En ese mapa se disponen los mecanismos generativos de la memoria moderna que la museología crítica y otras instancias defienden. Frente a las convenciones de las redes profesionales de comunicación entre museos, cuyo auge, verdadero signo de época, reseñábamos, encontramos esta otra labor cartográfica que ocupa y une a establecimientos museológicos que pugnan por primar la emancipación del entendimiento cultural en redes alternativas, pero no de menor entidad. La prueba impugnativa de los patrones de interpretación dominantes para la modernidad en el espacio cultural iberoamericano se convirtió en componente programático de la actividad del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, al menos desde la exposición de 2010 «Principio Potosí», que compartió con la Haus der Kulturen der Welt de Berlín y con el Museo Nacional de Arte y el Museo de Etnografía y Folclore de La Paz. El posicionamiento del Museo Reina Sofía en la institucionalidad crítica comprometía sus actuaciones con un ensayo de redefinición del mapa geopolítico que los museos y la academia trazan con autoridad. También en España otras instituciones, como el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y su homólogo de León, han compartido esa misma búsqueda de patrones nuevos en la política cultural. Identificamos éstos con lo que respaldan las corrientes museológicas que hacen de la construcción de significados de los bienes patrimoniales una tarea social antes que un mandato dirigido a la autoridad intelectual del propio museo. Trabajan en esa misma exploración de nuevas identidades otros muchos museos y centros de arte moderno y contemporáneo en la actualidad. En el subcontinente americano cabe mencionar como ejemplos el Museo de Arte de Lima (MALI), la Pinacoteca do Estado de São Paulo, el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en Buenos Aires, el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey y los museos de Arte Moderno de Medellín y de Bogotá. Instituciones de tan distinta dimensión como el Instituto Inhotim y el Micromuseo de Lima coinciden en el interés de habilitar un espacio de revisión de la memoria cultural con una cartografía propia. El valor concedido en colecciones y exposiciones a la documentación de archivo asociada al activismo artístico y la cultura social, esto es, a testimonios de obra no permanente, coloca el patrimonio inmaterial entre los primados en las políticas de conservación de las museologías críticas. Se trata de un patrimonio de bienes no únicos, para el que la atribución de propiedad es un factor menor, y que se presta a ser compartido en archivos universalmente accesibles. La concepción de un ideal procomún de la memoria artística compartida ha favorecido ensayos de convergencia museológica como los señalados.
La aparición de los museos virtuales, que en sus diversas versiones han abierto, asimismo, un importante espacio en la comunicación cultural iberoamericana, refuerza presumiblemente las condiciones de posibilidad de una curaduría confluyente del patrimonio compartido de manera ideal. Las innovaciones tecnológicas han contribuido, sin duda alguna, a estos cambios de paradigma.
EL EMPEÑO CARTOGRÁFICO
Aunque nada de todo ello sería tan reseñable si los hitos de la soberanía intelectual y el amor al trabajo colaborativo no hubieran tenido como consignas para la creación contemporánea su principal lugar de cultivo en el asociacionismo independiente de los propios creadores. Coincide, precisamente, con lo que se proponía documentar la mencionada plataforma Red Conceptualismos del Sur. Un ejemplo sería el archivo de Clemente Padín en Uruguay; pese a las pérdidas que sufrió, sigue conformando una colección muy reveladora para la poesía visual y el arte-correo de en torno a 1970 en América Latina y resulta de una prolongada actividad de lo que hoy describiríamos como trabajo colaborativo entre creadores. El archivo de Clemente Padín no existe como institución, sino como acervo, ahora perteneciente a la Universidad de la República; sí persiste, en cambio, idealmente como unidad de un mapa formado a modo de red de redes cuya escritura es emulada por el discurso historiográfico. Lo menciono como uno de los archivos estudiados, que vendrían a integrar una deseada trama en devenir, cuyas colecciones documentales se comparten. La exposición que tuvo lugar en la biblioteca del Museo Reina Sofía en 2012, «La escritura desbordada: poesía experimental española y latinoamericana, 1962-1982», resultaba de un ya muy reconocible ensayo de confluencia. Existen también en muchos lugares del continente espacios colectivos de creación y archivo en plena vida, cuya actividad renueva los aludidos primados culturales. Si abundásemos en la imagen del tejido, querida a los investigadores, cada uno de esos espacios se entendería como unidad celular. Los ejemplos podrían extenderse hasta lo que cabría denominar «paramuseos», lugares de creación, de edición, de encuentro y archivo, que son muchos e imprescindibles en la creación contemporánea. Así, y por sólo mencionar un caso, del arte-correo, la poesía visual y la nueva edición sigue ocupándose en la actualidad en Buenos Aires el espacio-estudio que fundó hace ya veinte años Fernando García Delgado, la Barraca Vorticista, donde se realizan talleres, exposiciones, además de labores de archivo y un complejo programa en el que se integra un colectivo muy amplio de creadores e interesados.
