POR  JUAN ANTONIO MASOLIVER

1

Aúllo frente al mar

no sé si de dolor

o para que alguien me oiga.

Navegan en el horizonte

los cruceros de las celebraciones.

Escucho el canto de las sirenas.

No el canto, pues nada se oye,

sino las bocas que se mueven

dulcemente.

Me llaman

pero ignoran mi nombre

o mis aullidos me impiden oírlas.

Se acercan a la orilla.

En sus pezones tienen cascabeles.

Sus ojos de coral me miran

como si hablasen

pero sé que son las sirenas de Ulises

y no es por ellas que aúllo,

sino por alguien no menos hermosa

y más real

que existió y no ha dejado de existir.

 

2

Como una araña

perdida en la inmensa tela,

atrapada en la soledad estéril.

Como un dios blasfemado

con los testículos al aire

en el concilio de las mujeres

lascivas. Y finalmente

como yo, abandonado

por mí mismo,

gimiendo auxilio

a quien no puede escucharme

porque ha dejado de existir.

Me maldigo hincado en el suelo

vertiendo lágrimas de sangre,

me abrazo tiritando

expulsado del paraíso.

Y en la tela

una araña muerta,

abandonada para siempre.

 

3

En lo más hondo del pozo del deseo

están dormidos los alacranes ciegos,

las serpientes, los que cayeron

en la tentación de lo lejano.

A mi lado, en el brocal,

a ella, desnuda,

le destilan veneno

las nalgas, las axilas, las tetas,

la lengua de la boca,

lo que más deseamos.

Yo estuve el día de la manzana,

el venturoso día de la caída

a una tierra inhóspita

que era al mismo tiempo

el pozo del deseo

donde corderos y serpientes

lamían el vientre

a la primera mujer.

Y ahora, en lo  más hondo,

oigo gemidos

no sé si de placer o de dolor,

gemidos de parto o de defunción.

¿Hablas mi lengua?,

le pregunto a la mujer del brocal.

Ignoro si es mi madre

o es aquella muchacha

que esperaba ver crecer

para poder desearla.

Asiente y sonríe

y dice palabras que no entiendo:

las palabras del pozo.

 

4

Este cuerpo que duerme desnudo

a mi lado

no me pertenece.

¿Y su corazón? ¿Y su alma?

¿Hay dolor en la nada?

Entra un rayo de sol por la ventana.

La cierro.

Niego la luz

y en la luz está ella dormida,

desnuda,

ajena a mí.

¿Y su corazón? ¿Su alma?

Los pájaros del alba

anuncian un nuevo día.

Si abro los ojos, ¿qué veo?

Ni alma

ni corazón.

Si supiese quién soy

no estaría escribiendo este poema.

Cuerpos desnudos, corazones y almas

que escribo para existir.

 

5

Veo los vencejos

que emigran silenciosamente,

que nos abandonan

como todo lo que pertenece al tiempo.

¿Olvidamos su ausencia?

¿Es posible el olvido?

¿Desaparece todo para siempre?

Hasta que llegan

los días de la luz

que apenas si conocen la noche

pero sí los atardeceres melancólicos,

allá donde regresa la memoria

de todo lo perdido,

y se puebla el cielo

de un vuelo

incesante

que se convierte en eternidad.

Pero no para mí.

Mi cielo está vacío

y mis ojos tan solo ven

las lágrimas que creía olvidadas.

Y no puedo contener esta emoción

impropia, no de un poeta,

pero sí de un poema.

 

6

A Vicente y Bárbara, hacedores de alfabetos

 

Perdido en el laberinto

de todos los alfabetos

del universo, entre

signos zodiacales, jeroglíficos,

mensajes taquigráficos

de Bárbara Jacobs,

devota lectora de Anacreonte,

Píndaro y Safo

en un griego que ignora,

y más allá de las estrellas

busco la única palabra,

la más necesaria,

la que vive

en los bosques del corazón.

He recorrido bibliotecas,

museos, sórdidos lupanares

con hermosísimos nombres,

calles sin horizonte.

Hasta que de pronto

se me ha revelado

una letra que contiene

y resume

todas las letras

de todos los alfabetos.

Allí,

en el taller de Vicente Rojo,

he descubierto el significado

de lo que quería expresar:

amor, amistad,

lo más necesario

y lo único cierto,

lejos de las ciénagas

del dolor.

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