Si Etiqueta Negra miraba hacia fuera no era por un afán de cosmopolitismo a la manera de los flâneurs modernistas. Además de internet, mejor dicho, debido en gran parte a internet, la revista coincidió con otro fenómeno hasta entonces desconocido en el periodismo peruano y continental: el cronista deslocalizado o freelance que no está anclado a ninguna redacción ni a ningún centro y, por lo tanto, puede reportear, escribir y ser editado desde Bogotá, Oklahoma o Varsovia. Se abría, así, no ya una ventana, sino un camino de doble sentido: el autor que enviaba sus textos desde fuera era al mismo tiempo lector de la revista y propagandista-embajador de la nueva crónica peruana. Con todo, su aparición fue una paradoja en el Perú. «Era inconcebible que en uno de los países con nivel más bajo de lectura en la región —sólo superado por Haití— existiera una revista con textos de una longitud colosal», escribe la investigadora polaca Beata Szady en su tesis dedicada a Etiqueta Negra. El dato se puede verificar. Desde su primer número, la revista ha publicado crónicas (y ensayos, perfiles, reportajes) de una longitud impensable en otro lugar que no sea un libro u, hoy, en ciertos portales de internet. Lo que a primera vista podía parecer un despropósito, una inútil demostración de fuerza o el más triste suicidio financiero desde la lógica populista de estar dándole la espalda a los lectores, en este caso era otra forma de subvertir la ideología hegemónica de la prensa mainstream.

En un principio, sus autores y editores solían explicar la revista en negativo: «No publicamos una foto impactante en la portada. No hemos hecho ningún estudio de mercado. No tenemos páginas sociales ni consejos de salud ni de belleza. No publicamos chismes de farándula ni de política ni literarios. No tenemos colaboradores best sellers. No publicamos pasatiempos ni reseñas de películas, libros o restaurantes. No tenemos artículos de trescientas cincuenta palabras para toda esa gente linda que compra revistas que nunca va a leer». En un país sin hábitos de lectura, parecía el enternecedor anuncio de unos insensatos cuyo único mérito consistía en desafiar las leyes gravitatorias del fracaso: el vacilante optimismo de unos trapecistas de circo de barrio. Los dueños de los periódicos mainstream siempre han tenido las cuentas claras. Si son tan pocos los peruanos que leen, ¿qué publicación tiene alguna posibilidad de tener éxito (o de sobrevivir sin más) si no contempla esa categoría fantasmal de «lector que no lee»? La solución al oxímoron siempre ha sido el escándalo y la vocinglería de la denuncia, métodos naturales para atraer al «consumidor de lecturas».

Etiqueta Negra apareció dos años después del desplome de la dictadura fujimorista y a dos décadas del inicio del terrorismo de Sendero Luminoso. Para el año 2002, la mayoría de la prensa peruana ya había tomado uno de estos dos caminos que se alargan hasta hoy: la portada gritona, sensacionalista y con un lenguaje racista-misógino-homófobo-denigrante (para la mujer, además, en forma de foto en primer plano de una carnosa enseñando el culo o las tetas, la famosa «calata» de la prensa popular peruana) o la columna de opinión con frecuencia también gritona, sensacionalista y con un lenguaje racista-misógino-homófobo-denigrante. ¿Cómo se elige a los columnistas? Excepto las excepciones de rigor, esto es, una silenciosa minoría, abundan los que Monsiváis llama «influyentes por definición»: el plumífero que, además de obviar la sintaxis, «insulta, veja, golpea y es golpeado, intimida y humilla, y él mismo vive en el escándalo». No tener una idea y poder expresarla, decía el cáustico Karl Kraus. Es cierto, allí donde las opiniones sobran, la información rigurosa y las ideas que se sostienen sobre ella escasean. Pero también: valen más, y cuestan más.

Con sus defectos, Etiqueta Negra fue una proposición amateur para restituir desde la crónica el rigor, el contexto y los antecedentes que escaseaban en las páginas del periodismo mainstream peruano, pero intentando no aburrir con ello. Algo imposible de lograr en articulitos o columnitas de trescientas cincuenta palabras y a la vez muy difícil de concebir sin la intervención activa de una comunidad de autores y editores que creen en lo que hacen y están dispuestos a desoír a quienes desde las leyes del mercado o de la holgazanería los conminan a hacer lo contrario. «Los que se interesaron en esta nueva forma de ver la crónica fueron los más jóvenes —recuerda Robles—. Emprendían cada texto para Etiqueta Negra como un proyecto, investigaban, respondían a las preguntas planteadas por el editor, pasaban semanas en la reportería. Y, en medio de esa agenda, encontraban espacio para hacer la mejor literatura a su alcance. Todos requintábamos, decíamos que eran absurdos los parámetros que nos querían poner, pero, después de la pataleta, nos metíamos de lleno en la piscina». Y añade: «Creo que lo que pasó fue que se introdujo una tecnología, una que no admitía la invención ni la ficción: una crónica en la que la imaginación se ve en la originalidad para elegir desde dónde mirar el mundo. El poder de referentes actuales como Wiener, Avilés o Titinger se gesta en esta nueva visión. Yo los leo y sé que no mienten; no sólo porque son personas éticas, sino porque aprendieron una metodología donde el mayor efecto estético es siempre la verdad».

