MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

Desde mucho antes de que sacerdotes y filósofos nos confrontaran con su más profunda realidad, sabemos que la única certeza en esta vida es precisamente que nos aguarda la muerte. Una certeza paradójica, sin duda, porque su materia es la incertidumbre: nos inquiete o no, sabemos que la escurridiza muerte espera al final del trayecto, y que no podemos sustraernos a la cita ineludible (como torpemente intentó el siervo del cuento oriental, quien por escapar de ella en Bagdad, se la encontró de bruces en Samarra), pero también sabemos que nunca podremos comprenderla. Sobre todo por el consabido truismo: cuando vivimos, ella no está, y cuando está, nosotros ya no vivimos. La muerte es, por tanto, lo incognoscible por excelencia: ni siquiera los dioses son tan impenetrables como el insondable agujero que la muerte deja en la vida de las personas (recuerden la página en negro del Tristram Shandy, de Sterne, por citar una genial y desacralizadora muestra de humor negro).

Extrañamente, la literatura, que desde sus orígenes (desde El poema de Gilgamesh en adelante) se viene ocupando de la vida, tiene a la muerte (la no-vida) en todas sus formas, avatares, modos y circunstancias, como uno de sus principales motivos, incluso más que el amor, con el que, a menudo, forma pareja literaria. El interés de la literatura en la muerte tiene mucho que ver con la necesidad de exorcizarla. Por eso, y exprimiendo el argumento, alguien podría entender la historia de la literatura como un completo vademecum de Tanatología, un recuento inagotable de las cosas de la muerte y de lo que la concierne.

Empezando por sus epifenómenos, que incluyen sus manifestaciones más físicamente desagradables. El barroco y el romanticismo constituyen, al menos en Occidente, sendos momentos privilegiados de la escatología mortuoria: después de Jorge Manrique (siglo XV), que hace hablar a la Muerte en sus elegíacas Coplas a la de su padre, fueron precisamente los barrocos (Quevedo, Gracián) los que más enfatizaron sus potencialidades corruptoras (que nadie ha reflejado plásticamente como Valdés Leal), ligándolas a motivos como la brevedad de la vida (el quevedesco «soy un fue y un seré y un es cansado»); la pérdida de la juventud y de la belleza («la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila y el que ayer fue hombre hoy es polvo y mañana nada», en El Criticón); o el tránsito para llegar a la verdadera vida transmundana (el muero porque no muero, del villancico de Teresa de Jesús). Y ya, más cerca de nosotros, mientras Nietzche certificaba que Dios había muerto (ni Él habría podido escapar a la cita), Baudelaire ha reflejado las repugnancias de la muerte en su extraordinario poema Una carroña: «las moscas zumbaban sobre este vientre pútrido / del que salían negros batallones de moscas» (¡Puajj!). Esos rasgos más repulsivos de la muerte incluyen, entre otros miles, el vómito negro que expulsa la señora Bovary en su agonía, y cuyo hedor Horace Benbow, el héroe faulkneriano de Santuario, compara con el de Popeye, el violador de Temple Drake.

En una tanatología literaria debe caber todo. Empezando por los sujetos mortuorios individuales -viejos, hombres y mujeres, niños (la carta de la Maga a su hijito Rocamadour, en el capítulo XXXII de Rayuela)-, o colectivos (masacres, guerras, muertes voluntarias masivas). También cuentan los tipos de muerte, desde las «naturales» -incluyendo las enfermedades-, como, por ejemplo, las de don Quijote (al que «se le arraigó la calentura»), Tirant lo Blanc (afectado de un «mal del costat»), Iván Ilich (Tolstoi), Artemio Cruz (Fuentes), Mario (marido de la locuaz Menchu Sotillo), hasta los «excepcionales»: suicidios, cualquiera que sea su causa (Werther, Karenina, Melibea, Teresa Aguilera en el inolvidable comienzo de Corazón tan blanco); asesinatos (la nómina sería inacabable); combates guerreros que consagran a héroes legendarios (como Héctor, Patroclo, Aquiles o, si se me apura, hasta el mismísimo Kurtz, el semidiós de El corazón de las tinieblas); asesinatos masivos en los Lager (Semprún), el Gulag (Solzhenitsyn, Shalamov); lucha contra los desastres medioambientales o contra los animales (a Ahab se lo lleva al infierno su némesis-ballena; al llorado Ignacio Sánchez Mejías lo mata un toro mientras todos los relojes del universo se detienen a las cinco de la tarde).

Varían también las actitudes ante la muerte: desde el dolor o la indignación, el deseo de venganza o la resignación, hasta la ironía o el humor (el negro, que es el propio de la muerte), como en el ya citado fundido de Sterne, o en jovial veintisietero Alberti, que se retrata, ya cadáver, en «mi ataúd bostezando», pasando por la más absoluta indiferencia: «Hoy mamá ha muerto. O tal vez ayer. No sé.», como dice El extranjero.

Sabemos poco de la muerte porque los muertos no son locuaces, y cuando regresan del trasmundo en forma de fantasma (como los que pueblan los cuentos de Henry James), como espectros (el Tenorio, El estudiante de Salamanca), como «resucitados» por mano humana (el «monstruo» de Frankenstein), o por mordisco de vampiro, lo que cuentan no resulta fiable (igual que los espíritus que invocan los médiums).

Acerca del entierro (recuerdo la peregrinación de los Bundren para dar tierra a la matriarca en Mientras agonizo), del luto y del culto a los muertos también habría que ocuparse. Y asimismo se sabe poco de los lugares en los que «viven» los que ya no lo hacen propiamente. Más allá de Dante, lo mejor que se ha escrito en nuestro idioma común se encuentra en otra de las obras maestras de la literatura hispánica: la Comala de Pedro Páramo (1955) -prohibida, por cierto, en España, hasta 1969-, a caballo entre el Hades y el Paraíso perdido, es un buen infierno a tener en cuenta; lo ha parafraseado recientemente el también mexicano Alberto Chimal en el cuento «Los parcos» (en Las estancias secretas, Atalanta). Pero hay más infiernos y -no lo duden-, algunos están en éste.

Y por último, pero no menos importante, cualquier tanatología literaria que se precie debería ocuparse también de los muertos que no parecen que lo estén, como los pacientes del sanatorio Berghof, en La montaña mágica, que se pasan buena parte del día esperando (¿qué?) en posición horizontal. La literatura contemporánea, y especialmente, las ficciones (de Chejov en adelante), rebosa de muertos en vida.

Y ahí vamos.

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