POR  EDUARDO RUIZ SOSA

Siempre lo explico de esta manera: en el momento álgido de la afectación no hay lenguaje. La intensidad de la emoción, su golpe rotundo, nos orillan al silencio. Un balbuceo, como mucho, el grito o la gesticulación, el cuerpo, sin lengua, intentando decir algo. Después, cuando el tiempo nos aleja del quiebre, el lenguaje se reconfigura, nos va llegando poco a poco, como si lo descubriéramos, aunque diferente: las palabras, las estructuras gramaticales, el ritmo que antes conducía nuestro discurso, nuestra forma de explicarnos el mundo, ya no nos dice nada. Necesitamos, entonces, otra forma de hablar.

Algo habla por detrás de nosotros. O algo guarda silencio. Una de las últimas noches en Culiacán, hace unos seis años, regresaba a casa después de haber estado con algunos amigos, esas largas despedidas que parece que son la última vez, cuando en el recorrido por las calles solitarias del centro de la ciudad me encontré, de frente, en sentido opuesto, entrando por el otro extremo de la calle y a toda velocidad, una camioneta erizada de rifles de asalto, encapuchados y gritos, y que se detuvo delante de mí, como ante una cosa inesperada, apuntando los cañones hacia donde yo les interrumpía el paso. No había nadie más en la calle. Solamente aquel comando armado y yo. Y de repente el silencio. No sé cuánto tiempo pasamos así, acaso unos segundos, hasta que volvieron los gritos ante la duda de qué hacer conmigo. Lo único que hice, sin pensar, fue a sacar lentamente las dos manos abiertas por la ventanilla del coche, moviendo lentamente los dedos como un mago antes del truco, como señalando que no había nada. En mi cabeza, sin de verdad pensarlo, aparecieron algunas palabras no calculadas: No soy nadie. Como si eso fuera lo que quisiera decirles: No soy nadie, no me maten. Como si decirles eso tuviera un efecto en ellos y en sus decisiones, en el peso de sus dedos en el gatillo, en la posibilidad de disparar o no una ráfaga.

Pero ni una palabra pude decir. Ni siquiera para mí mismo. Solamente las manos moviéndose y, con el movimiento, las palabras no dichas se me iban desvaneciendo en la cabeza. No soy nadie. No soy. No.

Entre los gritos que no se distinguían bajo los pasamontañas, algo acordaron y se echaron hacia atrás, sin dejar de apuntarme, hasta que llegaron a la calle perpendicular, por donde giraron hacia la derecha para desaparecer. Me quedé ahí un rato, con las manos en el aire. Sin saber qué hacer. Lo primero que me vino a la cabeza fue la lista de los nombres de todas las calles del centro de Culiacán, desde donde estaba en ese momento hasta mi destino, la cuadrícula por donde tenía que moverme para regresar a casa. La suerte que tuve no se repetiría si volvía a encontrármelos. Y calculaba aquella posibilidad una y otra vez enumerando las rutas donde, acaso, por un lado o por otro, podría repetirse la escena.

Cuando por fin me decidí a reemprender el regreso, vigilando cada uno de los cruces, aguzando el oído para percibir el rumor de los gritos, con las luces apagadas y avanzando muy lentamente, lo único que seguía ocupando mi cabeza eran las rutas para el regreso. No había más. No había lenguaje. Aquello no era lenguaje, era instinto, precaución, supervivencia.

Al final, pude regresar a casa sin mayores inconvenientes. Me senté en el patio, abrí una cerveza, fumé. Nada aparecía aún. Ni una palabra. Ni una idea. Casi no dormí esa noche. El silencio era absoluto.

Muchas veces me ha pasado, es casi una situación recurrente, que la memoria copa de manera absurda algunos momentos. Por ejemplo, cuando padecía de migraña, hace muchos años; o de tanto en tanto, en medio de alguna resaca, en la duermevela del malestar; en algún episodio de nervios ante experiencias nuevas, la información inadvertida que se ha guardado en mi memoria a lo largo de los años hace su aparición. Así es que vienen en tropel las alineaciones y los marcadores de todos los equipos y partidos del mundial de futbol de 1998; o la lista de canciones, ordenadas, de álbum en álbum, de la discografía completa de The Beatles; o todas las operaciones de una línea de ensamble de fabricación de un juguete determinado en los tiempos en que fui ingeniero y trabajé en una maquila en Tijuana. Lenguaje desbocado por encima del silencio. Información, más bien. El lenguaje es otra cosa. Porque cuando la emoción es intensa, cuando la afectación es la muerte o la pérdida o la sacudida de todo lo que me rodea, nada aparece. Instinto, supervivencia. No soy nadie.

A la mañana siguiente de aquel encuentro, el lenguaje había vuelto. Algo hablaba detrás de las cosas. Detrás de mí y del recuerdo de las armas apuntándome. Así es como pienso la escritura. El lenguaje que viene después. El lenguaje que, aunque sea en una mínima fracción de su enormidad, ha cambiado. Ahí, en esa transformación, está la escritura, el libro, lo que habla cuando hablamos de verdad.

Es por eso que la escritura que me interesa es la que proviene de esa ruptura. Cuando hay grietas y un nuevo lenguaje ha de inscribirse ahí, donde antes había algo y ahora hay silencio.

No soy nadie, pensaba, pero no podía decirlo. ¿Y qué significa eso? No soy nadie. ¿Qué quería decirme a mí mismo, qué quería decirle a ellos? No soy nadie para ustedes. Esto fue lo que empezó a resonar aquella mañana. No soy nadie para ustedes. Pero algo debía haber después de eso. No soy nadie para ustedes. Me imaginaba gritándoles estas palabras desde donde yo estaba, y el desconcierto, la extrañeza en ellos si es que podían escucharme. No soy nadie para ustedes. Y en ese momento apareció mi padre en el patio de la casa. Apareció el lenguaje. No soy nadie para ellos, para tantos, pero aquí sí. Y empezamos a hablar y no le conté nada de lo que había sucedido la noche anterior. Porque el lenguaje comenzaba a manifestarse no en mí, sino en la conversación con mi padre, en la escucha, ahí donde sí soy alguien, donde no hacían falta las rutas de escape ni las manos sacadas por la ventanilla porque eran otras cosas las que nos faltaban, nos siguen faltando. Porque yo podía haber sido la falta en él. El quiebre en él. Porque el lenguaje es con los otros. El lenguaje son los otros. Nosotros con ellos. El lazo, la proximidad, la ruptura donde se comparte. Y seguimos hablando, mi viejo y yo, el resto del día. Y ahora sé que cuando lea esto, me llamará, y la posibilidad de ese quiebre, tan lejano ya, será un relato más tranquilo, casi desafectado. Pero un poso queda, porque de muchas maneras seguimos ahí, en esa ciudad, en ese cruce de caminos.

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