La revista fue, por ejemplo, la primera publicación en el Perú que incluyó en su equipo de edición la figura del verificador de datos, el célebre y vilipendiado fact checker de la prensa estadounidense. «Algunos reporteros y escritores suelen citar de memoria o de fuentes indirectas, dar por hecho declaraciones de un testigo, confundir datos históricos o tergiversar conceptos», dice Villanueva Chang. Y cita a Alma Guillermoprieto: «Los verificadores de datos no existen para que no nos hagan demandas, sino para respetar la ignorancia de la gente». No era sólo una cuestión deontológica o moral, del tipo qué está bien o está mal. Para los que identifican el periodismo serio con el quinteto política-corrupción-economía-guerra-y-miseria, Etiqueta Negra podía parecer frívola o inofensiva en su intento por llamar la atención sobre asuntos que, en principio, no interesaban a nadie. ¿Para qué poner a un fact checker a verificar cada dato incluido en un texto sobre la sexualidad hippie de los bonobos? Tal vez porque, desde un laboratorio de ideas sobre el oficio, el proponer la verdad como el mayor efecto estético es también un asunto de amor propio. «Una crónica es literatura bajo presión», dice Juan Villoro. «La artesanía de la magia rápida», la llama Robles. Es decir: varias de las técnicas y efectos de la gran literatura obligadas a aparecer a flor de piel, sin sacarle la vuelta a la realidad ni a los márgenes de lo posible. «Lo interesante de una crónica para mí es que lo poético, si está, va a estar en la sucesión de hechos y observaciones».

La foto que presenta al nuevo nuevo cronista peruano lo muestra entonces deslocalizado, anclado no ya a una redacción, sino, como mucho, a la pata de un escritorio, más periodista que escritor, y entregado a esa «artesanía de la magia rápida» que ha sido imaginada y discutida con un editor con el que comparte la voluntad de narrar historias de verdad que descubran síntomas sociales de una época. Y, salvo Wiener, Natalia Sánchez y otras cronistas fuera del ámbito de influencia de Etiqueta Negra, como Daniela Ramírez o Rosa Chávez Yacila, la foto lo muestra otra vez, por mayoría aplastante, hombre. Verbigracia: Villanueva Chang, Robles, Avilés, Titinger, Daniel Alarcón, Sergio Vilela, David Hidalgo, Diego Salazar o Joseph Zárate (además de los que sin ser peruanos se hicieron cronistas al «estilo» de la revista, como el argentino Leonardo Faccio). Pero el retrato de grupo también muestra otra cosa. Que, aparte de documentar una época, este nuevo cronista ha tomado la delantera en promover una sociedad más justa y libre a partir de los verbos nobles del oficio: mostrar, descubrir, sorprender, desmontar prejuicios. Una crónica es memoria, aunque un cronista es, asimismo, un reportero que, ante todo, elige qué debatir, y esta elección crítica apunta forzosamente al futuro.

Con la naturalidad de quien cree que todo el mundo tiene derecho a ser como es, el nuevo cronista emplea sus libertades para identificar las barreras sociales, raciales y de género de la sociedad peruana y ayudar a mover los andamios que sostienen el conservadurismo hegemónico. «En los poemas de Darío, la mujer bebe y fuma: lo hace mediante sinestesias y alejandrinos, pero su figuración es democrática, fascinante, moderna», dice Jorge Carrión del nicaragüense. El cronista de hoy se vale de otros recursos retóricos para alcanzar figuraciones similares. En primer término, recuerda Villoro, la crónica «ha servido para desahogar cosas que no se pueden decir por otra vía». La Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), hoy García Márquez, es, entre muchas cosas formidables, un centro de formación e intercambio de ideas y experiencias para periodistas en lengua castellana. La influencia de la FNPI sobre el nuevo nuevo cronista peruano no sólo está en que varios participaron en talleres con maestros como Tomás Eloy Martínez, Leila Guerriero, Jon Lee Anderson o Ryszard Kapuściński, o en que Esther Vargas y Villanueva Chang formen parte hoy de esa plantilla de maestros, sino en lo que el intercambio aportó al debate y la concepción de una crónica propia. Si Elena Poniatowska se presentaba como cronista con estas palabras: «Soy mujer, soy subjetiva, soy emocional», Villoro dio con la definición de crónica más citada desde entonces:

Total
173
Shares