POR MARÍA NEGRONI

En el cuento «El gran nadador» de Kafka, el campeón de natación se dirige con estas palabras al público que lo ovaciona en un estadio repleto: ¡Estimados invitados! Admito haber batido un récord mundial, pero si me preguntaran cómo lo conseguí, no podría ofrecerles una respuesta satisfactoria. De hecho, para serles sincero, no sé nadar.

Deleuze transportó la paradoja al terreno literario: «El que narra, explicó, no es el que escribe y el que escribe no es el que es».

En cuanto a mí, sé que no me propuse narrar un pasado (ni siquiera las ruinas de un pasado) sino más bien una fantasmática. Un conjunto de agujeros psíquicos, donde cupieran la noche sensorial del útero y la biblioteca. La madre como sirena. El deseo impronunciable de la hija.

El mal negocio de la creación. El microcosmos de un pequeño príncipe, perdido en el castillo omnipotente de su orfandad. El negativo fotográfico de la prehistoria inventada de una autora. Hay también un holograma del ensayo «Una fábula inconclusa», que abre Una especie de fe.

Por eso elegí el fragmento.

No para obstaculizar la comunicación sino para que ésta fuera absoluta.

(El fragmento no es otra cosa que el reflejo visible de una pasión, una agitación interior. Por eso, rompe el discurso, revela la esencia de la escritura poética, que no consiste en decir sino en manifestar).

Todo mi pequeño universo distribuido en migajas.

Cada frase, cada respiración, una escisión.

Lo importante es que apareciera algo díscolo y disolvente, que el discurso avanzara por pequeñas crisis amorosas, literarias, existenciales.

Es en los saltos para completar una imagen, donde se aprende.

El fragmento es una idea musical.

Al desarrollo le opone el tono, la dicción, el timbre, algo así como una sonoridad pensativa, un canto de ideas-frases donde se forma la lengua misma y se la carga como un arma. Un dibujo lapidario, un bordado de ideas para la construcción de un silencio.

Se me ocurrió también que el libro podría ser leído (otra vez) como una enciclopedia, un pequeño mundo ilustrado, a la vez biográfico y literario, que registrara toda la realidad aún la más sensual, la más inútil y se opusiera a unificar todo bajo una interpretación. La enciclopedia como antiestructura de la obra.

Lo extra verbal, en suma, carece de interés.

No es la historia de un yo que presuntamente preexistiría a la escritura lo que importa (Rimbaud y Pessoa lo probaron para siempre: no hay yo fuera de la escritura, ese yo siempre es otro y está exento de cualquier fundamento de verdad), sino la construcción de una suerte de infralenguaje impune, capaz de hundirse en el recuerdo cerrado de una persona, en su secreto, para mostrar que hay siempre un inasible.

El arte es el espacio de las preguntas menos su respuesta.

¿Me construí una ficción del origen? ¿Una novela familiar?

No lo sé. La lengua materna y la biblioteca son máquinas de inventar ficciones.

Piglia escribió: El héroe siempre persigue una ballena blanca, algo que le dé sentido a su vida. El héroe es un anormal que trata de probar que lo anormal es el mundo, no él.

Así es.

Este libro está hecho de lo que no conozco.

En él, me protejo y me ofrezco a la vez, sin ningún sostén salvo unos paños de lenguaje. Podría decirse que el libro vale por lo que falta en él, que la escritura está puesta al servicio de una filosofía de la escritura.

Más que una historia, conté un naufragio.

Me lancé al yo que es el pronombre de lo imaginario para que los sentimientos aparecieran en estado puro, para oír mejor los calambres de una voz, para jugar –como quería Barthes—con el cuerpo de mi madre.

Nunca me interesó traducir ninguna realidad.

Nombrar, decía Henry James, es apaciguar pero también destruir.

Quería el estallido, la diáspora de la identidad, el sentimiento radical de pérdida, exponer la insuficiencia del lenguaje. (Valéry: La literatura intenta, con las palabras, exponer el estado de insuficiencia de las palabras.)

Por eso, el anecdotario es mínimo y está tallado con una dicción cortante donde, paradójicamente abundan los homenajes, los idiolectos, el goce ascético, para nada efusivo, de la escritura.

Como en la infancia que siempre ve al mundo como si fuera un manual ilustrado, reemplazando la percepción por la admiración, quería ensoñaciones que me liberaran de mi nombre, de mi historia.

Es cierto que hay un lujo de intimidad, que la intimidad aparece como potencialmente infinita, pero la intimidad está dificultada por una prosodia ríspida, que obliga a una lectura incómoda. También hay revelaciones que son lo contrario de una confesión, porque son oblicuas y están sembradas de ecos, distorsiones, interferencias, en una palabra, de antídotos contra el encasillamiento.

Me hubiera gustado escribir un libro en blanco.

Una obra-desierto.

Que fuera a la vez una aventura literaria y una obra de pensamiento.

Que cultivara la heterogeneidad.

Debería existir una escritura de lo no escrito, dijo Marguerite Duras. Una escritura breve, hecha de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato.

Hace años, escribí en el prólogo de mi libro de ensayos Museo Negro: Hay una belleza triste en el museo biográfico. Hay un secreto (infantil) que siempre se esfuma. Quedan las yuxtaposiciones súbitas, los hilos mágicos, ciertos juguetes malsanos y el espacio-santuario de la gran kermesse imaginaria. Así se atraviesa el desierto. Así se avanza en el cementerio hermoso del poema.

El corazón del daño no es el último libro de una serie. En materia de lenguaje, nunca nada termina, nunca hay un sentido último, un texto se superpone a otro que se superpone a otro y así. Hay un movimiento infinito de los discursos, montados unos sobre otros. La escritura es una producción perpetua, ciega, que desciende siempre a su fondo insostenible, a su desierto. El lenguaje es incapaz de cerrar el lenguaje.