LA CULMINACIÓN DEL ARTE NOVECENTISTA

Mis salones (Aguilar, 1945) fue publicado precedido de un prólogo singular, en el que el Pantarca declaraba que no le había gustado la experiencia de escribir la obra. La primera parte del volumen es una reedición de  Mi Salón de Otoño (Revista de Occidente, 1924), interesante boutade en la que el autor reconstruye la exposición que le hubiera gustado organizar pero no pudo. Se trata de un libro performativo, que repite la idea ambulante de Tres horas en el Museo del Prado. Lo que hace D’Ors en  Mi Salón de Otoño es diseñar las salas de su exposición ideal para luego visitarlas y glosar su contenido para el lector. Es un enfoque narrativo original: el crítico literario literalmente camina a través de algo que no existe, a medio camino entre la ficción y la crítica literaria. Pero no le gustó tener que conformarse con su exposición encuadernada. Los motivos, el absoluto abandono en que yacía el arte en el Madrid de los años veinte: «Hace un cuarto de siglo no había en Madrid más allá de tres o cuatro personas que entendieran una palabra en arte moderno; lo cual, según las consideraciones que en páginas inmediatas se aducirán, y que atienden, sobre todo, a la desorientación acerca del tema, heredada del siglo XIX, equivale a decir que solo había tres o cuatro personas entendidas, amplia y certeramente, acerca del arte en general» (D’Ors, 1945, p. 12). Las palabras precedentes pueden conducirnos a conclusiones relevantes sobre la biografía del escritor: en primer lugar, nadie ha escrito que este desprecio del arte en Madrid pudiera haber contribuido junto con otros factores a la segunda huida de Eugenio d’Ors, esta vez hacia París. En segundo lugar, será necesario revisar la idea repetida según la cual el Salón de los Once y su matriz, la Academia Breve de Crítica de Arte, habrían servido para desenterrar, en pleno franquismo, el espíritu cosmopolita de la anteguerra. Entre otras cosas porque Eugenio d’Ors afirmaba que antes de los años treinta nadie se ocupaba de impresionismo o vanguardias en la capital del Estado. Sin embargo, D’Ors (1945, p. 14) quiso registrar un renacimiento de la actividad pictórica centrado en tres núcleos peninsulares: Cataluña, País Vasco y Madrid, una sugestión que vertebrará  Mi Salón de Otoño en tres partes, una para cada escuela.

La revancha llegó veinte años después, cuando D’Ors consiguió que las exposiciones antológicas de los Once empezaran a caminar en las galerías Biosca de Madrid. En 1945, aún a propósito del Madrid de 1924-1940, el Glosador escribía que «la costumbre de tener abiertas galerías particulares o semioficiales, al corriente del movimiento artístico, permanecía entonces inédita en Madrid. Había que esperar aún mucho tiempo para que empezara a florecer. Se necesitaba para ello, como para procurar a  Mi Salón de Otoño, un proseguimiento y un ambiente, que se liquidaran en España muchas cosas, con las cuales solo fue posible acabar, y no del todo, con cuatro años de Guerra Civil». A partir de 1939, D’Ors creía que la amputación había servido para allanar el camino al arte moderno: «Ahora ya era posible mezclar artistas contemporáneos nuestros con los de otros países, sin anacronismo ni desentono». Así pues, la Academia Breve de Crítica de Arte abría su primer salón –esta vez real– el 16 de julio de 1942. A partir de este momento, los materiales que D’Ors incorporó al volumen Mis salones, es decir, los de la segunda parte del libro, fueron escritos para catálogos, no se trataba ya de ficciones ideales sobre exposiciones nonatas.

En su visión, el novecentismo había triunfado definitivamente en 1942, tras un largo despertar cromático protagonizado por Nonell hacia 1905, renacimiento que había ido encadenando a una progresiva incorporación de elementos arquitectónicos en la pintura moderna. Para Eugenio d’Ors, el arte contemporáneo innovador era el que sustituía la dispersión impresionista por las líneas definidas y las formas graves propias de los creadores neoitalianizantes. Nonell había iniciado el cambio pero pecaba aún de «literario», de noventayochista o pintoresquista, a la manera neobarroca de Zuloaga. Pintar a soldados repatriados en estado lastimoso o a «cretinos» era una forma de estridentismo que D’Ors no podía aceptar: era el colorismo rotundo de Nonell lo que le parecía un modelo para quienes le siguieron, más instalados en la serenidad objetiva y «escultural» (D’Ors, 1945, p. 45). En  Mi Salón de Otoño, el Glosador sentencia: «Nonell acabó pareciendo un escultor (y hasta creo recordar que practicando un poco de escultura). Regoyos se quedó en músico. Por esto, Nonell ha venido a mi Salón de Otoño y Regoyos, no» (D’Ors, 1945, p. 86).

Para D’Ors, la pintura válida era la que se acercaba a la escultura y la arquitectura, huyendo de la música y la literatura. La vanguardia real era la vuelta a los colores de los venecianos del siglo XVI y a los contornos evidentes. El despliegue de esa nueva pintura soñada y confirmada en solitario por Eugenio d’Ors es la historia que despliega en los escritos de Mis salones (1945).

