POR  SERGIO NAVARRO

¿Podríamos pensar en un poema cuyos confines se estiraran hasta alcanzar los límites de una vida? Sería un poema que, desenrollándose desde algún momento germinal, fuese conquistando el pasado y el futuro. Este poema pondría en pie distintos momentos de una conciencia y, al enhebrarlos con el hilo de su música, conectaría un instante con otro, lo que generaría corrientes de sentido que fluirían entre tiempo y tiempo. Al igual que en la famosa fábula de Borges el mapa ya no representa el territorio, sino que se convierte en el territorio, este poema no contaría una vida, sino que se haría (con) una vida propia e independiente de la existencia que en principio poetizaba.

Esta conjetura me acerca a El ciclo de la evaporación (Pre-Textos, 2016) de Álvaro García (Málaga, 1965), libro de un solo poema dividido en cuatro secciones que se engarzan orgánicamente. El poema se compone de un caudal de instantes que desembocan en instantes o, como dicen los versos, «imágenes que se unen al decirlas / como las líneas de la carretera / se vuelven línea entera en la velocidad». La poesía parece, entonces, una cuestión de movimiento, es decir, de ritmo: al llevar al lenguaje ideas, sentimientos y experiencias, la materialidad rítmica del idioma imprime en ellos una «velocidad» que permite hacer continuo lo que antes era inconexo. Como el cine confería vida a sus personajes mediante la sucesión rítmica de fotogramas, el flujo de los versos da vida a El ciclo de la evaporación. Esta lección proviene en gran medida del modernismo anglosajón y su estética del montaje, como el mismo Álvaro García señala en una entrevista con Rafael Cortés (2011): «La posmodernidad ha primado mucho los poemas fragmentarios. A mí, tal vez por mi formación o porque he leído mucha poesía inglesa, me gusta más enmarcarme en una duración. En lugar de contar la vida, reproducir los mecanismos de la vida, y uno de ellos es la duración, el tiempo. Hacerme una ilusión de continuidad, de tiempo contenido». Los conductos que la palabra abre entre realidad y realidad son como venas que transportan sangre a las distintas partes de un cuerpo: «El tiempo: una insistencia / que late: una constancia como el pulso, / igual que si un latido / pudiese reavivar otro latido». El ciclo de la evaporación está lleno de momentos de mágica belleza en los que «un latido» reaviva «otro latido». Este poema es un mundo donde un instante de amor en una habitación de hotel irradia dicha y resurrección a la infancia de los amantes. La mujer amada deja que la onda expansiva de esta felicidad estremezca su pasado y lo transforme: «Inventas para mí un modo de estar / en la cabaña de tu prado íntimo / donde soñabas que te amaban hombres». La dicha erótica irriga igualmente la infancia de la voz protagonista: se remonta hasta cierto recuerdo de «la alberca vacía […] con un pájaro muerto en una esquina» y alcanza al ave, que vuela de nuevo vivificada por la alegría de la entrega amorosa que sucede en el poema. El ciclo de la evaporación erige un nudo de calles-versos por los que el tiempo vagabundea, se pierde y vuelve a aparecer en los rincones más sorprendentes.

La poesía se pone de parte de la vida, aunque esto no quiere decir que esté contra el tiempo. En este sentido, la primera parte de El ciclo de la evaporación registra como un diapasón el predominante paso del tiempo y la mudanza de las cosas que, no importa cuánto se esfuercen por perseverar, terminan por «caer en el tiempo». De hecho, Álvaro García concluye esta primera sección con una imagen destinada a seguir botando en la pupila del lector: «El mediodía es una piedra lisa / que bota sobre el mar y el mar se traga. Una piedra cansada poco a poco, / que bota cada vez con menos ímpetu y termina rindiéndose a ser piedra».

La poesía de Álvaro García emprende el rescate de aquello que se hundió en el mar del pasado, al igual que, en otro momento de esta primera sección, rastreadores con sus detectores de metal pasean por las playas buscando «migas de ayer», «el casual brillo de la víspera» que nos enriquezca. Por eso, ya desde la segunda sección, la poesía se describe como una «limpia minería» que «salva realidad», pues entresaca de entre los estratos del tiempo metales preciosos que devuelve al aire, a la circulación, a la existencia en el artefacto poético.

Se entiende por qué Álvaro García (1997, p. 47) insiste en pedir a la poesía exactitud, pero también «vigor de cosa en sí, transferible, puesta de pie por una luz verbal precisa, creadora». Todas estas cualidades las necesita un arte que tiene la intención de ofrecer la intensidad de la vida. Ante los cinco sentidos, la exactitud y el vigor dan presencia al paisaje y a los cuerpos, a las acciones y a las pasiones que entraman El ciclo de la evaporación. Esta forma de componer permite a Álvaro García levantar ante la sensibilidad del lector vívidas escenas con tan solo algunos trazos: «Hora del aire, a mediodía, tú, / a impulso de tu pie sobre el asfalto / en el monopatín vas hacia el tiempo, / tomas curvas delgadas con los hombros, / al lado de la prisa bloqueada de los coches. / Buscas mar, algo amniótico». Esta maestría para convertir la lengua en cuerpo en movimiento sirve a Álvaro García para que pueble de imágenes vibrantes, que respiran por sí mismas, las páginas de sus dos novelas hasta la fecha, El tenista argentino (Pre-Textos, 2018) y Discurso de boda (Canto y Cuento, 2020).

