria filosófica o un tratado sobre pintura del siglo XVI: así era la ciencia de la cultura, la integración de toda la actividad del espíritu en una sola disciplina de análisis, el «saber total» del fragmento. Este modo nuevo de entender la creatividad humana más allá de las parcelas positivistas vendría a inaugurar una nueva época: «Hoy, a la vez que los artistas abren de nuevo los ojos limpios, al fin, de legañas subjetivistas e impresionistas a las maravillas de este modo, y se ejercitan en verlas y reproducirlas, los hombres de ciencia empiezan a disfrutar de alguna libertad para hacer lo mismo. Para especular sobre lo que durante tanto tiempo ha parecido condenable» (D’Ors, 1989, p. 73).
La «crítica del sentido» se explica en la tercera lección de 1941: «Crítica del sentido es la que toma cada uno de sus objetos, sea el conjunto de un siglo, de una escuela, de la obra total de un artista, sea en un extremo, alguna de las constantes de la historia artística, como una figura. Quiere decir que el crítico ve y juzga simbólicamente en cada objeto una categoría, a cuya generalidad eleva la anécdota de este mismo objeto, sacándole de la situación fragmentaria que sin eso tendría» (D’Ors, 1989, p. 115). Se trataba, explícitamente, de superar los enfoques parciales y abusivos de Croce, Taine y Menéndez Pelayo, quienes habrían caído en demasiadas estrecheces positivistas.
En una glosa del 26 de febrero de 1948, D’Ors ampliaba al lector su concepto conocido como «doctrina de la inteligencia», y para explicarlo echaba mano de uno de sus artistas renacentistas preferidos, Poussin: «El tema […] es importante. Como que pende en él todo lo que he llamado “doctrina de la inteligencia”. Esta doctrina se opone al racionalismo. Esta doctrina se opone al empirismo. ¿Dónde hallará, pues, su garantía? La hallará en una disposición a aceptar la verdad de los juicios, que la lógica abona como justos; pero a no rehusar por ello la verdad de unas intuiciones que el vivir impone como evidencias. El pintor Poussin llamaba, a esta su presentación fenoménica, el “aspecto de las cosas”, que la simple visión toma en cuenta» (D’Ors, 2000, p. 62). Para analizar la obra de arte, por lo tanto, hay que evitar caer en la estrechez de los valores deterministas, así como huir también del irracionalismo. D’Ors continuaba situado en un postura muy cercana al pragmatismo de principios de siglo, aunque lo teñía de intuicionismo y lo presentaba como una versión de la racionalidad deudora de las necesidades vitales.