El trazado de cartografías aparece, así pues, de forma profusa e insistente como tarea actual de una cultura museológica —y paramuseológica, como vemos— condicionada por la globalización y en constante crecimiento, necesitada de arraigo e impelida a la deslocalización. Virtualmente, dibuja mapas el Museum of Online Museums, lo mismo que lo hacen la Red Centroamericana de Museos, el programa Ibermuseos y tantos otros circuitos y plataformas, hasta alcanzar de forma característica la hechura táctica de los proyectos en que mejor se reconoce a sí misma la investigación. Desde el desbordamiento de los propios límites y el diseño de una museología de aspecto nodal, se entiende hoy el museo como recinto de la cultura viva. Entre el museo de la Antigüedad y los del siglo xxi apenas ha sobrevivido parecido alguno. Diderot imaginaba lo que fue el museo de la antigua Alejandría como «un particular salón donde los sabios se juntaban a comer». Nada más distinto de aquellas funciones las que asume el museo actual como agente vertebrador de requerimientos culturales en sociedades entrelazadas. A los nuevos banquetes están invitados bastantes más comensales; a cada convocatoria llegan desde lejos y de diversas procedencias. El entorno social que hoy en día conforma la vida museística y establece demandas sobre ésta es cada vez más amplio, al tiempo que sus redes se diferencian más entre sí. Los públicos crecen con su deslocalización, como los propios museos: asistimos desde finales del pasado siglo al fenómeno de la ampliación descentralizada de grandes museos, como la Tate Gallery, el Louvre o el Guggenheim. Estas y otras entidades han abierto o tienen proyectado abrir nuevas sedes, a modo de sucursales, incluso en lugares muy alejados del establecimiento expandido. Ya existen una Tate Liverpool, un Guggenheim Bilbao, un Hermitage en Kazán, una delegación del Museo Ruso de San Petersburgo en Málaga, etcétera, no tardarán en inaugurarse satélites del Louvre y del Guggenheim en Abu Dabi y, muy probablemente, se ultimen acuerdos para que el Centre Georges Pompidou disponga también de sede en Bélgica, Corea y Colombia. Otras líneas de articulación se añaden, así pues, a las ya enumeradas en el elenco de vectores que configuran la cambiante carta museológica, esta vez lanzadas desde museos hegemónicos. La museología de América Latina no ha vivido aún a gran escala este fenómeno de la irrefrenable extensión de espacios, sí, en cambio, ha sido testigo de la enorme proliferación de instituciones museísticas y posee experiencia sobre la necesidad de cartografías regionales distintivas para éstos.