Volviendo al poema, la cinética que se desarrolla en el fragmento de la patinadora despliega palabras que no renuncian a la carnalidad ni a la minuciosidad, que no regatean los detalles y el dinamismo de la existencia por un puñado de migajas metafísicas. En este sentido, podría encontrarse alguna afinidad con el Claudio Rodríguez de Conjuros, quien, tan urgido por el rapto visionario, sabe, no obstante, de la importancia que tiene pararse y nombrar minucias como los tipos de vino que nos embriagan o las prendas de vestir que nos disfrazan en las fiestas populares. De la misma manera, poner en pie la vida pasa por situar juntos a la patinadora y una codicia amniótica de existencia que atiende a una totalidad minuciosa: los gestos mínimos o la hora del día en que la ciudad se atasca en el tráfico espeso. El oído del poema percibe los latidos detrás de acciones ensordecidas por la costumbre. La poesía, con la exactitud y el vigor que le son propios, trasvasa este pulso esencial de lo que existe a un idioma que lo comunica, lo comparte y lo multiplica.

Quizá esta escena de la patinadora nos desnude otra hebra de la poética de Álvaro García, pues mucho tiene que ver su escritura con esa danza sobre patines, fluida y casi juguetona, que persigue el pulso de las cosas y escapa a la vez de la pesada rigidez de nuestros mediodías. Al fin y al cabo, la fluidez es una forma segura de llegar al mar amniótico que buscamos, como se desprende del título mismo de El ciclo de la evaporación. Este título, me parece, pone el énfasis sobre la necesaria fluidez que, de una forma u otra, siempre ha reivindicado el poeta desde La noche junto al álbum (Hiperión, 1989), en el que un poema como «Paisajes» ya anuncia el programa poético de «escapar de uno mismo» o «escapar de nosotros». Y es que, a pesar de la exactitud y el vigor con los que Álvaro García da cuerpo a experiencias pasadas, sus versos no se limitan a repartir reflexiones líricas sobre recuerdos de infancia y aventuras amorosas. Aquí sirve lo que decía al principio: el mapa que traza Álvaro García no informa de una vida, sino que se extiende hasta confeccionar su propio territorio, su propia vida, autónoma respecto a aquella que la nutría de experiencias.

El fondo teórico de esto se deja entrever desde el primer capítulo de Poesía sin estatua (Pre-Textos, 2005), libro que es una poética expandida. Álvaro García comenta en él la serie de autorretratos de Rembrandt, las transfiguraciones de un pintor cada vez más envejecido. La sucesión de estos cuadros, escribe Álvaro, «vale para una idea de creación» (García, 2005, p. 31). El valor de la serie de autorretratos no consiste en la representación de un momento vital, en el que «somos estatua emocional de nosotros mismos» (García, 2005, p. 32), sino en el fluir de rostro a rostro, lo que genera la sensación de tiempo y consigue así plasmar el proceso mismo de la vida. Lo mismo ocurre con la poesía: el poema parte del instante vivido, que puede ser la escena de la patinadora entre los coches, el recuerdo de un pájaro muerto en el lugar donde jugamos cuando niños, la subasta de lo que existe en la plaza del mercado o el día en que uno empaca sus cosas, abandona una casa compartida y decide mudarse un tiempo a la soledad. Pero la poesía no se detiene ahí, ya sea para hacer públicas las intimidades o buscarles algún trasfondo metafísico. Lo que interesa a Álvaro García es la cinética, el movimiento que va de un instante a otro, porque esa es una forma eficaz de figurar la conciencia y también el tiempo: «Los instantes ya no son instantes, sino piezas de la revelación de un sentido. No se trata de las vivencias de un individuo sino del tiempo que corre en ellas como una brisa de significación» (García, 2005, p. 33).