Por salón entiende D’Ors (1945, p. 25): «Refugio grato. Hospicio abierto y apercibido siempre. Habitualidad, cada día espolvoreada de novedad. Paladeo de amistad selecta. Feminidad, en ejercicio de blanda soberanía. Luces discretas. Fuego en la chimenea y en las mentes. Mieles de diálogo, sales de ingenio». Parece que nuestro autor tenía una idea más burguesa y hogareña de lo que debía ser una exposición de las que organizaban consistorios e instituciones estatales. Y parece ser también que el diálogo sobre las obras expuestas, en un contexto horaciano, era consustancial al espíritu del salón.

 

OBJETIVIDAD Y CONTENCIÓN

En el sistema orsiano, la palabra clave para valorar el arte de vanguardia es objetividad. En el primer Salón de los Once, la artista patrocinada por la marquesa de Campo Alange fue María Blanchard. Sobre ella, escribió el Glosador para elogiar su obra: «El efecto de las pinturas de María Blanchard era el de una persecución rigurosa de lo objetivo» (D’Ors, 1945, pp. 215-216). La vanguardia no era ruptura ni cerebralismo, sino emoción contenida: «En las primeras obras que vi de Maurice Barraud, allá, en la galería Moos, de Ginebra, admiré la extrema dulzura de su clasicismo. Personajes y objetos aparecían en aquellas como recortados, precisos, cada uno tranquilo en su objetividad. Pero esto, como en las primeras obras de nuestra Rosario de Velasco, no era dureza. La procesión iba por dentro, la procesión de las emociones más finas» (D’Ors, 2000, p. 42). D’Ors no valoraba a los artistas fauvistas –como Pidelaserra– por su instinto estridente, sino por su capacidad para objetivar figuras, geometrizarlas y otorgarles una majestad moderada. Comentando en el periódico Arriba la IV Exposición Antológica de la Academia Breve, sentenció: «El templo moderno de la gloria artística lleva esta inscripción: “Nadie pase sin permiso de la arquitectura”» (D’Ors, 2000, p. 165). Es el criterio que puede explicar que Eugenio d’Ors sintiera una viva atracción por la pintura de Giorgio de Chirico o por la de Torres García, pero que, en cambio, denostara al Picasso maduro, resuelto en hacerle la puñeta mientras se resistía a ser etiquetado de novecentista, o denunciara que Joaquim Mir hubiera caído en un punto extremo de «disolución pánica» (D’Ors, 2000, p. 172). En Mi Salón de Otoño, nuestro crítico acusaba a Picasso de haberse apartado del camino italiano por «esnobismo» (D’Ors, 1945, p. 59). Sobre Pidelaserra, D’Ors (2000, p. 144) escribió que lo juzgaba próximo a Cézanne, tan capaz de mostrar una fuerte sensualidad como de someterse a cierto orden arquitectónico.

En Mi Salón de Otoño, en la sección titulada «Proclama en favor del arte nuevo», Eugenio d’Ors arremetía contra los ismos y los manifiestos artísticos. Le parecían una vuelta al viejo arte superado, el impresionista y ochocentista, y definía lo auténticamente nuevo como lo que era «eterno». En este sentido, su crítica era plenamente neoclásica: «Voy a fundar un Salón de Otoño. Reunirá las obras de cuantos entre los que en España cultivan el arte nuevo, es decir, el arte continuador del ideal estético de todas las épocas» (D’Ors, 1945, pp. 26 y 29). A propósito de Sunyer, D’Ors (1945, p. 77) escribía: «Sunyer se cuenta entre los artistas en quien más directamente pensamos cuando establecemos la dificultad de que hoy el arte cuente con otra cosa que con aprendices o con farsantes». El corte que establece nuestro crítico es tajante: a un lado los «farsantes», los impresionistas y los pintores que se suman a un ismo de vanguardia a través de un manifiesto; en el campo de los «aprendices», los que aspiran a genios, los que toman el dibujo de Poussin y Rafael y los colores de Tiziano y Tintoretto.

Por esta razón rechazaba frontalmente el expresionismo alemán. En Arte de entreguerras leemos: «Nada más revelador de este ambiente anacrónico que el hecho mismo del crédito que aún tienen en Alemania nombres como los de “expresionismo”, “arte expresionista” y otros de la misma etiqueta» (D’Ors, 1946, p. 114). La supuesta avanzadilla rupturistas de las vanguardias era un regreso a la indisciplina romántica de los impresionistas. Un paso atrás.

La objetividad, pues, era una cuestión de exclusión. Lo anárquico, lo descompuesto, lo musical o lo desestructurado no tenían futuro. Las vanguardias furiosas eran cosa de risa: «En el prurito de extravagancia, han naufragado mil aventuradas expediciones de la originalidad estética; salidas –cierto que, por lo general, con poco lastre– bien de puertos de lo Barroco, bien de los del Romanticismo, bien de los de tantas y tantas escuelas, como hemos visto, pululantes, aparecer después. “Escuelas” se dice aquí por optimismo. Mejor les cuadrara, las más de las veces, título paradójico de “recetas”. Porque todo lo que no es tradición es plagio» (D’Ors, 1945, p. 198).