MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
A pesar de haber alcanzado esa edad en que tradicionalmente la gente lectora (al menos su menguante contingente masculino) acusa como un cansancio de las novelas, yo continúo erre que erre buscándolas, leyéndolas -y, aún más- releyéndolas, probablemente porque para mí siguen constituyendo una instancia que proporciona un conocimiento que ningún otro género puede brindar, además de una adictiva fuente de placer intelectual (a su manera, también lo hace el psicoanálisis). Constructo literario proteico y multiforme en el que cabe de todo y se mantiene en constante búsqueda (Bajtin) de sus posibilidades y naturaleza, esa cualidad no es privativa de uno de sus subgéneros o avatares, sino de cualquiera de ellos con tal de que deje al lector mejor (y no necesariamente más optimista o feliz) que cuando le encontró.
Para eso no vale cualquier novela, claro. Acabo de leer a trompicones (ya ven: soy omnívoro y con tragaderas) El clan (Planeta) la quinta -y dicen que última- entrega de la pentalogía (¡uf!) que esa pingüe sociedad trimembre que firma como Carmen Mola ha dedicado a las peripecias incoherentes, repetitivas, autoreferenciales y nada verosímiles (hablo de la verosimilitud literaria, claro, la exigencia de coherencia interna de todo relato, por muy desmadrado que sea), de un grupo de «héroes» cansados y despiadados villanos transnacionales más planos que la hoja de lata de un bote de tomate triturado. Novelas «populares» que, como parece exigir nuestro Zeitgeist, se refocilan en la violencia más gratuita y gore, y en una concepción conspiranoica del mundo. Claro que novelas como esas -que ya desde el momento de su publicación están destinadas a convertirse en una nota en el efímero cómputo de los superventas (y en un párrafo de los estudios sociológicos) de cada época- son las que, casi siempre, se llevan los palmarés de público y ventas y, desde luego, los parabienes, competencias, hostilidades y tejemanejes de los dos grandes grupos editoriales españoles.
La novela, el último de todos los géneros literarios, no gozó durante siglos de buena consideración. Incluso en el XIX, quizás el de su edad aurea, su mera existencia suscitaba sospecha y recelo. Julián Sorel (Rojo y negro, 1830) tenía que soportar la irritación de su brutal progenitor a cuenta de su «inútil» pasión lectora (chien de lisard, le llamó, un insulto que Consuelo Berges trasladó suavemente como «tragalibros de cuerno»). Y los más reaccionarios de la Academia tardaron todavía algún tiempo en aceptar sin reservas que el género podía ser algo más que motivo de entretenimiento culposo para señoras y atorrantes.
El recelo hacia la novela tuvo ya en el siglo pasado justificaciones más fundamentadas. Walter Benjamin creía que el ascenso de la novela estaba ligado a la decadencia del arte de narrar, producto a su vez de la incomunicabilidad de las experiencias contemporáneas. El silencio sustituyó a la comunicación. Así se lo preguntaba el autor de El narrador (1936), «¿no se observó al acabar la guerra que la gente volvía enmudecida del frente? No más rica en experiencia comunicable, sino mucho más pobre». Tras la atroz carnicería de 1914-1918, y el simultáneo desencantamiento del mundo (Weber), ya no se podía contar la guerra como aventura de la vida, como experiencia que sirviera a otros. El antiguo narrador oral, siempre en contacto con su público, dejó de existir a cuenta de lo inefable de las tragedias contemporáneas y de los cambios en las relaciones entre las personas (alienados y autoenajenados, según Adorno). Hasta entonces la experiencia, la propia de quien la contaba o las de quienes se lo contaron a él, pasaba de boca en boca porque el narrador estaba en contacto con sus oyentes: hablaba para ellos; en cierto modo, los conocía. Ahora -en un mundo en el que «lo único que no había cambiado eran las nubes y bajo ellas, en un campo de fuerzas de torrentes destructivos y explosiones, el diminuto y frágil cuerpo humano»-, el antiguo procedimiento, viejo como la humanidad (el cazador que regresaba a la cueva y transmitía lo vivido) ya no servía. La experiencia pasaba a depender del libro.
Aunque ahora comprendemos que su resentimiento hacia la novela es claramente premoderno, Benjamin no se equivocó en algo fundamental que, sin embargo, estaba ya presente en la novela desde el siglo XVIII (e incluso desde la extensión de la imprenta): a diferencia del narrador oral el novelista trabaja aislado, como aislado está también su receptor (el lector), que recibe la dosis de ficción que necesita en la soledad de su propio espacio individual a través de un artefacto cuya voz es la escritura misma. Negro sobre blanco.
Adorno, contemporáneo de Benjamin supo comprender, sin embargo, la cualidad intransferible de la novela, cambiando un poco de perspectiva y asumiendo que en un mundo en el que «la cosificación de las relaciones entre los individuos (…), la universal enajenación y autoenajenación, exige que se la llame por su nombre, y para ello está calificada la novela como pocas formas artísticas».
Llegamos de así de nuevo a la novela como exploración y búsqueda, como bálsamo y como expiación, como entretenimiento y autodescubrimiento, como utopía y exploración. En un mundo en el que hasta el estruendo ambiental (publicidad, redes sociales, medios de comunicación, discursos políticos, narraciones cuyo fin se agota en su mero contar) colma hasta el hartazgo la dosis de narraciones que necesitamos para seguir viviendo, la novela es, si no la única, sí una de las más eficaces instancias de conocimiento. Por eso son necesarias.