En El ciclo de la evaporación, como sucede en todos los poemas en que palpamos el tiempo mismo, las vivencias emergen para luego sumergirse, pues lo que importa es la corriente. En vez de erigir la estatua de sí, la poesía de Álvaro García demuele sus autorretratos ‒de niño electrocutado por querer demasiada luz, de amante que se bebe el cosmos en una habitación de hotel o de adulto que tiende al sol de la terraza sus días de desempleo durante la crisis económica del 2008‒, y así deja ver qué nos constituye verdaderamente, qué pulso late por detrás de nosotros mismos. Álvaro García parece decirnos que somos eso mismo: un ciclo de la evaporación, el movimiento constante de un estado a otro. No somos de la naturaleza de las estatuas, definitivas contra los embates del tiempo, sino más parecidos a la música. Cuando nos preguntan por una melodía, no tiene sentido detener la música para señalar una nota puntual y aislada y decir: «He aquí la melodía, la Sonata n.o 14 de Beethoven». Por el contrario, la sonata es su transcurso en el tiempo, de la misma forma en que, en afinidad con los filósofos que han reflexionado sobre la identidad más recientemente –como es el caso de Paul Ricoeur–, podríamos decir que nosotros somos nuestras acciones, nuestra historia, nuestro movimiento.

Fiel a esta premisa, a esta poesía fluida como un patinaje por la existencia, Álvaro García se reescribe para ensanchar su poesía. Ha pasado recientemente con las letras que ha musicalizado Conde en su nuevo álbum, Ser sin sitio (2020). El cantante ha utilizado para este proyecto los sonetos que publicó Álvaro García en una sección del poemario homónimo (Vandalia, 2014). En primer lugar, al escuchar el trabajo de Conde, uno se da cuenta de la agilidad que tienen los textos del poeta, capaces de poner a bailar una estrofa de siglos de antigüedad.

El álbum de Conde nos descubre algo que, en realidad, ya sabíamos: la poesía de Álvaro García tiene entre sus virtudes la de la musicalidad, que muchas veces resulta más determinante que el propio significado de los versos. Pienso, por ejemplo, en los pareados y rimas internas que uno a veces se encuentra en El ciclo de la evaporación y que, lejos de ser descuidos formales, dotan al poema de un mayor cromatismo musical y son como recodos donde el río de palabras cabrillea. Parece que en ellos el lenguaje abandona su rostro serio de pesquisidor metafísico y juguetea en pasajes como «en la televisión / se enciende la invasión» o «vuelven por la avenida de la noche / carretas con cortinas, con macetas». Suena la música de las palabras, se hace audible el tiempo y se abaja el sentido abstracto. Por decirlo en términos del propio Álvaro García (2014, p. 50), a veces, en El ciclo de la evaporación, «no importa tanto aquí un significar, / las palabras anidan por su aroma. Aroma de fijar la tinta oscura, / cuyo misterio diga con claridad el mundo». El «significar» en ocasiones implica una abstracción, como supo ver Nietzsche en «Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral». La definición de cualquier palabra, por ejemplo, extrae del tiempo una esencia que identifica, para diversos momentos, una misma cosa: pone el tiempo entre paréntesis. El proyecto poético de Álvaro García camina en dirección contraria: quiere expandir la poesía hasta que ella misma sea tiempo y vida. Por lo tanto, la importancia de la música, a veces pareja o incluso por encima del significado, es coherente con un programa poético que quiere figurar al tiempo y que en ningún caso desea apartarse de las duraciones y los tránsitos donde la vida sucede. Así, podríamos decir que en estas ocasiones las palabras adelgazan de significados, al igual que el yo y su biografía, para expresar mejor, o solo, la música y la acción que nos constituye: «En el centro psiquiátrico hay un piano y el joven teclea en él su identidad, / que en este instante es solamente música, / más días y su patria es solo música, su nombre y su memoria solo música […], / música su cerebro que está en blanco / para que habite en él tan solo música» (García, 2014, p. 25).

El valor que tiene la obra de Álvaro García, y El ciclo de la evaporación en especial, para la poesía que es y la que venga reside en esta capacidad de hacernos sentir el tiempo. Este tiempo que se siente en sus versos no es el maelstrom posmoderno que nos hunde en el caos y el vacío, sino un tiempo reconstruido desde sus ruinas con nuestras propias manos y palabras, donde podemos imprimir nuestra huella, nuestro aliento y nuestra dirección. A la vez, es un tiempo que siempre nos lanza a la relación con esos otros, personajes que aparecen y desaparecen en el ciclo de nuestra existencia personal, que construyen con la misma fuerza que el yo la vida en conjunto, es decir, la historia.

 

BIBLIOGRAFÍA

Cortés, Rafael. «El amor se parece mucho a la poesía porque aspira a la totalidad», Sur, 9 de noviembre de 2011.

García, Álvaro. «Poética», 10 menos 30. La ruptura interior en la «poesía de la experiencia» (editado por Luis Antonio de Villena), Pre-Textos, Valencia, 1997.

  • Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética. Pre-Textos, Valencia. 2005.
  • Ser sin sitio, Vandalia, Sevilla, 2014.
  • El ciclo de la evaporación, Pre-Textos, Valencia, 2016.

Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, Tecnos, Madrid, 2012.

Ricoeur, Paul. Tiempo y narración III. El tiempo narrado, Siglo XXI, Madrid, 2006.

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