En la economía política de los museos no podía faltar la táctica que contrarresta la expansión en red desde un centro con la tejeduría de una red desde centros múltiples, el fenómeno que observábamos. El Museo Reina Sofía, sensible a esa necesidad, tomó por consigna la conformación de acuerdos programáticos. Uno muy singular es la confederación de establecimientos museísticos que en 2013 refrendó en España por cinco años con el Museu d’Art Contemporani de Barcelona, en Eslovenia con la Moderna Galerija de Liubliana, en Turquía con el SALT, en los Países Bajos con el Van Abbemuseum de Eindhoven y en Bélgica con el Museum van Hedendaagse de Amberes. Esta asociación coyuntural de centros de arte moderno y contemporáneo lleva el nombre L’Internationale, tan político. Fundamentalmente, las políticas mancomunadas se expresan en la programación de exposiciones y en los estudios en cooperación. L’Internationale da título, asimismo, a una plataforma online de investigación, recursos y debate. Una alianza de esa naturaleza no se ha producido aún entre museos del entorno cultural iberoamericano, aunque, como bien sabemos, no han faltado las propuestas ni las experiencias afines a la convergencia de actuaciones. Para la consolidación de un debate transnacional sobre la moderna cultura artística de América Latina, como sobre tantos otros temas de interés en el contexto cultural compartido, es deseable la continuidad en las ocasiones de intercambio y la abundancia de las mismas, lo mismo que la disponibilidad de herramientas y recursos estables. Los museos tienen encomendada la conservación de bienes patrimoniales, a la vez que su interpretación y difusión; si bien, por ser lugares aptos para la integración social, sus tareas se amplían sin cesar. Han adquirido una responsabilidad creciente en la vertebración del conocimiento y el cuidado de la memoria cultural. Si ya de por sí sus actuaciones tienen una capacidad de incidencia muy sobresaliente, más aún cuando se dan condiciones para la cooperación. El soporte a las redes transnacionales de conservadores y profesionales de museos en el espacio cultural iberoamericano y la creación y consolidación de cuantos mecanismos de colaboración permitan un mayor desarrollo de discursos museológicos regionales reconocibles son deseos comúnmente expresados que quieren ser satisfechos. Esos y otros retos pasan por el cometido de crear conocimiento y condiciones para su transmisión, con instrumentos coordinados, como las muestras y las publicaciones, que resultan del trabajo en equipo. ¿De cartografías de contenidos cabría hablar? Quizá el mayor esfuerzo que se ha realizado hasta la fecha en este orden de cosas fue el conjunto de cinco exposiciones que se presentaron casi de manera simultánea en el Museo Reina Sofía a comienzos del presente siglo, con Juan Manuel Bonet como director: «Versiones del sur: cinco propuestas en torno al arte en América Latina». El conjunto de muestras hacía memoria de la entera historia del arte latinoamericano del siglo xx y funcionó, asimismo, como lugar de encuentro de la actualidad creativa y crítica. Por el número y la importancia de las obras expuestas, fue ése un evento probablemente irrepetible. Pero también fue única la ocasión de encontrar coordinadas las curadurías de Héctor Olea, Octavio Zaya, el brasileño Ivo Mesquita, la puertorriqueña y actual directora del International Center for the Arts of the Americas en Houston Mari Carmen Ramírez, la venezolana Mónica Amor, Adriano Pedrosa, actual director del Museu de Arte de São Paulo, el cubano Gerardo Mosquera y el argentino Carlos Basualdo. Aquella cita sentó un precedente en el inicio de nuestro siglo que colocó, cómo dudarlo, ante nuevos retos a la historiografía del arte nuevo de todo un continente. Una cosmografía liberadora o una geografía crítica se han instituido como tarea museológica en lo que al enunciado de sus relaciones culturales concierne.
Existen, desde luego, museos especialmente dedicados al arte moderno y contemporáneo de América Latina en su conjunto, como el de Long Beach en California o el que custodia en Buenos Aires la colección Costantini, entre otros. Pero el desafío crítico que ocupa de manera necesaria a esos y otros establecimientos se dirige a su vez a lo que podría describirse como museología transversal comunitaria, localizable en un mapa cambiante que ella misma define y redefine según un esfuerzo colaborativo, hoy demandado, de conservación y fecundo debate, que rebasa los propios límites del museo. Comenzábamos, precisamente, refiriéndonos a espacios para el debate de la cultura actual, como la Bienal de Venecia y la Documenta, que no son museos, aunque con ellos trabajen.
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